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Las causas probables del ascenso de la extrema derecha en el mundo capitalista

22 de Junio de 2024
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Abascal Mayoria Absoluta

El fenómeno político más llamativo de nuestra época reciente, que con propiedad algunos califican como la época de los dirigentes autoritarios, es el auge de la extrema derecha en los países capitalistas partitocráticos. Hay quien prefiere llamarla nueva derecha radical, ultranacionalista o populista, y los más beligerantes, derecha neofascista. Por alguna razón, una multitud decepcionada y colérica, en parte trabajadora, que se siente lastimada, discriminada o insuficientemente atendida por las instituciones en las que había confiado, se vuelca en esa opción política. Ni Franco, ni Hitler, ni Mussolini han resucitado, por más que el revisionismo histórico dedique a sus regímenes una mirada nostálgica y aliente una relativa comprensión. Se trata de un fenómeno bien moderno. Para un mejor entendimiento del mismo habrá que estudiar el contexto en el que se ha producido para desvelar uno a uno los factores que han contribuido a su eclosión y desarrollo. En primer lugar, la desaparición del movimiento obrero.

En el Estado español, al menos, desde los ochenta del siglo pasado, no podemos hablar ni de movimiento obrero, ni de autonomía proletaria, ni de conciencia de clase. Las subidas salariales conseguidas en la década anterior, el temor al paro, sumado todo a la intervención de los sindicatos organizados bajo el paraguas gubernamental que acapararon la negociación y desarticularon los mecanismos asamblearios, provocaron una ola de conformismo tan generalizado que determinó un desclasamiento imposible de revertir. La preponderancia del sector terciario, la automatización de los procesos productivos, la reconversión industrial, la instalación en la periferia de las masas obreras de las grandes urbes y el crecimiento económico relativo a las primeras fases de la globalización, posibilitaron una atmósfera consumista que dio origen a una nueva clase media asalariada. Era el final del movimiento obrero autónomo. El nuevo estilo de vida creó una mentalidad individualista y competitiva muy alejada de los valores que caracterizaron antaño a la clase obrera. Entonces, la vida privada desplazó por completo a la vida social, permitiendo que el sindicalismo y la política se profesionalizasen y se corrompiesen, integrándose en el mundo de la mercancía en tanto que trabajo bien remunerado y oportunidad de ascenso social, claro está, siempre al servicio de los intereses dominantes.

La inmersión en la vida privada, el aislamiento social típico de los bloques del extrarradio metropolitano, la indiferencia hacia la política -traducida en aceptación pasiva del sistema parlamentario-, el endeudamiento y la preocupación por la seguridad fueron los rasgos que mejor definieron a la nueva clase media, o mejor, a la “mayoría cautelosa”, tal como la llamarían posteriormente los asesores del último presidente socioliberal. El nivel de ingresos era secundario, pues apenas alteraba la ideología mesocrática: todavía hoy, cuando la clase media real se empobrece a marchas forzadas, el 60% de la población se considera miembro de esa clase y solamente el 10% se percibe a sí misma como clase trabajadora. El factor clase media ha sido determinante en la parálisis social que se ha mantenido incluso en una situación de clara desigualdad y degradación del llamado por sus panegiristas “Estado del bienestar” o “Estado de derecho”, o más concretamente, en el deterioro de los servicios públicos que justificaban el dominio paternal del Estado. El miedo paraliza y esa es la gran pasión de una clase que ignoraba la solidaridad y no sabía qué hacer con la libertad. El pánico alimenta sus fantasmas frente los cuales la demanda de protección contra todo enemigo real o imaginario ocupa el primer lugar de sus reivindicaciones.

La hegemonía de la clase media tuvo consecuencias no solo prácticas, como el abandono del anticapitalismo en los medios populares, sino ideológicas, con el concepto comodín de “ciudadanía”, nuevo sujeto político imaginario del discurso izquierdista. Curiosidades extravagantes habituales en las universidades americanas como el credo queer, la ecología profunda, la interseccionalidad y la teoría crítica de la raza, se expandieron por Europa a una velocidad increíble en los movimientos sociales posmodernos y en la política, hasta lograr que su vocabulario penetrase en la lengua común de los activistas a la page y de los políticos más en la onda. La demolición de las nociones de clase, razón, revolución, emancipación, alienación, apoyo mutuo, proletariado, memoria, comunismo, etc., permitió instalarse al disparate, el contrasentido y el delirio en el pensamiento especulativo y el lenguaje militante, alentando toda clase de conductas irracionales y sectarias. El enemigo explotador ya no eran la burguesía opresora y el Estado; bajo los nuevos parámetrosprogresistas era el hombre blanco heterosexual y omnívoro, potencial racista y violador. La lucha de clases fue sustituida por la lucha de géneros. El sentimiento identitario lo hizo con la conciencia proletaria, y la idea de “diversidad”, con la de universalidad. Los piquetes obreros y las huelgas fueron relegados por el escrache y la “cultura de la cancelación”. La defensa del territorio se contemplaba como lucha contra el patriarcado... y así sucesivamente. En dos décadas de posmodernidad pequeño-burguesa se produjo una contrarrevolución cultural completa. Las revoluciones que ejercían de pilares históricos para las protestas dejaron de ser referencias. En definitiva, el pensamiento libre, racional y revolucionario quedó liquidado en provecho de la doctrina woke. La dominación financiera está tan consolidada que hoy no necesita razones, le basta con tener la sinrazón de su parte.

