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Los tres dioses del triángulo del poder político

13 de Diciembre de 2016
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La política es tanto el arte (en su vertiente práctica) como la ciencia (en su vertiente teórica) que se ocupa de gestionar y estudiar los conflictos que se desarrollan en el territorio del poder, por lo que la política ante todo está íntimamente relacionada con el poder, y por ende, con las relaciones de mando y obediencia. Como recuerda el sociólogo Manuel Castells, el poder es el proceso fundamental de la sociedad, puesto que ésta se define en torno a valores e instituciones, y lo que se valora e institucionaliza está regido por relaciones de poder. Esta circunstancia debe tenerla presente cualquier interesado en la materia, y lo cierto es que no siempre se aborda en los medios de comunicación, por lo que en estas líneas voy a tratar de desgranar en qué consiste el poder (y más específicamente el poder político), cómo se origina y cuales son sus fuentes principales. Pero para ello, primero es necesario definir brevemente un concepto tan escurridizo como es el poder, ya que el poder no es un objeto ni una sustancia, sino una relación, y concretamente “es la capacidad para hacer que otros hagan lo que uno quiere o que otros no hagan lo que uno no quiere”, según la didáctica definición que nos ofrece el politólogo Ramón Cotarelo. A su vez, el poder tiene una doble faceta, ya que es al mismo tiempo realidad y proyección, fuerza y sombra.

Pero llega un momento en que el poder deja de ser algo particular y se impone sobre el conjunto de la comunidad, y es ahí entonces cuando ya podemos hablar específicamente de “poder político” y no simplemente de poder en términos generales, aunque es importante matizar que esta concepción de poder político va muchísimo más allá de lo meramente institucional (aunque a veces tendamos a confundir ambos términos). Y es que en nuestra vida nos encontramos sometidos al poder político de innumerables formas, pero muchas veces éstas llegan a ser tan sutiles y sofisticadas que provocan que ni siquiera seamos conscientes realmente de la relación de dominación y sumisión que conllevan, pero existir desde luego existen. Desde la obligatoriedad de acudir al colegio cuando somos pequeños, hasta el pago de los impuestos, pasando por la necesidad de obedecer a un policía que nos para por la calle o acatar una sentencia judicial de algún tribunal, el poder político logra hacernos acatar un orden establecido en base a una jerarquía social concreta y a unas normas muy determinadas, y nosotros casi siempre (sea por coacción, por consentimiento o por utilidad) lo aceptamos.

¿Y el estar sometidos a un poder político es inherente a la naturaleza humana? Para nada en absoluto. Nuestros ancestros de las hordas primitivas del Paleolítico, dedicados a la caza y a la recolección, no estaban sometidos a ningún tipo de jerarquía (a excepción quizás de la edad), y su vida nómada impedía la acumulación de alimentos o de utensilios más allá de lo que uno mismo podía transportar con sus manos. Sin embargo, con el descubrimiento de la agricultura y la ganadería, y la consiguiente sedentarización de los humanos en aldeas que se produce en el Neolítico, poco a poco comienzan a aumentarse las reservas alimenticias, lo que da lugar al surgimiento del comercio, al crecimiento demográfico, y a la división del trabajo, estableciéndose la estratificación social. Entonces, algunas personas privilegiadas comienzan a acumular más riquezas que otras, surgen una casta guerrera y otra sacerdotal, y de ellas emergen jefes y magos que bien recurriendo a la coacción a través de la violencia, a la persuasión a través de la religión o al chantaje a través de las reservas, comienzan a imponerse sobre el resto de miembros de la sociedad, al tiempo que las nuevas ciudades se llenan de murallas para proteger al pueblo de la amenaza exterior, y a su vez el jefe (convertido en rey), se atrinchera también en un palacio para protegerse de su propio pueblo. Han nacido las élites y los subalternos, las estructuras estatales, y por ende, las relaciones de dominación política más o menos tal y como las conocemos desde entonces hasta la actualidad.

