Durante el infausto siglo XX, la miopía estadounidense en política exterior tuvo como consecuencia la promoción de guerras y dictaduras a lo largo y ancho del planeta por parte del Departamento de Estado. En América Latina, Estados Unidos, en un alarde de imprudencia que aún estamos pagando en forma de inestabilidad política y social, despreció la oportunidad de colaborar con países en los que la izquierda había ganado democráticamente. Países que, de haber sido apoyados por su vecino del norte en sus reformas sociales, económicas y democráticas, serían hoy Estados de derecho mucho más desarrollados, consolidados y ricos, además de grandes clientes de las empresas estadounidenses, que obtienen más beneficios en cualquier país de Europa Occidental en el que existe una gran clase media que en países en los que prima la desigualdad, como podemos ver en las estadísticas de ventas de las grandes multinacionales de Estados Unidos en el sur del continente.
Estados Unidos controla varios sectores estratégicos de la cadena mundial de suministros de semiconductores, lo cual incluye la investigación y el diseño de chips avanzados. Las políticas actuales de la Administración Biden, consistentes en sancionar a las empresas chinas, no son veleidades del actual presidente, sino estrategias de país tendentes a preservar las posiciones económicas estadounidenses en el sector tecnológico y a estrangular el desarrollo de esta industria china. El objetivo estadounidense, ridículo, porque antes o después China logrará el mismo o incluso un mayor desarrollo científico que Occidente, es evitar que la industria de Inteligencia Artificial (IA) china tenga acceso a chips de alta gama; impedir que China diseñe y produzca chips de IA en Estados Unidos restringiendo el acceso a software estadounidense y a dispositivos de fabricación de semiconductores de Estados Unidos; y bloquear el desarrollo chino de fabricación de semiconductores impidiendo los suministros de componentes estadounidenses.
El fin último de Estados Unidos no es colaborar con el gigante asiático para construir un mundo mejor en todos los órdenes, sino repetir una contumaz política exterior basada en el enfrentamiento y en los esquemas geopolíticos de la Guerra Fría. Alguien podrá decir: -bien, en cualquier caso, China no es una democracia y podría ser una amenaza para otras democracias o para el desarrollo de los derechos humanos. Estados Unidos sí lo es y ha vulnerado los derechos humanos y la voluntad democrática de otros pueblos en todo el mundo promoviendo dictaduras e incluso financiando y armando grupos terroristas, por no hablar del inmisericorde e innecesario embargo a Cuba, rechazado en la Asamblea de Naciones Unidas una y otra vez desde 1992. En su política exterior, no solo Estados Unidos, sino otras grandes y muy antiguas democracias se han comportado en muchas ocasiones como las peores dictaduras cuando se trataba de defender sus intereses económicos. La excusa de que se produzca un espionaje por parte de las empresas chinas puede ser creíble, pero lo cierto es que son los gigantes tecnológicos estadounidenses (Yahoo!, Facebook, Google, Amazon, Microsoft, YouTube, Twitter, Skype y Apple -esta última en menor medida) los que han colaborado con diferentes gobiernos de Estados Unidos con el fin de espiar a millones de ciudadanos estadounidenses y de varios países del mundo.
Este modo de actuar de la actual Administración estadounidense cuenta con el apoyo de los republicanos y se expresa en el prefacio de la Estrategia de Seguridad Nacional, divulgada en octubre de 2022, en el que se dice: “La República Popular China tiene la intención –y cada vez más la capacidad– de reformular el orden internacional a favor de otro que incline el campo de juego global en beneficio propio”. China aspira a ser hegemónica y a sustituir a Estados Unidos como primera potencia mundial, no es ningún secreto, exactamente igual como ocurrió con Inglaterra frente a España en los siglos XVI y XVII o con la Francia de Napoleón frente a Rusia en el XIX. Es la dinámica lógica y esperable en la historia de las potencias emergentes tanto a nivel mundial como regional. La diferencia es que China no ha agredido a ninguna nación, al contrario que Rusia o Estados Unidos, y estas sanciones se producen en el marco de una competencia capitalista y en un sector en el que los chinos pueden adquirir ventaja en un plazo medio de tiempo. Tampoco en esto hay nada nuevo: Estados Unidos invoca la sacrosanta libertad de mercado cuando sus empresas tienen la posibilidad de dominar un sector concreto y, por el contrario, se acoge al proteccionismo cuando sus multinacionales corren el riesgo de no resultar vencedoras.
Entrar en una guerra comercial con China puede minar la colaboración entre países en áreas fundamentales que afectan al interés de todos, como el cambio climático o las estrategias de salud pública, justo en un momento en el que no es posible adoptar medidas relevantes si no es con el concurso de China. ¿Qué papel juega Taiwán en todo esto? No podemos creer realmente que un país como Estados Unidos, que no ha tenido escrúpulos a la hora de violar los derechos humanos en cualquier lugar del mundo, se muestre ahora preocupado por la libertad de un territorio lejano a ellos y ligado a China durante más de 200 años. Estados Unidos está interesado en que un conflicto como el de China y Taiwán entre en una escalada bélica no solo por convertir a los taiwaneses en grandes compradores de equipos militares estadounidenses, sino también porque Taiwán, concretamente por medio de Taiwan Semiconductor Manufacturing Company, la empresa de semiconductores taiwanesa, controla la mitad del mercado mundial de esta industria. Los otros tres campeones taiwaneses, UMC, PSMC y VIS, elevan el control de Taiwán al 65%. Cualquier entendimiento entre China y Taiwán, más allá de enfriar el ambiente bélico entre ellos y frenar la posible compra de armas estadounidenses por parte de los taiwaneses, podría tener como consecuencia el acceso de los chinos a la industria tecnológica de la isla y, por tanto, a la supremacía mundial en esta área, algo que, según muchos analistas, Pekín solo podría lograr por sus propios medios en un tiempo nunca inferior a 20 años.
El error principal de Estados Unidos es encarar el siglo XXI con la mentalidad de enfrentamiento del siglo XVI y no con un espíritu de cooperación que nos permita hacer frente a los desafíos que nos afectan a todos. Existe también un riesgo de guerra entre grandes bloques, cuyas consecuencias serían de dimensiones bíblicas. Europa no debe hacer seguidismo de las políticas de Estados Unidos. Somos países diferentes, con intereses y espacios distintos. Ni sus guerras son las nuestras ni tenemos razón alguna para acompañarlos en sus muchas veces descabelladas aventuras geoestratégicas.