Salada, con un punto de aceite y el crujir nacarado de la fritura cariñosa, la papa dona felicidad a sus consumidores. De una en una, agrupadas, ensortijadas sin forma previa, solapadas en redondez masticable, trituradas por una quijada abierta o en consunción lenta como cuerpo de Dios dejando fluir sus virtudes por la boca, apenas posadas en una lengua de disfrute, pocas cosas otorgan igual felicidad y plétora.
Una cierta perspectiva vital permite lanzar la mirada a lo que trasciende la temporalidad humana; cuando ya sabemos lo que importa, la papa frita asoma con su pureza de entrega y desinterés mostrándonos que otra realidad es necesaria y posible, que no todo se hace por compensar un déficit sino que lo auténtico y valioso siempre es un fin en sí mismo, descartando la mala crianza con óleos indignos o la maligna intervención de los aires y la humedad, la papa sobria escondida en su paquete ni defrauda ni pide: sólo da.
La hermandad con la cerveza helada arrastra a la papa al mundo, la hace naturaleza y le da una perspectiva de terraza o chaiselongue que frisa el vicio. Qué ingrato el rico que se eleva sobre su sencillez, qué torpe la necia que la rechaza en su plena espiritualidad, qué insensata quien la neglige, qué criminal su negador… la Justicia la precede, la Igualdad, el Humanismo en su sentido más amplio de Filantropía, otro sería el mundo con su triunfo.
Alcanzo ya a sentir su manifestación présaga, atisbo ya su reino preminente y llegadero, lloro por mi fraternidad alejada del Bien a quien en el fondo le importa muy poco lo que aquí se escriba, y hago esta apología de la papa frita porque, a la vista de lo que lo antrópico depara, más vale un paquetito con un botellín que toda obra de esta criatura despreciable capaz de un mal tan absoluto contra sí misma que rezuma merecimiento. Vale.