¿Pero cómo hemos llegado a este punto? ¿Por qué la inmensa mayoría de la sociedad consiente en ser dominada por una minoría? Cuatro teorías de las ciencias sociales explican el origen del poder político: la funcionalista (para la que el surgimiento de las élites es el resultado de la necesidad de armonizar las diversas partes de las que se compone una sociedad), la liberal (el orden establecido surge del pacto social para garantizar la protección de la vida y de la propiedad), la marxista (la dominación social surge como resultado de la apropiación de los medios de producción por unos pocos que comienzan a explotar al resto de la comunidad, constituyendo así una clase privilegiada) y la militar (para la que el origen del poder está en la guerra y en la conquista, ya que los que se imponen en el campo de batalla obligan a los vencidos a ser sometidos bajo su nueva autoridad). Las cuatro teorías tienen, en mayor o menor grado, razón, y fundiendo los elementos esenciales que aportan cada una de ellas nos encontramos con los tres tipos de poder que articulan la dominación política: el militar, el ideológico y el económico (elementos que todos los teóricos del poder han incluido de un modo u otro en sus definiciones). El historiador Alejandro Pizarroso utiliza la imagen de un triángulo para simbolizar dicha división tripartita, y tomando prestada su acertada metáfora y añadiendo otra propiamente mía inspirada en la mitología clásica, voy a explicar a continuación brevemente en que consisten cada uno de dichos tres elementos del triángulo político.

En primer lugar nos encontramos con el poder militar. Y es que la política está indisolublemente ligada con la guerra, del mismo modo que la guerra lo está con la política. Por motivos obvios, de entre las cuatro teorías del poder que mencioné anteriormente, es la teoría militar la que más hincapié hace sobre este primer elemento de la dominación política. El teórico alemán Carl Schmitt definía a la política sencillamente como el enfrentamiento entre amigos y enemigos, y para su compatriota libertario Franz Oppenheimer, el origen mismo del poder se encuentra en la conquista militar en el momento en el que los conquistadores deciden que en vez de matar a los prisioneros resulta más rentable esclavizarlos. Igualmente, el militar prusiano Karl Von Clausewitz decía que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, mientras que el filósofo francés Michel Foucault afirmó que en realidad “la política es la continuación de la guerra por otros medios”, de forma que se cierra el círculo. No en vano, el milenario libro “El Arte de la Guerra” del general chino Sun Tzu (siglo VI a. C) sigue hoy en día aún estudiándose en las facultades de ciencias sociales, y supone un auténtico manual de estrategia política, cuyas enseñanzas son perfectamente aplicables al contexto de nuestras democracias del siglo XXI, en teoría tan pretendidamente “benévolas”. Y es que, en el origen mismo del poder nos encontramos con la violencia, que provocó que unas tribus sometieran a otras con la fuerza de las armas, del mismo modo que incluso aún en la actualidad cuando los gobernantes se sienten amenazados por el pueblo, terminan respondiendo de modo represivo, por lo que la primera y última ratio del poder siempre ha sido, es y será la violencia, el dios Marte (divinidad de la guerra). Es decir, que ante todo obedecemos por coacción, porque si no, nos dan con la porra en la cabeza.

En segundo lugar nos encontramos con el poder ideológico. Y es que únicamente la violencia no es suficiente para conservar el poder, ya que si se recurre constantemente a ella, el pueblo termina sublevándose. De hecho, cuando un régimen recurre sistemáticamente a la violencia, es que se encuentra dando sus últimos coletazos, en la antesala de su desmoronamiento. Hace falta pues, además de la coacción, conseguir el consentimiento de los dominados a través de la persuasión, de la seducción y de la energía de unas ideas (cuyo vehículo de transmisión es la propaganda). Como bien recomendaba el consejero florentino Nicolás Maquiavelo, el príncipe debe ser temido, pero ante todo también debe ser amado, mientras que el sociólogo alemán Max Weber denominaba a este factor persuasivo del poder como “legitimidad”, subdividiéndola en tres tipos (tradicional, carismática y racional). Por su parte, el comunista italiano Antonio Gramsci sostenía que la base de la explotación capitalista se encontraba en la capacidad de la élite dominante para hacer que sus intereses de clase sean percibidos por el pueblo como el interés común, lo que el definía como la “hegemonía” y la cual se lograba a través de la propaganda vertida desde los aparatos ideológicos del Estado, y ya más recientemente, el politólogo estadounidense Joseph Nye (un autor liberal), considera el “poder blando”, la también llamada comunicación política, como uno de los dos pilares esenciales del liderazgo. Dicho poder ideológico en primer lugar fue la religión, provocando el surgimiento de una casta sacerdotal que era capaz de manipular al pueblo explicando los fenómenos naturales en base a causas divinas, y relacionando a dichos dioses con el soberano para justificar su poder, de modo que surge la alianza entre reyes y sacerdotes (las dos espadas). Con el paso de los siglos, las ideologías laicas fueron sustituyendo paulatinamente a las religiosas, pero a pesar de ello, aún en la actualidad quedan coletazos de pensamiento mágico como “residuos o transferencias de sacralidad”, tal como los define el historiador Antonio Elorza. En efecto, hoy esos antiguos sacerdotes han mutado en ideólogos, publicistas y expertos en marketing político, pero siguen dominando nuestros corazones con las mismas técnicas de persuasión y seducción que antaño hicieron las religiones, plagando nuestra esfera pública de mitos políticos. En resumen, si el poder depende del dios Marte, no es menos cierto que también depende de la diosa Venus (divinidad del amor), la cual nos hace apasionarnos y caer bajo el embrujo de sus hechizos.

