Jesús Ausín

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23 de Julio de 2024
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Una tela amarilla. Eso fue lo primero que vio después del desmayo. A su alrededor, personas con ropas también amarillas, iban y venían a lo largo del espacio, salían y entraban y algunas se mostraban frente a otros como él tendidos en camillas. Todo era confuso. Le dolía mucho la cabeza. Se echó mano allí donde le dolía y observó que tenía el pelo tapado con una venda. Una de las personas de amarillo, una chica joven pelirroja que no era más alta que una muchacha de quince años, muy simpática y servicial le dijo: “No te toques. Tienes doce puntos de sutura y una brecha considerable”. No entendía nada y no recordaba nada, solo que había salido de compras por la calle Preciados y que, al no encontrar las malditas botas de color rosa,  se había desviado hacia la Puerta del Sol, de ahí por la calle Carretas para intentar llegar a Atocha dónde iba a coger el cercanías.

Una hora antes, los manifestantes concentrados en la plaza de Neptuno, junto a la jaula montada en la Carrera de San Jerónimo para impedir el paso hacia las Cortes, habían empezado a caminar en dirección a Cibeles. De allí, en una manifestación espontánea a la que se había ido uniendo cada vez más gente, subieron por Alcalá hasta Sol. Allí les esperaba un cuello de botella que había montando la policía con las furgonetas de forma que, irremediablemente todo el mundo tenía que dirigirse hacia la calle de Espoz y Mina. Era un intento de acorralar y encerrar a los manifestantes. Los policías ya se habían puesto los cascos y echado mano a las porras, justo antes de que los participantes en la concentración abandonaran Neptuno. Y La mayoría de los que allí estaban, sabían lo que pasa cuando la policía echa mano de los cascos colgados del cinturón y se los ponen. Lo siguiente son los golpes indiscriminados, las carreras, las detenciones, los moretones, ...

Un numeroso grupo de manifestantes había logrado escabullirse de la encerrona por el Pasaje de Mathéu y dirigirse hacia la calle de la Victoria. De allí, callejeando habían llegado de nuevo casi hasta la calle Atocha. Pretendían volver al mismo lugar de dónde habían partido, la plaza de Neptuno. Pero en la esquina de Núñez de Arce con Álvarez Gato, unos encapuchados, habían volcado un contenedor de vidrio y estaban disparando botellas hacia la policía que los esperaba en Santa Ana.

Emigdio debió torcer mal alguna esquina, porque acabó, sin quererlo embutido entre los manifestantes que habían roto el cordón en Espoz y Mina. Ni sabía por qué se manifestaban, ni quería estar allí. Sólo intentaba salir hacia Atocha cuando se encontró de frente con un policía de un metro ochenta y más de cien kilos de peso que sin mediar palabra, le atestó un porrazo en la cabeza dejándole una brecha de varios centímetros y tendido en el suelo. Fueron los médicos del SAMUR, que habían montando una carpa en Santa Ana, los que recogieron a Emigdio, lo trasladaron a la carpa, suturaron la herida, le cosieron y se la vendaron. Estaban esperando a que se despertara porque tenía que ir al hospital, y estar en observación al menos durante doce horas.

La chica pelirroja, le dijo a Emigdio que, quién le había pegado el porrazo, era el tipo que estaba dos camillas más allá, con un tobillo hinchado víctima de haber pisado una botella, girado antes de caerse y haber metido el pie en el único agujero que había en la calle en el que faltaban tres adoquines. Se lo había dicho, cuando le recogieron, uno de los testigos.

Emigdio, se levantó se dirigió al policía, que en ese momento hablaba con uno de los que había volcado el contenedor de vidrio y que aún llevaba el pañuelo con el que se tapaba al cuello y una gorra azul, como las de la policía, pero sin logotipo. “Sólo quiero que me diga porqué me ha abierto la cabeza con la porra. Yo no estaba haciendo nada. Ni siquiera estaba en la manifestación”. El policía bajó la cabeza y calló. Pero el que estaba a su lado, el que había volcado el contenedor de vidrio y empezado a arrojar botellas contra los antidisturbios, le espetó: “Vete de aquí a tomar por culo, tonto de los cojones”. Emigdio, no daba crédito. “Pues os voy a poner una denuncia. A él por haberme roto la cabeza y a ti, porque te he visto y has sido uno de los que has volcado el contenedor de vidrio y has empezado a tirar botellas contra los antidisturbios”. El de la gorra azul, sacó la placa, le tomó los datos a Emigdio y le dijo que, como se le ocurriera poner la denuncia, iba a ser acusado de haberle roto el tobillo a su compañero”.

 

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Hace unos días, se produjo un gran apagón informático. Una actualización de un programa de seguridad de Windows, con un archivo corrupto, provocó el terremoto. La empresa de seguridad, dijo que la solución estaba en no actualizar hasta que limpiaran el archivo corrupto y todo volviera a la normalidad.

