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La sanidad como negocio

20 de Octubre de 2023
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Manifestación contra las políticas sanitarias de Isabel Díaz Ayuso | Foto: Agustín Millán

Aplicando los principios irrefutables del Capitalismo, que asegura que la mejor producción y mercantilización de la vida es la que realiza la iniciativa privada, la sanidad pública, orgullo de España hace unos años, está transformándose, y no poco a poco, en un negocio privado, en manos de las grandes corporaciones sanitarias que dominan ese mercado en medio planeta. Cuyo objetivo, naturalmente, no es el de proporcionar mejor salud a la ciudadanía sino el de ganar dinero.

En Madrid, donde esa operación se realiza por el gobierno con el mayor descaro y desafío a las críticas de la desorganizada y pobre izquierda que está en la oposición, la sanidad pública, carente de medios, maltrata a los pacientes, que nunca como hoy merecen tal nombre. Quiénes pueden, huyen de aquel otrora alabado sistema  que era el modelo de igualdad más envidiado de otros países.  La alternativa para quienes no pueden costearse la pura sanidad privada, son las compañías de seguros médicos que proliferan en nuestro país.

Los hospitales contratados por las sociedades anónimas, que no sabemos dónde residen ni de quien reciben órdenes, funcionan como las factorías del “fordismo”. Muchos clientes para obtener el mayor número de cuotas y pocos trabajadores para pagar el menor número de salarios. Y para qué sirva de aviso a los futuros asegurados, la mitad de los tratamientos e intervenciones que se precisan no están incluidos en las pólizas. Lo descubrirán en el momento de decidir la operación. Se aconseja leer la póliza antes de firmarla, y quien lo hace es un cínico o un ignorante. Porque ni se puede leer por la longitud del documento y los tipos de letra que tiene, ni se entienden las condiciones que exigen ni, sobre todo, se pueden cambiar. Es lo que se llama en términos legales, un contrato de adhesión, es decir lo tomas o lo dejas.  

Recuerden, quiénes todavía vivan, el clásico del cine de Charlot, “Tiempos Modernos”. Recuperen las escenas del actor intentando apretar los tornillos que le presenta la cinta transportadora cada vez más deprisa, que le llevan hasta el desenfreno y la neurastenia. El hospital es hoy la fábrica de Charlot. Los pacientes somos los tornillos. El producto que proporciona los ingresos. Los médicos, enfermeras, celadores, secretarias, los trabajadores que deben apretar los tornillos, cada vez más deprisa para que se atornillen todos en el turno laboral y cumplan los propósitos económicos de la multinacional sanitaria.

Hoy no hay médicos sino técnicos. En un ataque de nostalgia, anacrónico e ineficaz, recuerdo a aquellos galenos que iban a las casas a visitar a los enfermos. Quizá quede algún superviviente que me acompañe en el recuerdo. Subían a los pisos más altos sin ascensor, cargando el instrumental. Saludaban con cordialidad a la familia que les había llamado y se detenían a observar al enfermo o enferma. Le preguntaban cómo se encontraba y los síntomas de su malestar, le miraban el blanco de los ojos, le hacían sacar la lengua, exploraban con una linternita la garganta, le auscultaban con el estetoscopio, escuchaban aplicando la oreja al pecho los latidos del corazón y los suspiros de los pulmones, le tomaban el pulso, le preguntaban qué había comido, cómo dormía, y todas las demás funciones orgánicas que había realizado. Hablaba con la familia sobre las características de su vida, de su trabajo, de los problemas que vivía y algunas veces, no todas, encargaba un análisis de sangre. Pero no se iba sin dictar un tratamiento que aliviara el sufrimiento del paciente. Y pocas veces se equivocaba.

Hoy, el médico ni mira al paciente, algunos ni siquiera contestan al saludo cuando se entra en el consultorio, porque tienen la vista fija en la pantalla del ordenador. Hacen pocas preguntas y no escuchan las respuestas, en dos o tres minutos han escrito e impreso las pruebas a que debe someterse el enfermo, que a veces padece malestares que no le permiten una movilidad ágil, y han despedido al cliente. Cuando este regresa provisto de los resultados de resonancias magnéticas, análisis de sangre y de orina, ecografías, tacs de esto y de aquello, que le ha costado varias semanas reunir, el médico se dedica a observar las indicaciones de los documentos, y sin mirar al paciente, al que difícilmente reconocería ni en el pasillo del hospital, extiende las recetas que hacen ricas a las empresas farmacéuticas. Entre algunas singularidades, España es el país de Europa que más antibióticos y tranquilizantes consume.  

Si el tratamiento recetado no da el resultado que el doctor espera, siempre será porque el enfermo no ha seguido bien sus instrucciones o tiene una extraña constitución diferente a la de los demás mortales. En todo caso se repetirán las pruebas o se procederá al internamiento hospitalario si es necesario -no en el caso de los ancianos de las residencias de mayores de Madrid que murieron abandonados por no haber sido ingresados en los hospitales, porque estaban llenos- y se volverá a empezar el calvario de viajes a los consultorios con su rosario de esperas, tratos despectivos y frustraciones. 

Si el estado del enfermo es tan débil y sufriente no irá el médico a su casa, le dirá que llame a una ambulancia y acuda a Urgencias, y allí estará almacenado X tiempo, viendo como a su lado una anciana padece la agonía, un albañil aguanta como puede una pierna rota en un accidente laboral, escuchará toser espasmódicamente a un niño, llorar a otro, gemir a la embarazada que tiene una hemorragia, etc. etc. durante un tiempo indeterminado. Cualquiera de mis lectores se sentirá identificado.

Los enfermos que no estén graves y puedan elegir que no acudan a los consultorios de los hospitales, busquen gabinetes médicos más modestos. Las colas de pacientes en las salas de espera de los hospitales son interminables, amontonados todos como en las estaciones donde los que huyen de una guerra aspiran a poder a subir a un tren. Y las secretarias que reparten las visitas los tratan con impaciencia y malos modos. Después de esperar tres cuartos de hora, cuando pregunté cuando me tocaría mi turno, la recepcionista me respondió con mala cara y tono impaciente que no la molestara que estaba ocupada. Porque naturalmente ellas están ocupadas pero los pacientes no, porque estos no tienen nada más qué hacer que sentarse resignados en las salas de espera y estar en pie en las colas de las ventanillas. Con la diferencia de que mientras ellas cobran su sueldo nosotros se lo pagamos.

Los profesionales que atienden esas consultas están malhumorados y estresados. He leído que algunos deben atender ¡60 visitas! en una mañana. Y los de la sanidad privada cobran menos que los de la pública. Estos se han quejado en varias ocasiones, sobre todo en Madrid, recurriendo incluso a convocar alguna huelga, pero los pacientes no. Haciendo gala de su condición, esperan y esperan en las salitas de los hospitales, niños, mujeres, viejos, pálidos, ojerosos, cansados, con resignación. Cuando yo me he removido en el asiento y comentado impaciente y molesta el tiempo que llevábamos allí y la necesidad de que protestáramos, me han mirado con sorpresa y reproche. Estaba disturbando la pacífica y silenciosa espera.

Después de este resumen de las desdichas de los enfermos en el Madrid de hoy -me temo que en toda España- que me ha servido de desahogo, pero temo que de nada más, buscaré un curandero amable y servicial que me escuche, finja que me comprende y me distraiga con su cháchara mientras quema sándalo y reza conjuros. Hipócrates, el padre de la Medicina, cinco siglos antes de Cristo, decía que había tres maneras de curar: por la farmacopea, por la alimentación y por la palabra. Pues eso.

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