Y finalmente, en tercer lugar nos encontramos con el poder económico. Si acabamos de ver que el poder se ejerce mediante la violencia o la persuasión, no es menos cierto decir que también se ejerce a través de la economía, es decir, de la producción de bienes y servicios. Como bien sostenía el ilustrado francés Jean-Jacques Rousseau, la dominación comenzó cuando un ser humano dijo “este pedazo de tierra es mía” y otro fue tan idiota como para creerlo. Posteriormente, como señala la teoría marxista, de la posesión de dicha propiedad privada llega la posibilidad de controlar los medios de producción, y con ello, de explotar al resto de la comunidad. El propio Karl Marx por ejemplo, considera a la sociedad como un edificio, cuyos cimientos son las fuerzas productivas que conforman la base económica, la denominada “infraestructura”, de donde emerge después la “superestructura”, formada por la ideología y los valores, pero que en última instancia siempre está determinada por la economía. En el otro extremo del campo teórico, el funcionalista estadounidense Talcott Parsons también considera clave al factor económico, y en concreto a la capacidad de redistribuir, señalando que los primeros gobernantes lograron el sometimiento del resto del pueblo por su carácter de “reyes redistribuidores”, de forma que las estructuras políticas en última instancia existen como reguladoras de la sociedad a través de la redistribución los excedentes. Por ello, cuando falla la economía, la violencia y la persuasión por si solas ya no sirven para ejercer el poder (los refranes “cuando el hambre entra por la puerta el amor sale por la ventana” o “mejor morir luchando que de hambre” son la mejor ilustración de la posición clave que juega la base económica en la estructura política). Así pues, si el dios Marte es la violencia y la diosa Venus es la persuasión, la diosa Ceres (divinidad de la fertilidad) es sin duda la producción, poseedora de la llave que nos puede garantizar o negar las necesidades materiales básicas. Así, nuestro triángulo del poder queda completado.

En conclusión, desde hace más de cinco milenios vivimos confinados por tres “dioses” en un poderoso triángulo político, dentro del cual por un lado nos amenazan, por otro nos manipulan y por otro nos asignan, o como bien resume el analista británico Geoff Mulgan, en una esfera donde nos someten con “coacción, confianza y dinero”.

Tal vez la presentación que he hecho del poder político pueda parecer excesivamente descarnada y maquiavélica, pero así es como ha de abordarse, sin eufemismos ni maquillajes. Conocer el poder y su carácter oscuro es condición esencial para saber como protegerse de sus excesos, más aún en un mundo como el que vivimos actualmente, en el que la persuasión política se ha revalorizado y sistematizado muchísimo, y en el que las élites constantemente tratan de embaucarnos con bellas palabras para hacernos creer que somos dueños de nuestra propia libertad, cuando en realidad siguen dominándonos de forma no muy distinta a como antaño los primeros reyes sometían a sus súbditos. Y es que las cosas no han cambiado tanto como creemos, y el triángulo del poder político continúa funcionando del mismo modo que comenzó a hacerlo a finales del Neolítico.

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