La decisión del Tribunal Supremo de aceptar la querella presentada contra el fiscal general del Estado puede ser correcta jurídicamente, pero resulta escandalosa políticamente. Son dos afirmaciones contradictorias pero que cuadran a poco que uno entre en los detalles.
El Colegio de Abogados de Madrid presentó ante el Supremo una querella acusando, entre otros, al fiscal general del Estado de haber cometido un delito al revelar datos conocidos gracias a su cargo y que no debían ser divulgados. Los datos en cuestión serían los correos entre el abogado de la pareja de Isabel Díaz Ayuso y la fiscalía en los que aquél proponía a esta reconocer que había defraudado a Hacienda a cambio de una rebaja de pena. Estos fueron publicados por la Cadena SER, que los utilizó para desmentir el bulo publicado en El Mundo de que la propuesta había partido de la fiscalía. Más tarde, la propia fiscalía publicó una nota que ratificaba la información de la emisora.
Lo que ha dicho el Supremo es que la filtración a la emisora de radio puede ser delito y que es razonable investigar si detrás de ello está el propio fiscal general del Estado. Así que ha aceptado la querella, junto a otra interpuesta por el propio afectado, y nombrado a un instructor para que investigue. Previsiblemente, lo que hará el instructor es imputar (formalmente, investigar) al Fiscal. Después buscará pruebas. Si encuentra evidencias de que los correos fueron enviados a la Cadena SER por el propio fiscal general o alguien con su permiso, lo acusará y habrá un juicio en el que podrá ser declarado culpable, entretanto el Fiscal general debe ser considerado inocente. De hecho, es probable que no se encuentren pruebas inculpatorias, de modo que no llegue a ser siquiera acusado.
Uno de los lugares desde donde más documentos se pasan ilegítimamente a los medios de comunicación cercanos es el propio Tribunal Supremo. ¿Por qué es jurídicamente razonable la decisión? Pues porque parece que se ha cometido un delito y porque no es descabellado pensar que algún fiscal haya tenido algo que ver. Si se ha cometido un delito, es lógico investigarlo y tratar de hallar al culpable.
Más allá, resulta chocante el afán de los magistrados del Supremo a perseguir las filtraciones de documentos judiciales a la prensa. Sobre todo, porque uno de los lugares desde donde más documentos se pasan ilegítimamente a medios de comunicación cercanos es el propio Supremo. Cualquier periodista sabe que es frecuente que funcionarios y jueces, o quizás alguno de los firmantes del auto, faciliten a la prensa documentos reservados. Sin ir más lejos, la Sentencia del procés, dictada por la Sala Segunda, fue filtrada a El Mundo antes de aprobarse. El magistrado Manuel Marchena se limitó a decir que lamentaba la filtración, pero -pese a que se trataba del mismo delito por el que ahora ha decidido investigar al fiscal general- en esa ocasión no abrió ninguna investigación. Incluso en los casos más notorios, jamás se ha imputado a ningún juez de esa institución por revelar datos reservados. Lo que ahora presentan como un escándalo de la fiscalía general del estado es el pan nuestro de cada día en el propio Tribunal Supremo.
Sin embargo, la decisión del Supremo no es inocente. Para empezar, aunque el Auto es razonable, también era posible haber decidido lo contrario. El derecho tiene estas cosas. El alto tribunal podía haber dicho que no hay apariencia de delito; por ejemplo, porque no sea tan evidente que los correos relativos a un intento de acuerdo sean privados y no se deban divulgar. También podía haber dicho que no hay ni un solo indicio de que el filtrador sea el propio Fiscal general o alguien con su permiso. Es cierto que él mismo asumió públicamente la responsabilidad de todo lo que hicieran sus subordinados en este asunto, pero es dudoso que se refiriera a filtraciones ilegales.
Álvaro García Ortiz se ha convertido desde hace tiempo en la pieza de caza más deseada por los jueces y fiscales más conservadores y cercanos al PP. Estas prácticas –lamentables, por cierto– son habituales en nuestra administración de justicia y suelen quedar impunes. En gran medida porque los periodistas están constitucionalmente protegidos por su derecho al secreto profesional, que les permite no revelar las fuentes de información, lo que reduce mucho los medios de prueba. Gana el derecho a la información, pero pierde una justicia cada vez menos fiable.