De niño, las vacaciones en la playa, en agosto, eran el premio gordo al cole. Aquellos montones de arena mojada cual castillos de Disney, que se venían abajo ante las "olitas" del Mediterráneo, aquellas horas navegando con cualquier cosa que flotara a diez metros de la orilla, horas al sol por la mañana y por la tarde, esquivando a tu madre empeñada en untarte con Nivea, que luego lo pagabas en aquellas noches insomnes embadurnado en aftersun con la piel de cangrejo. Nada comparado con la historia interminable que era volver de la playa al final de las vacaciones, otra vez a marearte contando pueblos, otra vez a vomitar los filetes de pollo empanado que te comías en el coche, otra vez preguntando ¿cuánto falta?
De adolescente empiezas a descubrir la noche, pero es en la etapa universitaria cuando te vas con los amigos a la casa de la playa que tiene la familia de alguno donde descubres la libertad y el regalo que es alterar los horarios. En mi caso, como en agosto la casa familiar en la playa estaba ocupada, había que ir en julio. Las que lie con Sans y Mon, aquellos días de asueto antes de volver a Madrid a estudiar en agosto lo que no había aprobado durante el año. El día comenzaba a las seis de la tarde, desayunábamos, hacíamos la compra e íbamos a la playa hacia las ocho de la tarde, después ducha, cena y salir de fiesta hasta las diez de la mañana. ¡Qué tiempos! ¡Qué gloriosas "batallitas"!
Como me decía Mon las carreras son para acabarlas, así que, con el tiempo, entras en el mercado laboral, y conoces personas que en ese momento llenan tu vida, y te dedicas a viajar con tu pareja descubriendo pueblos costeros y recónditas calas a punto de gentrificarse, como le va a pasar a tu vida.
Gracias a tus hijos, recuperas el diploma de ingeniero civil y enseñas a tus niños los secretos para que no se derrumben las almenas con las olitas del Mediterráneo, pero el resto del día te lo pasas yendo a la compra, haciendo recados, preparando la comida, y cómo no, de celador de colegio recordándoles que hagan los deberes para luego por la tarde ir con ellos al cine, al castillo inflable, a riesgo que te suelten un "me aburro, qué hago", y aunque te fastidie el móvil es el flautista de Hamelin.
Con el tiempo, tus padres al jubilarse, deciden que se van a vivir a la playa, que tanto el ritmo de vida como la cesta de la compra es más relajado. Un cuarto de siglo después, les ves con la misma jovialidad e independencia, pero ya que vas a pasar con ellos parte de las vacaciones, agradecen delegar en ti ciertas gestiones de su rutina diaria, con lo que aunque, tu objetivo sea ir a la playa a desconectar y descansar, sabes que eres más útil dedicandote a esas importantes gestiones que de repente se han convertido en urgentes, y vas de tienda en tienda, cual gymkana sudando a pleno sol como si no hubiera un mañana. En modo startup solucionando mini problemas durante el día, de reto en reto, de feria en feria, ¡ale-hop!, sin haber desconectado realmente de tu rutina diaria, al intentar solucionar en un par de días, lo que tus padres hacen en una semana.
Nos dicen que es de buen nacido ser agradecido, y ahora toca hacer por tus padres, lo que se desvivieron por tí, e incluso se siguen preocupando por ti. La diferencia, es que como me enseñaron mis padres, no solo lo hago por ser agradecido, si no porque disfruto ayudando, por la simple y gratificante capacidad de ayudar porque puedes ayudar. Sin necesidad de recurrir al karma ni al dar para recibir o al contrario.
Mon, si las carreras son para acabarlas, el premio a la gymkana de gestiones veraniegas, es ir a la playa a las ocho de la tarde, donde Lorenzo ya no calienta y poder empezar a tomar la luna que rige nuestras mareas.
Mientras escribo estás líneas, contemplo las ruinas de los castillos que hoy erigieron en la orilla, mientras la mar susurra sus versos besando la orilla.
¿Te vienes al agua?
¿Volvemos al origen?
GO!