Lo llevo diciendo hace mucho tiempo en mi canal de telegram, y más recientemente en el de instagram: que la guerra contra el terrorismo mediático está ganada.
Nos ha costado lo nuestro. Resulta incuestionable el hecho de que inicialmente sufrimos una masacre. Fuimos muy pocos los que nos dimos cuenta de que la pandemia del coronavirus era un completo fraude; y muchos menos aun los que nos atrevimos a alzar la voz. Sufrimos marginación social y escarnio mediático; estigmatizados como “negacionistas” en una primera instancia, y “antivacunas” en una segunda. Nadando contra corriente; frente al vendaval de la telediarrea, y frente a la marea de embozalados que inundaba las calles y comercios de la nación. Primero embozalados y, luego, aun por encima, inoculados.
Indudablemente, la lobotomización mediático-política, aplastó al sentido común de la inmensa mayoría de la ciudadanía. La masa acrítica estaba acojonada, y seguía el redil que las televisiones le marcaba cual rebaño de borregos; incluso salía a los balcones a las ocho de la tarde, a aplaudir a sus carceleros cual atajo de monas amaestradas.
Debo admitir, que el grado de vergüenza ajena que me inspiró esa inmensa mayoría de mis congéneres, no tuvo parangón.
Por suerte, esos tiempos ya pasaron.
El veneno inoculado a través de las presuntas vacunas contra la COVID-19, actuó como el detonante que puso a cada uno en su lugar; a muchos, directamente bajo tierra.
Muy pronto, fue mayor el miedo a la inoculación, que a la COVID. Temiendo más al remedio, que a la presunta enfermedad, la ciudadanía comenzó por fin a razonar lo sucedido y a abrir los ojos.
La mayoría no investigó; la mayoría no alzó la voz para denunciar el engaño. No mostraba síntomas de su negacionismo, pero ya no había vuelta atrás. Cuando la dejó de inocularse, se convirtió en “negacionista”, y en “antivacunas”; pues así fue cómo los medios de comunicación y políticos, calificaron a quienes negaban o dudaban de la versión oficial. Y, obviamente, eso es lo que hicieron quienes dejaron de pincharse: negar o cuanto menos poner en duda, a la versión oficial.
A día de hoy, a esa minoría inicial de “negacionistas”, se le suma esa inmensa mayoría actual de “negacionistas asintomáticos”, que ya no se pincha ni usa mascarilla por voluntad propia, por mucho que las televisiones se afanen, tal y como llevan varias semanas haciendo, por volver a implantar la dictadura sanitaria del terror. Y, frente a ellos, quienes antes fueron mayoría, los telecreyentes covidiotizados, ahora solo son una triste minoría. Para darse cuenta de esto, basta con observar el interior de los negocios y supermercados, donde apenas nadie usa mascarilla pese a que en las televisiones se insiste en que así debiera hacerlo el ciudadano responsable; no solo para protegerse a sí mismo, sino, también, para proteger a los demás.
El regreso a las pantallas del bombardeo del miedo mediático, está siendo un completo fracaso. El cuento de la pandemia ya no cuela, ni aun convertida en “tripledemia”. A día de hoy, son muy pocos los pobres desgraciados que todavía se dejan engañar, y asustar. La realidad es que la inmensa mayoría de la población, se ha hecho negacionista; asintomática porque todavía permanece en silencio, pero negacionista al fin y al cabo.
Antes, decías que no estabas inoculado, y se apartaban de ti como si fueses un apestado; ahora, te aplauden, y miran con admiración. Antes, personajes como Risto Mejide o Miguel Lago, eran aplaudidos cuando deseaban la muerte a los negacionistas, o amenazaban con dar dos hostias a los antivacunas; ahora, sin embargo, se sientan en el banquillo de los acusados por delito de odio contra los no “vacunados”, y se enfrentan a penas de prisión de entre uno y cuatro años.
Sabemos que no entraran en la cárcel; y no porque no lo merezcan, sino porque a fin de cuentas, actuaron como voceros de quienes mueven los hilos desde las altas esferas del poder. Pero, incuestionablemente, el panorama ha sufrido para todos, un giro de ciento ochenta grados.