Lo dije antes y lo vuelvo a repetir: “Ah, España, ese país tan dado a los dramas, las comedias, los mitos y los milagros”. Mil años lleva el Cid Campeador –ese Rodrigo Díaz de Vivar, mercenario con la espada siempre lista para servir al mejor postor– cabalgando por nuestra historia. “¡Qué buen vasallo sería si tuviese buen señor!”, se lamenta el Cid, y ahí estamos aún, repitiendo su anhelo como una canción deMarengo. Que el rey nos mire, que nos elija, que nos haga un hueco en sus favores, y a cambio le daremos lo que sea: dinero, tierras, alabanzas y palmas. España, ese país eterno de vasallos palmeros que sueñan con un buen señor.
Aquí vale saber dar las palmas a quien hay que darle las palmas, aunque desconozcamos cómo funciona el sistema de alertas. Las tragedias se acumulan como si fueran parte del paisaje. Hace solo unos días, Valencia se ahogaba entre aguas sucias y barro, y el país entero miraba con compasión, pero también con resignación. Las autoridades, como siempre, se dedicaban a echarse culpas entre ellas, a hablar de “mejoras a futuro” y “protocolos de emergencia”. El resultado: la misma historia de siempre, el mismo drama nacional de los poderosos que nunca responden por nada y el pueblo que queda solo, atrapado en su desastre.
Aquí la democracia es una palabra bonita, pero poco más. El Poder Legislativo sobra, el Poder Judicial sobra, el Cuarto Poder sobra. Y sobran porque el Ejecutivo los compra a todos. Compra desde un estado de alarma hasta un 155. La división de poderes es un desvarío de Montesquieu… ¿Y la oposición? Sobra también porque es el corruptor corrupto. ¿Y el Estado de las autonomías? ¡Ese reino de taifas para deshacerse de competencias y responsabilidades! Todo es de una mediocracia, de una cleptocracia tan extrema que da vergüenza.
Pero, mientras tanto, aquí seguimos, los de siempre, con nuestras divisiones y nuestras peleas de patio de colegio. Que si la izquierda o la derecha, que si los de ciudad o los de campo, que si los ricos y los pobres. Nos partimos en mil pedazos mientras el Poder sonríe, porque sabe que, divididos, somos más fáciles de controlar. Es el gran truco de los poderosos: mantenernos ocupados con nuestras peleas insignificantes mientras ellos siguen arriba.
Y al final, ahí está la verdadera tragedia. Que, como el Cid, España sigue esperando un buen señor. Pero ¿hasta cuándo vamos a seguir así? Francia inventó la guillotina; España, la siesta. Porque si algo está claro es que nadie vendrá a salvarnos. Mientras sigamos arrodillados, mientras esperemos que los poderosos se apiaden de nosotros, no haremos más que repetir la misma historia.
Quizás, algún día, la España arrodillada se levante de una vez, sin esperar la bendición de nadie, sin arrodillarse ante el poder. Aunque, conociéndonos, tal vez nos quede mucho camino antes de aprender esa lección. ¿Se imaginan que un día la España arrodillada, la de las rodillas hinchadas, dejara este paréntesis y empezara a levantarse?