Es curioso lo que se parece el Windows al hijoputismo. Obsesionados por la seguridad, acaban coartando la libertad del sistema. Antivirus que ralentizan e impiden que otros programas necesarios funcionen con normalidad. Sistemas de seguridad que se corrompen porque se han convencido de que una máquina puede suplantar al hombre y decidir, lo que puede ser potencialmente peligroso, mediante la IA, y, en una decisión errónea, provoca el caos. Todo relacionado con el miedo y la forma de mantenernos seguros en un sistema que no sólo no controlamos, sino que nos controla a nosotros y que decide lo que es o no bueno para nuestros intereses.

Vivimos en un régimen de cartón piedra. Ahora, que estoy leyendo “la armadura de la Luz” de Kent Follen, me doy cuenta de cuanto se parece esta época a aquella en la que los déspotas, nobles y primeros miembros de una incipiente burguesía, hacían de su capa un sayo, y enjuiciaban, condenaban y asesinaban legalmente a inocentes en nombre de la libertad del incipiente mercado. Hoy, en estas aparentes democracias, activistas considerados peligrosos para el sistema, son condenados y encarcelados por delitos inventados o exagerados de forma que sean capaces de entrar dentro de la ilegalidad.

Todo el mundo sabe que la ley Mordaza es una ley propia de regímenes totalitarios. Una ley que invalida la presunción de inocencia y que da valor de infalibilidad a un señor por haber aprobado una oposición (en la que, por cierto, no se tienen en cuenta las faltas de ortografía), no puede ser una ley democrática. ¿Por qué tiene que valer más la palabra de un policía que la de un ciudadano? Porque es la única forma de amedrentar, de vender seguridad a través de la coacción económica que el estado tiene sin que un juez supervise las pruebas y dictamine que lo que hay no es un delito del ciudadano sino un abuso de poder del policía. El relato que ilustra este artículo está basado en un hecho real sucedido en Madrid en una de las cientos de manifestaciones que se produjeron a partir del 15 de mayo de 2011. Mi amigo se fue a casa con una brecha en la cabeza, con la “rabia” de no poder hacer nada y con el miedo en el cuerpo de ser denunciado por algo que no había hecho.

La semana pasada nos soltaron el globo sonda de la retirada de la ley. Un espejismo que apenas duró un par de horas. Yolidatos, doña Sonrisa Cínica, se había adelantado vendiendo humo y el caporal del cortijo, tuvo que salir a recordar que las políticas sociales del gobierno más progresista de la historia, solo son pinceladas de betún para que parezca que hay igualdad, pero sin tocar el sistema. Es más. Al golpe de realidad de la no derogación de la ley de Seguridad Ciudadana, acompañó el anuncio de nuevas medidas de constricción y de coacción de libertades. Pretenden enjuiciar a los que estamos todos los días denunciando las «fake news» procedentes del imperio. A todos los que nos opongamos a la OTAN y a todos los que, como en este artículo, propaguen noticias que ellos consideren contrarias a los intereses del país (a los suyos propios claro). Si ya nos han convertido por decreto en agentes secretos al servicio de Putin, aunque no tengamos claro ni siquiera dónde está Rusia, ahora además pretenden meternos en la cárcel, o peor, arruinarnos económicamente mediante sanciones administrativas cuantiosas que además de ser arbitrarias, está fuera del alcance de los tribunales.

Nos hemos dejado llevar hasta un sistema totalmente despótico. La democracia sólo es el poblado de cartón piedra dónde se rueda la vida. Por dentro, el que se sale de la norma, acaba acorralado y eliminado. Por las buenas (600 € y un aviso) o por las malas (hasta cinco años de cárcel por manifestarse). La seguridad y el miedo rigen el sistema. La judicatura y las fuerzas de seguridad son el McAfee del sistema. El antivirus que no sólo no deja pasar a los malos, sino que ralentiza lo que debería ser necesario y primordial para mover el sistema democrático: la libertad.

Mientras, nos tienen entretenidos con los buscaminas de turno. Las semanas pasadas, la Eurocopa. Ahora empiezan los JJOO y cuando acaben vuelve el Mandril y la liga. No hay problema de vivienda, de derechos, de sanidad o educación que aguante ante la adrenalina del opio del pueblo. Porque la gente, por lo que se ha visto, está dispuesta a soportar cuarenta grados al sol para ir a celebrar una Eurocopa, pero es un fastidio asistir a una manifestación en defensa de la sanidad pública o de una vivienda digna.

Vamos directos hacia un mundo de dos mil millones de humanos, en el que será imposible el mantenimiento del modo de vida actual. Si ahora somos más de ocho mil millones, especulen quiénes son los que sobran. Desde luego Von der Leyen, Sánchez o Feijoo, no.

La solución no es eliminar el parche corrupto, sino el sistema.

Salud, república y más escuelas.

 

 

 

 

 

 

 

 

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