Uno de los grandes debates solapados en los que vivimos, uno de los problemas con los que nos enfrentamos, una de esas obsesiones que subyacen bajo nuestro miedo, ese miedo que atenaza nuestras decisiones sobre el futuro, lleva el nombre de empleos amenazados.
La gran pregunta sin respuesta que nos hacemos es si en el futuro inmediato perderemos el trabajo y nuestras fuentes de ingresos por culpa de la digitalización. El poder de las máquinas sobre nuestras vidas no viene de ahora. Cada nueva herramienta ha cambiado nuestras vidas a lo largo de la Historia.
Pero esos cambios comenzaron a acelerarse desde el momento en que los humanos inventaron la máquina de vapor. Ya los primeros luditas se enfrentaron a esas transformaciones y comenzaron a destruir las nuevas máquinas textiles, agrícolas, industriales. Temían la desaparición del empleo existente. Temían un paro masivo.
Sin embargo la producción aumentó, el consumo se disparó y el empleo terminó creciendo. Aquellos cambios permitieron, no sin luchas constantes, no sin organización de los trabajadores, que el aumento de la productividad y de la riqueza se tradujera también en reducción de la jornada de trabajo y en mejoras de los salarios.
La revolución digital tiene algunos componentes distintos. Está haciendo que muchos trabajos, no sólo mecánicos, sean realizados directamente por las máquinas. No hablamos sólo de trabajos rutinarios, sino de gestión de la información, control de procesos productivos, pagos y cobros.
Pero también está ocurriendo que no desaparecen sólo los empleos rutinarios. Muchos trabajadores y trabajadoras intentan encontrar trabajo en puestos a los que ya no pueden acceder con su nivel de cualificación. Los trabajadores cualificados buscan y aceptan puestos de trabajo de menor cualificación, a tiempo parcial, o peor retribuidos.
Cada vez más trabajadores comienzan a plantearse la necesidad de formarse, invertir tiempo y dinero en la adquisición de cualificaciones que les permitan trabajar en niveles superiores y cobrar mejores sueldos. Aquí surge el primer foco de desigualdad.
No todos tenemos el mismo tiempo y el mismo dinero para acometer esos procesos. Habrá nuevos empleos, pero no serán accesibles para todos en igualdad de condiciones y ello tendrá consecuencias en la convivencia social y en la política de lo cotidiano.
Las estrategias políticas y empresariales, las inversiones públicas destinadas a cualificar a los trabajadores para que se adapten a la nueva realidad digital, pueden paliar los efectos y el impacto de la revolución tecnológica en nuestras vidas y en nuestros trabajos.
Es cierto que muchos puestos de trabajo se habían salvado hasta el momento porque las máquinas tenían facultades limitadas a una programación de tareas e instrucciones lógicas. Esto hacía que muchos procesos requirieran la supervisión y el diseño humano.
Pero esto está cambiando. Las máquinas se independizan, asumen la gestión masiva de datos de todo tipo, aprenden de forma automática y eso hace posible que muchos trabajadores se vean desplazados por máquinas que conducen vehículos, diagnostican enfermedades, operan a pacientes, dirigen el aprendizaje de personas, controlan y manipulan la genética, interactúan con personas y con otras máquinas.
A estas alturas parece evidente que muchos puestos de trabajo van a desaparecer y que no sabemos exactamente cuáles serán los que aparezcan.
Estamos en los comienzos de esta revolución digital y tecnológica. Haremos mal en creer que las cosas transcurrirán como en el pasado y que los trabajos que desaparezcan serán simplemente sustituidos por otros nuevos, más abundantes y mejor pagados.
Ni esto ni lo contrario será necesariamente verdad. Lo que sí podemos aventurar es que nos movemos ya en un escenario de transición terriblemente complicado, complejo, desequilibrado. El mercado no va a producir por sí mismo el equilibrio entre las transformaciones, el empleo y los salarios.
Lo verdaderamente preocupante es que esta revolución que se nos viene encima amenaza con dejar en el camino a quienes cuentan con menos recursos y menos tiempo disponible para cualificarse y adaptarse a un mundo acelerado y cambiante.
Son los gobiernos, los sindicatos, los empresarios, las instituciones educativas, los que tienen la obligación de proteger a las personas y de facilitar su educación, como primera condición para la igualdad. O eso, o la aceptación de un mundo tóxico y autodestructivo, fracturado, desigual y en conflicto permanente.
Un mundo en el que todos seremos perdedores, porque nadie tendrá futuro.