El gran imperio de occidente, los romanos, fue el que utilizó el hormigón a gran escala; así se hicieron puentes, vías y acueductos, pero también el Coliseo, el mercado de Trajano y el Panteón de Agripa. Con esta argamasa «construyeron» su imperio. Parece ser que la fórmula la aprendieron de los nabateos.
Durante siglos el hormigón romano fue un secreto, pero ahora sabemos que lo conseguían al mezclar ceniza volcánica con cal –óxido de calcio- y agua del mar. Entre ladrillo y ladrillo, ponían la argamasa, un mortero al que después incorporaban roca volcánica.
Con eso superaron a las civilizaciones que tenían que tallar grandes bloques de piedra para hacer sus monumentos y por ello, jamás pudieron construir una Vía Augusta.
Finalmente, al secar la argamasa, los huecos de la cal eran ocupados por cristales de tobermorita, al tiempo que el agua marina se filtraba por los resquicios de la roca, reaccionando con los restos de las cenizas volcánicas y contribuyendo a la creación de más cristales. En definitiva, el hormigón romano resultante tenía una consistencia muy parecida a la de una roca. Con la ayuda del hormigón, Roma se convirtió en la Ciudad Eterna de la que aún disfrutamos.
Así, cada imperio ha tenido su ladrillo y su argamasa, su factor cohesionador; la emigración y la religión en el imperio español, y la reina y el té de las cinco en el inglés. El de nuestros amigos americanos, el ladrillo ha sido el ascensor social y la argamasa esa libertad ayusina, que aún cada día nos ponen delante de los ojos los medios de comunicación social, escondiendo los millones de pobres y desarrapados que viven en sus calles y la vulneración sistemática de los Derechos Humanos.
Pero, ¿y Europa? Porque la Unión Europea tiene vocación de imperio; lo hemos dicho por activa y por pasiva.
Después de la derrota de las pretensiones nacionales imperiales en dos guerras mundiales y una descolonización posterior, Europa se ha tenido que reinventar. Ha apostado para ser potencia mundial, no en una parte, sino en el conjunto de los europeos, yendo más allá de los estados nación.
En pocos años, se ha pasado de la devastación a ser, según palabras de Giancarlo Fini,“un gigante económico, un enano político y un gusano militar”. Lo estamos constatando ahora con la crisis de Ucrania.
Europa, se está construyendo con ladrillos que están hechos de Directivas y Reglamentos, y la argamasa que se utiliza son las sentencias de los tribunales europeos.
Sorprendentemente, es la primera vez que un imperio apuesta por el aburrimiento para consolidarse. Y los aburridos cargan con el sambenito de que nunca llevarán a cabo acciones gloriosas ni serán empujados a descubrir continentes, invadir países o a tirar la bomba atómica contra otros semejantes. Eso es lo que añoran las clases privilegiadas que viven de glorias pasadas y de líderes carismáticos.
La normativa europea, mercaderes y ciudadanos, todos ellos, la perciben como un avance; es decir, tenemos ladrillos sólidos, pero la argamasa que produce el Tribunal de Justicia de la Unión Europea parece es aún de mayor calidad, y el conjunto de ambos puede durar mil años.
Eso sí, siempre con una mala salud... de hormigón.