La crisis de las finanzas sobrevenida en 2008 sacudió la sociedad capitalista hasta los cimientos. El decantamiento del Estado por los bancos junto con la insuficiencia de paliativos en materia social acarreó una importante desafección hacia los partidos mayoritarios, sin duda el factor principal del auge derechista. El declive y descrédito de los gobiernos alumbrados por el juego partidista, tipificado y etiquetado como “democracia representativa” o simplemente “democracia”, era manifiesto. La clase media -sobre todo sus sectores con rentas bajas y pocos estudios- reaccionaba duramente contra la élite financiera, el Gobierno y las Cortes apoyando a partidos críticos improvisados por la derecha y por la izquierda, y promocionados por los medios de comunicación a bombo y platillo. No tardarían en ser asimilados por el sistema que querían regenerar. El espectáculo de la renovación logró conjurar de momento la crisis política; la económica se contuvo de mala manera con la reducción del gasto público y los intentos de reconversión “verde” de la producción y el consumo. La farsa duró poco ya que la crisis migratoria de 2015 y el episodio de la pandemia aceleraron su fin. El descontento general causado por a dificultad de encontrar trabajo, los empleos precarios, el precio de la vivienda, la desatención sanitaria, las pensiones minúsculas, el precio de la gasolina, etc., no hizo más que acentuar el desapego a la política y reforzar la convicción en la población afectada de que el parlamentarismo había fracasado y ya no funcionaba. Gracias a una crisis prolongada, aparentemente sin salida, el secreto de la élite política se hacía público: no era más que una casta con intereses propios, ajenos a los de sus electores, pero estrechamente ligados a la pervivencia del capitalismo. Las consecuencias del malestar y la frustración de inmediato se hicieron notar con unos niveles de abstención altos y la aparición de partidos populistas que explotaban la sensación de inseguridad de la población atemorizada y lanzaban consignas confeccionadas con los tópicos woke de la izquierda posmoderna vueltos del revés. Si la corrección política, el alarmismo climático y el lenguaje inclusivo ya eran acervo de la clase dirigente, el insulto, el negacionismo y el sexismo compondrán el idioma antisistema del presente. Así lo entiende la nueva populachería, bastante hábil para hacer suyas a su manera las reivindicaciones sociales que los partidos clásicos y sindicatos, demasiado incrustados de las estructuras de poder, han descuidado.

La misoginia, la homofobia, la transfobia y el racismo vendrán a adornar sin demasiada originalidad un discurso que reivindica la familia tradicional, la religión católica, el género biológico, la propiedad, la españolidad y los mitos patrióticos. Desaparecidos los ideales universalistas de la clase obrera, su lugar va siendo ocupado por proyectos identitarios nacionalistas, abiertamente xenófobos, hostiles al pluralismo cultural y a las lenguas vernáculas. En ellos, el extranjero es el enemigo supremo, la mayor amenaza para la identidad. Particularmente si es musulmán. La pobreza extrema provocada por la mundialización y la geopolítica en muchos países empujó a montones de inmigrantes hacia las metrópolis capitalistas, donde sobrevivirán con los trabajos basura que nadie quiere, rellenando los vacíos que deja en su retirada una población laboral envejecida. La racialización del proletariado ha sido otro de los factores que explican la progresión de la ultraderecha, pues no solo ha proporcionado a las masas lumpenburguesas un chivo expiatorio ideal, el emigrante indocumentado, presunto delincuente, sino que desvía la atención del verdadero enemigo, la clase dirigente capitalista y sus auxiliares políticos.

