A los negacionistas les habían sucedido en su tarea los clima-escépticos, empeñados éstos no tanto en negar la existencia del cambio climático, como en la de exculpar al hombre y a sus patrones económicos de la responsabilidad de su progresiva aceleración. En este caso se trataría de asentar la idea de que la Tierra evoluciona en procesos de cambios permanentes (cierto es), y que en nada influiría el transitar de patrones de comportamiento altamente emisores de gases de efecto invernadero, hacia otros caracterizados por bajos o nulos niveles de emisiones. Los máximos exponentes patrios de esta tendencia fueron en su momento el dúo formado por Mariano Rajoy y su primo. Pero si algún mérito innegable cabe reconocer al presidente del Gobierno, éste es su facultad innata para borrar de su memoria cualquier episodio de su ya largo pasado político (“esa persona a la que usted se refiere”) sobre el que pudiesen exigírsele responsabilidades o explicaciones.
Negacionistas y clima-escépticos consiguieron ralentizar con sus maniobras dilatorias los procesos de toma de decisiones durante nada menos que dos décadas, desde la adopción del Protocolo de Kyoto en 1997 hasta hoy, pero fue posible superar todos los obstáculos colocados en el camino gracias a un sistemático y concienzudo esfuerzo colectivo de centenares de investigadores aplicados a esta tarea, repartidos por los cinco continentes. A quien niega la evidencia se le derrota con la evidencia misma, no es sino cuestión de método y tiempo, pero ¿cómo convencer a quien se declara absoluto convencido?
El escollo más difícil de superar en la lucha contra el cambio climático están siendo los relativistas climáticos. Será difícil encontrar hoy un programa político a la izquierda, a la derecha o en el centro, en el cual no se explicite la firme voluntad de hacer frente a las causas y efectos del calentamiento global (Donald Trump puede ser la excepción que confirma la regla). Nos enfrentamos al terrible enemigo de lo políticamente correcto. Es el político quien nos advierte de la necesidad de construir países, regiones y municipios sostenibles; son los partidos los que compiten por ofrecer códigos de respeto medioambiental, a modo del lacito que completa el paquete programático respectivo. Pero las declaraciones de intenciones flaquean a la hora de elevarlas a la categoría de leyes en el mejor de los casos, cuando no quedan postergadas en el orden de prioridades de la acción de gobierno, o de oposición. Es el relativismo climático el mayor riesgo que compromete la vida del Planeta tal y como la conocemos; y es que al igual que desgraciadamente se hace más política de incendios que de bosques, o se adoptan más medidas para paliar efectos de inundaciones que planificación urbanística para evitarlas, aunque todos sabemos que hemos de convivir con catástrofes de esta índole, la capacidad de anticipación en materia climática tampoco se adivina como un buen reclamo de votos.