Ahora que por todas partes se celebra y festeja a bombo y platillo el llamado “Día del libro”, incluso la “Semana del libro”, uno se atreve a decir que no debería existir ningún día, ni semana ni mes del libro, porque eso sería tan redundante e innecesario como celebrar el día de respirar, o el día de comer y beber. Actividades tan imprescindibles, tan básicas y esenciales para la vida, que no hace falta recordatorio ni conmemoración alguna para apreciar y valorar su importancia.
Los que vivimos rodeados de palabras escritas, habitados y alimentados por ellas no necesitamos que nos recuerden el placer de leer. No necesitamos que nos estimulen el hábito de la lectura porque vivimos en él, experimentamos a diario sus benéficas y saludables propiedades, ese íntimo gozo del que ya no podemos prescindir porque nada, o casi nada, nos procura tanta satisfacción, tanta seducción y atracción, tanta pura alegría, tanto placer como abrir un libro y sumergirnos en él.
Dice la escritora y ensayista Irene Vallejo que mediante la lectura, el lector se queda suspendido, apartándose del mundo para acaso comprenderlo. En un mundo tan pragmático como el actual, la lectura, cuando uno quiere defenderla, sostenerla, manifiesta o argumenta que ayuda a comprender a uno mismo y a los demás. Hace que no veamos al otro como un extraño. La lectura es una forma de desaparecer de la realidad y de la temporalidad y refugiarse en un mundo cuyas reglas elige el lector. Elige cuándo entrar y cuándo salir, el tiempo sigue otro compás. En una hora de lectura se pueden atravesar años de una historia. Leer un libro es lo más parecido que existe a entrar en la mente de otra persona. La mayor intriga, lo más misterioso y enigmático es conocer cómo funcionaba la mente de otras personas, si veían el mundo como lo veo yo, o de otra forma. Leer es vivir por un tiempo en otro cuerpo y ver la realidad desde otras coordenadas. Todo eso se puede hacer con un libro. Se puede viajar en el tiempo, se puede escuchar la voz de los muertos. Estas cosas parecerían arte de magia si alguien nos las contase y luego nos dijera que esto es lo que significa el libro. Leer es una actividad muy especial, muy fascinante para ciertas personas. Y hay que reivindicar el lugar que tiene hoy en el mundo, en este presente en el que vemos que están en crisis tantas certezas. Las redes sociales que tanto han hecho para ponernos en comunicación a unos con otros, tienen también unos peligros como es el de empujarnos al enfrentamiento, a la discusión, al ataque, que parece que es lo que más atracción tiene, lo que más llama la atención por parte del público.
Sin embargo los libros, lejos de incitarnos al enfrentamiento, lo que hacen por nosotros es explicarnos el punto de vista de otras personas, colocarnos en otra piel, en otro lugar, en otro país, en otras vidas. El recientemente desaparecido Mario Vargas Llosa en su libro de ensayos titulado “La verdad de las mentiras” decía que somos lectores porque somos incapaces de resignarnos a vivir solo esta vida, y entonces tenemos ese apetito de existir de otras formas, en otros lugares y con otras identidades. Además, sostiene Vallejo, la lectura es un gran ejercicio para fortalecer la democracia, porque la democracia nos pide tomar decisiones, no solo en función de nuestros intereses, sino también teniendo en cuenta su impacto entre otras personas. Nos hace ver la necesidad que tenemos que pensar en colectivo, no solo de una forma individual. Eso fortalece las comunidades, eso nos hace entendernos y ayuda a disminuir los conflictos, a intentar encontrarnos a través de la palabra, a buscar soluciones para ayudar al prójimo. En el mejor de los casos, la lectura puede ayudarnos a acercarnos a ese ideal. Por eso leer es un acto profundamente humanístico en un mundo que parece empeñado en premiar solo la rentabilidad instantánea. El beneficio, el dividendo, la ganancia, el lucro puro y duro, sin más
Para algunos lectores, entre los que me hallo, escribir es un efecto, una secuela del frecuente ejercicio de la lectura, del continuado contacto con ese encantamiento, esa fascinación, ese ilusionismo, esa magia que termina por imantarnos a los lectores que nos “frotamos” continuamente contra el “imán” del libro. Y ese “roce” cotidiano, ese hechizo, esa seducción, ese encantamiento que nos producen algunas lecturas, hacen que sucumbamos sin remedio a la tentación de escribir. Una tentación que se convierte en una necesidad íntima, en un continuo ejercicio de un aprendizaje que no acaba nunca, de la misma manera que nunca se llega a pisar la línea del horizonte. Decía Truman Capote que “cuando Dios entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Yo no creo que el dominio del arte de la escritura sea un don de Dios, sino solo el resultado de una intensa dedicación de años; el fruto de una pasión, de un empeño, de una tenacidad y perseverancia sin límites, pero si creo que cada escritor tiene siempre a mano un látigo con el que a menudo se autoflagela.
