Una de las preguntas que me formulan en el Seminario sobre Asuntos Públicos, organizado por LLYC, tiene que ver con la salud de los sindicatos y su relación con la política. No es cuestión fácil de responder en un país enfermizo y aquejado por males que nunca terminamos de afrontar con realismo y solucionar con decisión. Y cada vez que alguien lo intenta, viene alguien y boicotea, bloquea, arruina las buenas intenciones.
La salud de los sindicatos, sus males y sus virtudes son los mismos que aquejan a la política y a la sociedad de nuestro tiempo, porque a fin de cuentas los sindicatos no son otra cosa que gente organizada para defender intereses de una parte de la sociedad, desde la convicción de que defender a los trabajadores sólo se puede hacer si se defienden intereses generales.
Han pasado casi 50 años desde la famosa y siempre polémica Transición. Con esa edad toda España tiene achaques y los sindicatos no iban a ser menos. 50 años de democracia no son muchos, aunque visto lo visto, es un largo periodo de existencia sin guerras y con voluntad de convivir bajo ciertas normas aceptadas, mal que bien, por todas y todos.
No son muchos años, pero a decir verdad, han sido años muy intensos, en los que a veces hemos vivido peligrosamente. En cuanto a las relaciones del sindicalismo con los gobiernos habría que tener muy en cuenta la veracidad, en términos generales, de aquel dicho,
-¡Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!
Porque, efectivamente, un gobierno de esos que llaman progresistas, no necesariamente es el mejor gobierno para los sindicatos, entre otras cosas porque nos arrastra a fotos permanentes, a posicionamientos constantes que terminan por producir tensiones intersindicales, intrasindicales y en nuestras relaciones con otras organizaciones sociales.
Tampoco son esos los peores momentos vividos por los sindicatos en sus relaciones con los gobiernos. Creo que las consecuencias de la crisis de 2008 han tenido duros efectos en materia de relaciones laborales e imposición de políticas de recortes, que aún no hemos superado.
La desconfianza de los sindicatos con respecto a los gobiernos sigue siendo un componente ineludible en las obligadas relaciones que mantenemos. Sabemos que ninguna conquista es irreversible, que ningún avance es para siempre. Que la autonomía de los sindicatos y de las organizaciones sociales con respecto a los gobiernos son elementos esenciales para nuestros futuro, el de todos.
Si esa es la cosecha negativa de la crisis desencadenada en 2008, también han existido momentos en los que el balance ha sido realmente positivo. Los años 90 marcaron la frontera entre una democracia y una política que se articulaba de espaldas, cuando no en contra de los trabajadores y otra etapa democrática, nacida tras el pié en pared que supuso la Huelga General del 14-D de 1988.
Como todo gobierno soberbio que se precie, el de Felipe González no podía reconocer el varapalo al que le sometieron los sindicatos pero, pasados unos meses, las Comunidades Autónomas gobernadas por el propio PSOE iniciaron la senda de la negociación cuyo resultado fue la Cultura del Diálogo Social, hoy en el olvido.
Así nacieron los Pactos Sociales suscritos entre gobiernos, empresarios y sindicatos por toda España, que reconocían la participación de los trabajadores en las políticas, la creación de los salarios sociales, de los Consejos Económicos y Sociales, o el compromiso de los sindicatos en las políticas sanitarias, educativas, sociales, o de vivienda. Las políticas de empleo y de formación para el empleo.
Aquello tuvo muchas virtudes y algunos inconvenientes, porque no pocos sindicalistas pasaron a formar parte de los entramados institucionales y hasta de los consejos de administración de algunas empresas públicas. Una vez allí, el control de la dirección del sindicato quedaba muy matizado, diluido, condicionado y así una cierta casta sindical, comenzaba a disfrutar de determinados privilegios y a identificarse como parte de un estrato social con identidad propia.
Vivimos duros momentos y disgustos sonados como los de las tarjetas black de Cajamadrid, en el que estaban inmersos políticos de todos los partidos, pero también notables sindicalistas y conocidos empresarios. Buena parte del consenso político se había convertido para entonces en un intercambio de cromos, en un reparto de frutos nacidos del siempre bien nutrido árbol de las instituciones.
La sociedad ha tomado conciencia de los estragos y de los vicios adquiridos. La desconfianza en la política ha aumentado y es generalizada. Los intentos de regeneración de la denominada Nueva Política se han diluido como azucarillos y vuelven al escenario los de siempre con los mismos vicios irredentos, o los nuevos actores reconvertidos.
Nadie parece haber tomado nota para corregir las formas de hacer política y en cuanto al sindicalismo, sobre cuya salud se me pregunta, creo que goza de la misma salud que nuestra clase política, nuestros empresarios y otras muchas organizaciones sociales.
La salud de nuestros sindicatos mejorará cuando el siempre pospuesto regeneracionismo recupere impulso y otra política menos mediocre, menos adocenada y oportunista se abra camino. Echo de menos a esos políticos que querían el poder y el gobierno para mejorar las vidas, a ser posible con la participación de los protagonistas y víctimas de la misma.