La presencia de otros modelos de capitalismo más efectivos como el ruso y el chino, tutelados por hombres fuertes apoyándose, bien en poderosos aparatos policiales y militares, bien en tentaculares burocracias politico-administrativas, ha constituido una fuente de inspiración y un referente para los disidentes del conservadurismo convencional y demás “demócratas alternativos” antiprogresistas. Por eso son partidarios de no alinearse con la política exterior norteamericana. Para el pensamiento autoritario posideológico la inutilidad de los parlamentos se hace extensible a la de los partidos, sindicatos y leyes garantistas, a la vez que el naufragio del liberalismo económico en sus vertientes keynesiana y tatcherista obliga a poner la dirección política de la economía en manos de un líder providencial en buena relación con Rusia, Irán y China. Sin embargo, la derecha extrema no es radicalmente antieuropea, ni se proclama contraria al sistema parlamentario: se inclina a cambiar la UE y los parlamentos desde dentro y poco a poco. En cuestiones institucionales se muestra bastante moderada, puesto que quiere ser ante todo un partido del orden. Para ello ha de ganar elecciones. Y pactar. De nuevo la tecnología proporcionará los instrumentos necesarios para hacer realidad la estrategia ultra: las redes sociales. Será el factor definitivo.

Las redes han desempeñado el mismo papel que jugó antaño la radio en el advenimiento del partido nazi. En los últimos diez años, la información y la política han sufrido una transformación profunda gracias a los algoritmos de las plataformas. La influencia de la prensa oficial ha caído en picado. La comprensión del tiempo se ha oscurecido: el futuro, lugar de las utopías, ha dejado de contar; el pasado, en tanto que depositario de una Edad de Oro a elegir, no sirve más que para legitimar la identidad escogida. El presente es el tiempo hegemónico; el mundo de las redes se ha vuelto furiosamente presentista. En la sociedad de la inmediatez ignorante, la ciudadanía del posizquierdismo se ha convertido en multitud digital, masa que se informa, alimenta anímicamente y se coordina en el ciberespacio en tiempo real. La ocasión, que por otra parte abría las puertas a un control social exhaustivo, fue aprovechada políticamente por los movimientos izquierdistas emergentes, pero fueron las páginas posfascistas quienes terminaron por llevarse el gato al agua. Su fusión con las redes y las aplicaciones alumbrará un monstruo imposible de frenar. En el cibermundo, los contenidos aberrantes e irracionales despiertan mucha más atención, puesto que provocan reacciones emotivas, polémicas y causan indignación. Por eso, la desinformación, los rumores, las mentiras, los complots y los bulos, adquieren en la web carta de naturaleza: proporcionan a las comunidades virtuales descontentas las nuevas claves para interpretar la realidad. Una fake new se propaga seis veces más rápido que una información verídica. Pues bien, existe un pueblo desencantado y resentido que odia a los políticos (sobre todo a los antiguos antisistema cooptados por el poder, a los izquierdistas apoltronados) y es cada vez más receptivo a los argumentos que provienen de una realidad paralela a la que describen los periodistas progubernamentales, por lo que resulta fácilmente manipulable por expertos en caos. La información y la política han dado un salto cualitativo en la falsificación al tiempo que la conciencia histórica ha marchado hacia atrás. Desmemoriado y presa de los algoritmos, el pueblo yano es el que era. Ni tampoco la rabia popular.

Sin diques eficaces y favorecida por la crisis -económica, medioambiental, política, cultural- la marea ultraderechista va a seguir captando adhesiones en los pequeños agricultores, la clase media empobrecida y los trabajadores blancos en vías de exclusión que habitan en las ciudades pequeñas, en las periferias de las grandes y en las áreas desindustrializadas. Está apoderándose de la base social del viejo estalinismo, políticamente liquidado tras la caída del Telón de Acero. Paradójicamente, la extrema derecha da menos miedo que el stablishment. El nuevo rumbo europeo al que obliga la futura catástrofe presenta rasgos similares a los que pregona el extremismo. La improbable salida exige medidas desreguladoras en temas medioambientales, políticas de austeridad, aranceles a la importación, cambios en los planes de defensa (especialmente en lo que concierne a Ucrania), alternativas al empobrecimiento y preceptos restrictivos en materia de migración y libertades, algo que solo tiene cabida dentro de un repliegue nacionalista. De triunfar la derecha radical, el desmantelamiento controlado de la Unión Europea, sueño de la burguesía ilustrada vencedora del nazismo, se perfilará en el horizonte. El fundamento político que lo sostenía, la alianza entre socialdemócratas y conservadores bendecida por Washington, se irá al garete. En términos de poder real, significaría que parte de los ejecutivos transnacionales se están planteando la continuidad del proyecto europeista, que empieza a resultar oneroso y políticamente cada vez menos viable. Con su final se cerraría un nuevo ciclo capitalista y un nuevo capítulo de la dominación burguesa. Ante los resistentes al desastre se abre un panorama desalentador, aunque inestable al punto de que todas las salidas son posibles. Incluidas las mejores.

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