Soñar, más allá del involuntario y necesario pasatiempo nocturno, es quizá la razón más poderosa que nos alienta a vivir. Sin nuestros sueños, somos poco más que hormiguitas. Piezas en un engranaje que nos supera y que elimina nuestra individualidad, para que un bien común, que nada tiene que ver con nuestros deseos, nos imponga una razón para existir. Tal que robots o seres sin meta en la vida, ni conciencia.Todos tenemos sueños, los más deliciosos y alargados en el tiempo son aquellos que bordean la imposibilidad, y reconocerlo, no debe impedir nuestra redundante parada en su deleite. Pero son aquellos que casan con la realidad, los que pueden derrumbar con su peso, la formulación de nuevos. Su renuencia puede fortalecernos, si sabemos indagar en el por qué de la importancia que a ellos les otorgamos, y facilitarnos el descubrimiento de unos sustitutos, puede que más verdaderos. Otros sin embargo, negados y necesarios, nos paralizan y terminan devastando nuestra existencia.La crisis que vivimos, con su falta de perspectivas laborales y el paro de larga duración, es un ejemplo de ambos, porque nos fuerza a reinventarnos o a ser no más que meros autómatas sin fin y a merced de que la suerte nos dé un trabajo. La estrategia del hambre también sirve a otro objetivo más maquiavélico. Porque ante su presión, somos nosotros mismos los que nos negamos a pensar en lo que realmente haríamos con nuestra vida, si tuviéramos las necesidades cubiertas, y nos convierte, por supuesto, en manipulables. Nuestro sueño se torna en un deseo impuesto por la penuria, que no es otro que el de pertenecer desesperadamente al engranaje, en retornar a ser una hormiguita con un fin, y poco más.Desterrando una indagación fundamental: ¿realmente son nuestros sueños, auténticamente nuestros?El mercado, la publicidad y los famosos como único modelo a seguir, dirigen nuestros anhelos irreales. Incluso nuestra percepción de la realidad está basada en unos principios que no muestran la cruda realidad, sino una interesada y maniquea interpretación del mundo que nos venden desde películas y series. El simbolismo literario, fagocitado y transmutado por Hollywood en moralina ética, termina calando en nuestra concepción del mundo, haciendo que muchos crean que esa moral rige al autoproclamado mundo democrático. Pero la vida nada tiene que ver con ese supuesto equilibrio, donde el bien, la bondad, el amor, la justicia, la ética y los valores culturales del esfuerzo y la recompensa triunfan siempre; incluso derrotando a los más poderosos adversarios.La realidad, dicen, supera la ficción. Y yo añado, que sólo porque de la realidad conocemos bien poco, por más ufanos y pragmáticos conocedores que nos consideremos. Nos han construido con más partes de ficción, que de realidad, y desafortunadamente a ellas acudimos cuando la desesperanza nos fuerza a analizar las razones de nuestra infelicidad. Pero llegar a un diagnóstico acertado, cuando la ficción se ha apoderado de la imagen que de nosotros mismos tenemos, es una tarea indescifrable. Estamos demasiado bien aleccionados, nos han enseñado a reaccionar, no a pensar; y el resultado nos convierte en rebaño.Comprar y consumir parece el único estado del vivir. Y la meta más gozosa, maquillada ahora con un carácter quimérico e improbable, debe ser la obtención de un trabajo fijo. Cuyo premio es una llave estable y permanente a nuestros sueños, siempre materiales.El acceso a un sustento con el que poder mantener nuestra existencia, es el derecho que todo ser humano debería poder tener para sobrellevar una vida digna, por ello el dramatismo de la situación actual es tan grande. Pero que nos hayan acorralado con la amenaza de perderlo, para aquellos afortunados que lo tengan, y que hayan simplificado nuestra ilusión al único propósito de tener un empleo decente y estable, muestra a las claras la triste y amarga cara del sistema. Solamente, somos números para el poder que no deben indagar y pensar sobre el sentido de sus propias vidas, sino actuar como simples autómatas que cumplen la función que se les otorga.Yo, que me cuento en el excluido grupo de los desempleados, no he cambiado de impresión. Soñaba con poder conocer el mundo y aprender de muchas situaciones y personas, y no quedar recluido a un lugar, un trabajo y una rutina. Aunque, necesito como todos un medio de vida, siempre pensé y sigo pensando que la idea de un trabajo fijo y de por vida, no es la mejor perspectiva para una existencia soñada. Porque una cadena no deja de serlo, aunque aceptarla te garantice el sustento necesario.Decidir y planear lo que será tu existencia futura y atarla a un trabajo de ocho horas, no es más que una forma velada de renunciar a tu libertad. Quizá porque tengas una familia y unos hijos, y sacarlos adelante sea tu orgulloso deber. Pero cuando una sociedad te exige el precio de pasar más tiempo en el trabajo, que el que puedes dedicar a aquellos a los que amas, y a las cosas que te hacen sentirte pleno, no puede ser una sociedad tan pulcra, tan ética y tan honesta como la que nos describen las películas.Y todo ello no es impedimento para que yo siga buscando un lugar en el mundo, y un medio de vida asociado a él. Pero aunque lo necesite como todos, reconozco y reniego de esa intención furtiva y premeditada que con su carestía nos imponen, porque ahí radica el mayor drama, no quieren a seres independientes y pensantes, sino a esclavos. No sólo nos racionan el pan y la sal, para que no podamos acumular, en dinero, el precio de nuestra independencia, sino que sólo nos lo dan a condición de que, tras mucho esfuerzo y soñar, agradezcamos el aceptar sus cadenas.
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