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El escritor que terminó siendo un premio

20 de Abril de 2025
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El escritor que terminó siendo un premio

¡Se murió el escribidor de derecha, el amanuense del Ibex 35, el notario de la novela! ¡Al fin! ¿Y qué quieren que les diga? No se le va a extrañar. Se fue como vivió: con el gesto torcido, la prosa enfática y la moral en ruinas. Murió el burócrata de la prosa, el registrador de la novela, el papagayo que confundió a Flaubert con Milton Friedman. Murió y no se nos quebró la voz, ni un nudo en la garganta, ni una lágrima, ni un suspiro. Nada.

Y murió como vivió: hablando solo, creyéndose más lúcido que todos, más europeo que los europeos, más blanco que el mármol de Carrara. Y no. Era peruano de Lima, de casta criolla, de esos que no pisan el mercado por miedo al pueblo y que llaman 'mestizaje’ a todo lo que no les cabe en el linaje.

La patria lo parió con cara de notario, y él se lo tomó al pie de la letra: hizo del estilo una escritura con sello, rúbrica y copia compulsada. De joven se indignaba con las dictaduras, y de viejo las defendía con servilletas de cóctel en la mano. Que si Pinochet era necesario, que si Uribe era valiente, que si Fujimori, bueno, le ganó, pero no sin méritos. ¡Y qué méritos! El mismo que desaparecía a la gente mientras él aplaudía desde el club de golf.

Cuando España —¡la muy generosa metrópoli!— le regaló la nacionalidad, se sintió coronado: ya no era un simple peruano, sino un español de pro, de esos que creen que América Latina es un error histórico. Lo dijo él mismo, siempre a media voz pero con micrófono encendido: que la civilización vino de Europa, que las élites blancas deben preservar el orden, que la democracia es buena pero sin indios ruidosos, sin sindicatos, sin peronismo, sin pobres. España lo recibió como a un trofeo colonial que hablaba fino y olía a cuero viejo. Él creyó que lo adoptaban, pero lo usaron como alfombra roja: un latino bien hablado que servía para blanquear el desprecio.

Y encima se enamora de la reina del papel couché, no de cozarón sino de pichula. Y no lo digo yo, ¡lo dijo él! Un señor que se llevó medio siglo escribiendo sobre la moral y se arrodilla ante el espejo de la socialité. Se convirtió en personaje del ¡Hola!, y encima secundario. Ni el protagonista de su propio escándalo fue. Lo paseaban como a un caniche ilustrado, le daban canapé y lo sentaban lejos del flash. Y claro, cuando se dio cuenta de que era un florero que citaba a Sartre, se marchó indignado. ¡Con qué dignidad, por Dios! La del figurón herido, la del ególatra sin público.

Pero lo más bajo —o lo más revelador— fue su defensa del toreo. ¡Ah, el toreo! Esa carnicería con aplausos, esa tortura con peineta. Y él ahí, diciendo que el toro no sufre. ¡Porque él nunca sufrió! Él que no conocía ni el hedor del campo ni la sangre caliente. Que creía que los animales eran ornamento, símbolo, alegoría. ¡La España que le gustaba era la de Goya, pero sin peste ni mosca! Con toro, sí, pero sin tripa. Con muerte, pero estilizada. ¡Qué sensibilidad de piedra pómez!

Y lo de la prima, claro. Que la tomó, se la llevó, la dejó, y luego la convirtió en personaje para despellejarla durante tres novelas seguidas. Que eso no era amor, era venganza. Que eso no era literatura, era ajuste de cuentas con prólogo. Y no, no me vengan con que era un gran novelista. Grande, Gabriel García Márquez. Grande, Carlos Fuentes. Grande, Juan Rulfo. Grande, Manuel Puig. Grande, Fernando Vallejo. Vargas Llosa era aplicado. Era meticuloso. Era un buen oficinista de la sintaxis. Pero no tenía entrañas. No tenía gracia. No tenía humor. Escribía como quien redacta estatutos: con la pulcritud del funcionario y la emoción de un contador de aduanas. Y si no podía ganarte con la pluma, te soltaba un puñetazo. Pregúntenle a Gabo.

Después de ganarse todos los premios habidos y por haber, incluso uno post mortem; después del chorro de premios el insaciable terminó siendo un premio, el de novela del Perú, que me cuentan que él mismo armó para su gloria. Y así se fue. Sin pena ni gloria, sin risa ni redención. Se fue dejando atrás una biblioteca que huele a naftalina, unos premios que pesan como cadenas, y esa cara de prócer disecado que jamás aprendió a sonreír sin desprecio. Que lo entierren lejos, bien lejos, donde no alcance a contaminar ni el aire ni el pudridero del pasado. Y que su epitafio diga, sin adornos: Aquí yace el que confundió literatura con resentimiento y a la prima con la musa.

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