El mes de octubre es uno de mis favoritos. En algunas latitudes los vientos otoñales traen consigo la caída de las hojas. La lluvia te obliga a sacar la gabardina, el paraguas y los zapatos de charol. Sí, el charol va bien para el agua y, además, me encanta. Los colores ocres, rojos y amarillos tiñen los árboles y despiertan los sentidos. Es tiempo de encender velas, de crema de calabazas, de hacer pasteles y panes especiados, y de volver a tomar infusiones con sabor a miel, vainilla o anís. Pero también es tiempo de revisar mi biblioteca y de leer libros que dejas aplazados. Cada mes, cada clima y cada estación tiene los suyos. Esto es una visión muy particular mía de la lectura. El frío invita a pasar más tiempo en casa, no soy de leer en parques ni en bares, necesito soledad y muchas dosis de comodidad entre mantas e infusiones. El otoño me lleva a la literatura anglosajona. Me gustó Grandes esperanzas de Dickens, la leí hace un año con gran ilusión en una preciosa edición ilustrada, aunque entre mis libros favoritos del escritor británico se sigan encontrando David Copperfield o el Club Picwick. En la actualidad Tengo varias novelas de trama neoyorkina encima de la mesa esperando su turno para ser leídas, como la novela póstuma de Truman Capote, Plegarias atendidas, o la divertida Tía Mame de Patrick Dennis, aunque no sin antes terminar La Edad de la inocencia de Edith Wharton. Lo que más echo de menos cuando estoy fuera es mi biblioteca. Me encanta mirarla, ordenarla, revisarla y ampliarla.
Y si el otoño motiva, el espacio en el que trabajo todavía más. Después de un tiempo fuera y coincidiendo con el cambio de estación, mi escritorio me acoge de nuevo para que siga creando columnas bonitas en las que comparto aquello que me gusta. Mi mesa me gusta, por ejemplo. En ella hay regalos especiales como una lámina de la revista New Yorker con la imagen del edificio Chrysler. Y una escribanía que siempre estuvo en la mesa de despacho de mi padre. Libros, fotos familiares, libretas, agendas y estilográficas completan un sitio con alma: mi escritorio.
El otoño también tiene duende. Con la llegada del mes de octubre las calles se animan y la vida sale al encuentro. Después del letargo estival en las ciudades, especialmente en las grandes, la agenda cultural se pone en marcha, hay presentaciones de libros y es cuando da comienzo la temporada de música sinfónica, ópera y ballet. Exposiciones y pasarelas de moda completan un amplio elenco de actividades para deleite de los urbanitas. Para mí ya es tiempo de mantas y de lecturas intensas junto a mi gato Maximiliano que se esponja y se vuelve más cariñoso que nunca. Su pelaje se vuelve suave como la seda y brilla como el terciopelo. Y por si fuera poco el 27 de octubre es el Día del Gato Negro. ¡Maxi, octubre es nuestro! En el calendario cuentan con otra fecha, el 17 de agosto, que es el Día de la Apreciación del Gato Negro, el motivo es el de incentivar su adopción dado el descrédito con el que han tenido a lo largo de la historia. Maximiliano llegó a casa con 5 meses después de haber sido dejado varias veces en un centro veterinario. O sea que, a pesar de llevar nombre imperial, no tiene más pedigrí que el que yo le doy porque es callejero, hace siglos hubiéramos ido los dos a la hoguera por brujería, aunque a día de hoy la única que se va a ir al fuego (vitrocerámica) es la calabaza con la que se hace una crema deliciosa.
Por otro lado, en estas fechas otoñales las tartas horneadas regresan a nuestros menús, ¡y las castañas! Qué ricas están calentitas, y qué clásica es su estampa dentro del tradicional cucurucho de papel. Y qué decir del olor tan delicioso que dejan la calle. Con ellas se elabora un postre muy típico en Suiza que mencionaré a continuación. En el país alpino la cosecha es excelente y su recolección es propia del mes de octubre, época en la que los restaurantes presentan diversos platos elaborados con este fruto tan otoñal, como el puré dulce llamado vermicelle, el cual forma parte de las recetas de mi familia y que, por tanto, siempre ha estado presente en nuestras vidas. El Kastanienpüree o vermicelle está hecho a base de castañas, leche, agua, azúcar de vainilla y cacao. Se presenta en forma de fideo junto con el clásico merengue suizo, que es duro y menos dulce que otros. Su sabor es muy particular y, desde luego, no deja indiferente a nadie. Las castañas asadas, los panes, las mermeladas y los purés elaborados con este fruto nos anuncian que el otoño ya está aquí.
Otro pastelillo muy típico de Suiza es un mazapán bañado con chocolate en forma de castaña recién caída del árbol. Las pastelerías suizas llenan sus escaparates de hojas secas junto a estos dulcecillos que vienen delicadamente envueltos con lazos marrones. Eichenberg en Berna es toda una institución.
El otoño no es decadente. No es viejuno. Es un nuevo comienzo, casi más que el mes de enero diría yo. Durante estos meses te reencuentras con tus amigos y llenas tus días con nuevas ilusiones. Vuelves a las tan necesarias rutinas con las que estructuras tus días y que te hacen disfrutar de lo extraordinario. Las tartas especiadas, las decoraciones con flores secas y las calabazas invadirán mi casa a partir de ahora. Las setas y la carne de caza son parte de una temporada llena de color y de personalidad en la que hasta el chocolate está de vuelta. Después de este escrito, al que solo le falta el perfume de las delicias mencionadas, solo puedo decir, ¡bienvenido seas otoño!