Cuando me preguntan, y llevan muchos años haciéndolo, si sigo escribiendo, siempre les respondo que preguntar eso es como preguntar a un cojo si sigue cojeando. Les digo que al igual que un cojo no puede dejar de cojear, un escritor no puede dejar de escribir, porque es su naturaleza, su manera de ser y estar en el mundo. Pero no todo el que escribe es un escritor, de la misma manera que no todo el que canta es un cantante. Escritor es el que domina el arte de escribir. Y muy pocos pueden decir que dominan ese arte. William Faulkner, quizás uno de los escritores que más dominaron ese arte, siempre expresaba una actitud crítica ante su propio trabajo, considerándolo siempre imperfecto, siempre susceptible de mejora. Solía decir que “el escritor nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores, sino tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por demonios”. Faulkner, que siempre fue considerado un maestro de escritores, habló de la incapacidad de la palabra para expresar la complejidad de la realidad. También dijo que todos los escritores habían fracasado en ese empeño, solo que unos habían fracasado mejor que otros. De todos ellos: Scott Fitzgerald, Hemingway, William Styron, John Dos Passos, Henry Miller…, Faulkner dijo que Thomas Wolfe fue para él “el mejor fracaso de la narrativa norteamericana”.
Todos los escritores son buenos lectores, tienen que serlo para aprender ese raro, duro e incierto oficio. Si no leemos, no sabemos escribir, y si no sabemos escribir, no sabemos pensar. Solo leyendo podemos pensar bien. Faulkner decía que todos los años leía El Quijote y Moby Dick. No son ésas malas tablas de gimnasia, mal entrenamiento, para pensar y después escribir. El arriba firmante, desde muy joven, siempre ha sido muy de Faulkner, y también de Cervantes y de otros muchos grandes escritores nacionales y extranjeros, cuyas obras he leído, además de con un gran placer, con un gran interés, y en algunos casos con una atención y una curiosidad como deben sentir los entomólogos por algunos raros y fascinantes insectos. Y esta exploración e indagación de obras y autores de toda condición me ha llevado a intentar imitarlos lanzándome a escribir historias. Un aprendizaje que solo se lleva a cabo escribiendo, primero imitando descaradamente a los autores que admiras y después buscando una voz propia. El resultado de tanta afición, de tanto apego, amor y devoción, y casi obsesión, por la lectura y la escritura se materializó en varias novelas, las primeras solo fueron solo tentativas, novelas de aprendizaje cuyo destino fue dormir en el fondo de un cajón, esperando, como Lázaro, la voz de levántate y anda. Y más tarde, ya con el rodaje hecho, si es que se puede decir eso en este oficio, escribí algunas más logradas, con mejores hechuras y fundamento. Y una de ellas, titulada “Escombros de la memoria y el deseo” fue mi primera novela publicada en 2009 por Ediciones Libertarias. Y ahora, catorce años después, he tenido una recaída y me he atrevido a reunir varios cuentos que tenía desperdigados, y publicarlos con el título de “Cuentos escogidos” un libro publicado por la editorial Celya. No soy quién para recomendar este conjunto de relatos, sería mucho atrevimiento hacerlo. Simplemente informo de su existencia, por si a alguien le da la idea de leerlo. Una buena o mala idea que solo podrá constatar el lector después de leer los cuentos.
Y de entre las miles de frases que fueron escritas para animar a leer, hay una frase de Somerset Maugham que no deberíamos olvidar nunca: “Adquirir el hábito de la lectura y rodearnos de buenos libros es construirnos un refugio moral contra casi todas las miserias de la vida”. Jorge Luis Borges ponía la lectura por encima de la escritura “Uno no es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”. Feliz día del libro, y felices también los otros trescientos sesenta y cuatro días del año llenos de muchos y buenos libros. De muchas y buenas lecturas.