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El impagable regalo del agua y la sombra

10 de Marzo de 2025
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El impagable regalo del agua y la sombra. Humedal Laguna Grande

Del mismo modo que Michael Portillo, periodista, presentador y antiguo político del partido conservador británico, en su famosa serie de documentales titulada “Grandes viajes ferroviarios continentales” viaja en tren por el continente europeo  con su guía Bradshaw de 1913, un servidor, con bastantes menos posibles aunque no con menos ganas de conocer hermosos lugares, he cogido la bicicleta y he echado en la mochila, además del bocadillo y la botella de agua, un libro recopilatorio de textos titulado “Copias del natural” de mi admirado poeta y escritor jerezano José Manuel Caballero Bonald, del que he escogido como guía de viaje un artículo titulado “Oasis, fronteras, supervivientes” que apareció publicado en 1989 en la revista Marie Claire.

Como el escrito va de oasis, tomo el camino de Villafranca que comunica directamente mi pueblo, La Villa de Don Fadrique, con Villafranca de los Caballeros donde se encuentra la llamada Laguna Grande, que es para mí el “oasis” más cercano y espectacular de toda la región.

Al llegar a la orilla de este magnífico humedal, este oasis en medio de la infinita llanura semidesértica manchega que todavía sobrevive, resiste como puede  los embates de las pertinaces sequías, la clamorosa falta de sensibilidad y compromiso de los sucesivos gobernantes, la no menos clamorosa falta de conciencia, cuando no el menosprecio de muchos de los habitantes del pueblo y la región, y la codicia de muchos agricultores que solo ven en la laguna agua para sus cultivos, de la misma forma que hay gente que pasea por el bosque y solo ve leña para el fuego,  saco el libro del gran poeta y escritor andaluz, busco el artículo que me ha llevado hasta este maravilloso paraje y leo que  “Herodoto fue el que divulgó el término griego “oasis” en el sentido con que pasó al latín y pervivió en las lenguas romances. Como es sabido, Herodoto viajó por medio mundo para saber qué tramaban los dioses, los semidioses y los hombres hace veinticinco siglos. Y entre muchos otros saberes, supo ver que los oasis, esos enclaves de vegetación en medio de tantos inmensos territorios vacíos: Sáhara, Nubia, Nefud, eran algo más que un alivio de caminantes o un sueño de extraviados: eran los puentes que tendió la geobotánica para propiciar la supervivencia de numerosos pueblos errabundos”.

Cierro el libro dejando el dedo índice entre las páginas a modo de marca y levanto la cabeza al cielo, como hacen las gallinas cuando beben, para empaparme de lo leído mientras camino por la orilla disfrutando de la belleza de la lámina de agua que refleja el altísimo cielo azul esmaltado; de las aves que sobrevuelan el humedal y de otras que están en el agua en pequeños grupos removiendo afanosamente el limo con sus picos para alimentarse. Vuelvo al libro y leo que “el oasis siempre ha supuesto, además del impagable regalo del agua y la sombra, un vehículo de cultura y a la vez una encrucijada cultural. Los oasis son como los engranajes que articularon el funcionamiento de antiquísimas sociedades tribales. Sin esos núcleos de vida comunitaria, los nómadas nunca habrían podido llegar a serlo realmente. Habrían sucumbido a poco de elegir sus primeras incursiones por el planeta invivible del desierto, con lo que también se habría conculcado el código de una naturaleza hasta cierto punto especializada en no expulsar de ella al hombre”.

La belleza de la Laguna Grande de Villafranca de los Caballeros ciertamente no necesitaba del apoyo, el complemento de ningún texto, de ninguna guía para ser un espacio absolutamente maravilloso, sin parangón en toda la región donde hay otros humedales que en los años buenos de lluvias forman un rosario, un archipiélago de lagunas, balsas, charcas y demás acumulaciones de agua, pero ningún humedad de la zona tiene la entidad, la magnificencia, el esplendor, la suntuosidad de esta Laguna Grande donde la vista se recreaba, se solazaba y esparcía en un gozo difícilmente traducible a palabras. Volví al texto de Caballero Bonald y leí que  “El oasis, además de un concepto geográfico, incluye una idea netamente literaria. Esos héroes anónimos que pueblan los oasis son los héroes que protagonizan un litigio perenne contra las embestidas inmisericordes de la soledad. Vienen de un universo sin fronteras y van a otro universo cuyo horizonte consiste en la consecutiva multiplicación de un mismo horizonte. Así como las venas acuíferas posibilitaron obviamente algunas vitales excepciones en determinadas áreas del desierto, el asentamiento humano en los oasis se produjo a partir de la paulatina confluencia de las rutas de los mercaderes, con la fundación de poblados y aun de ciudades en los grandes valles fértiles”. Y seguía hablando de los pobladores de los oasis del noroeste sahariano “perdidos entre los los arenales, los“ergs” y los pedregales, las “hammadas” que han construido y ataviado sus casas con una increíble fantasía artística, han opuesto a la belleza despiadada del desierto el lujo humilde de otra acogedora belleza. Junto a la gama casi excluyente de los ocres minerales, surgen el añil de las maderas, el blanco de los frisos y el siena del adobe. Trogloditas o pájaros, viven dentro del paisaje, lo cultivan, lo ornamentan como si ellos mismos fueran los únicos legatarios de paisaje.  Incluso cuando los bereberes salieron del desierto para iniciar la ocupación de Al Andalus, se trajeron con ellos el paisaje: sus colores, olores, sabores, su venerable nostalgia del agua y la eminente lección de su sensibilidad”.

Todavía podían verse vestigios de esa cultura, de ese antiguo legado bereber en  ese blanco inmaculado del algunas casas, ese añil de los zócalos, ese color siena de los muros de adobe sin encalar de las viejas casas tradicionales manchegas que resisten como pueden al tiempo y a las modas, como esa terrible plaga del ladrillo que arrasó en la década de los sesenta y setenta con  buena parte de la genuina belleza de la cal, el zócalo añil, los tejados de teja árabe, los muros de adobe que, al margen de su inigualable hermosura, siguen siendo el mejor aislante, el mejor material de construcción contra el frío y también,  y sobre todo, contra los abrasadores calores de los interminables veranos que nos aguardan.

De no haber sido por ese cataclismo urbanístico, ese arrasamiento cultural llevado a cabo sin miramiento alguno, esa destrucción casi total de la arquitectura tradicional, los pueblos manchegos serían hoy un destino turístico tan apreciado y valorado como son los pueblos blancos andaluces. Si se hubiera preservado esa identidad y uniformidad urbanística, esa cultura arquitectónica, el turismo sería hoy una fuente ingresos superior a la de la agricultura.

Termina Caballero Bonald su muy interesante artículo diciendo que: “ Habían heredado (los bereberes) la certeza de que el oasis interrumpe una continuidad desoladora, intercala en la angustia geológica del desierto la recompensa edénica del jardín. Internarse por esos oasis menores saharianos tiene algo de ingreso en un espacio irreal que también carece de tiempo real, pero que en todo caso humaniza el otro simétrico tiempo del desierto. Es como la gratificación de que se vale la naturaleza para resarcir al hombre de su propia renuncia a dominarla”.

Antes de emprender el camino de vuelta, hago una parada en uno de los bares y merenderos, otro tipo de “oasis”, que hay a orillas de la laguna. Pido un café y mientras el camarero trastea en la cafetera, veo en la gran pantalla de televisión que hay en una de las paredes del bar a un tal Luis Martínez de Irujo Hohenlohe – Langenburg, duque de Aliaga, y nieto mayor de la difunta duquesa de Alba, que ha sido llamado a declarar por los nueve pozos ilegales de la Casa de Alba en su finca junto a Doñana de Aljóbar, en el municipio sevillano de Aznalcázar. Unos pozos ilegales que fueron descubiertos en mayo de 2023, pero han tenido que pasar casi dos años para que por primera vez se tome declaración en sede judicial al duque de Aliaga, representante legal de “Eurotécnica  Agraria”, la empresa familiar de los Alba que gestiona estas tierras, y de la que don Luis es consejero y administrador. Y el señor duque de Aliaga declaró, y vaya que si lo hizo, con una, más que aristocrática, imperial desfachatez, que “vive en Madrid y no sabe muy bien cómo funciona la finca de Aljóbar”. Es decir, ha basado su defensa en un “¿a mí qué me cuenta? yo no sé nada, yo vivo en Madrid”. Esta alucinante declaración ante el juez que no la mejoraría ni el mismísimo Groucho Marx, se ha producido después de que el magistrado recibiese un contundente informe pericial de la Guardia Civil, que apunta a que las extracciones de agua sin licencia por parte de la Casa de Alba, han provocado un daño ambiental que cifra en seis millones de euros, y que puede ser irreversible por el volumen de agua extraída, que rondaría los 6.600 millones de litros a lo largo de una década. En el mismo auto en el que citó al duque de Aliaga, el juez apuntó que estas instalaciones ilegales pueden tener un importante impacto colateral, no hace falta decir que muy negativo, tirando a desastroso, en el Parque Nacional de Doñana y en su avifauna.

La vergonzosa y repugnante noticia me ha fastidiado el café, que me ha sabido a baladre, y salgo del bar  mosqueado y asqueado pensando en que los mayores terratenientes de España no tienen bastante con los enormes beneficios que obtienen con la explotación de su inmensas fincas, que quieren ganar todavía más aunque para ello tengan que cometer graves delitos medioambientales. Como diría el señor Burns, el terrible magnate de Los Simpsons: “Daría todo lo que tengo por tener un poco más”.

Antes de dejar la laguna, bajo de la bicicleta y me recreo un momento en la contemplación de esa hermosísima lámina de agua, de ese maravilloso oasis en medio de la manchega llanura. Y pensando que este humedal, y todos los demás, son un auténtico milagro en un país donde hasta los que lo tienen todo, cometerían cualquier atentado contra el medio ambiente, la casa de todos, y contra lo que fuera menester, por ganar un poco más.  Pero estos terratenientes, insaciables devoradores de recursos  públicos siempre escasos como es el agua, no cometerían estas ilegalidades, estos abusos, estos atropellos, estos odiosos delitos, si no contaran con la indiferencia, la desidia, la indolencia y el más absoluto desinterés, por éste y por otros muchos asuntos, de todo un pueblo. 

“El progreso no sirve si éste ha de traducirse inexorablemente en un aumento de la incomunicación y la violencia, de la autocracia y la desconfianza, de la injusticia y la prostitución del medio natural, de la explotación del hombre por el hombre y de la exaltación del dinero como único valor». Esto lo decía, hace ya unos cuantos años, el gran Miguel Delibes. Y estas palabras, para nuestra desgracia, siguen tan vigentes, tan actuales como si las hubiera dicho hoy.

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