“Pensad malditos” era la frase que decía siempre, entre dientes, porque cuesta gritarla a los cuatro vientos, una persona magnífica a la que conocí en política y que, con el pasar de los años, me ha bendecido con su amistad. No recuerdo de dónde la sacó, no recuerdo si se nos ocurrió a aquel grupito de estúpidos soñadores que pensábamos que otra Castilla y León, ese territorio complejo que a veces parece más entelequia que comunidad era posible o nos llegó de algún amigo.
El caso es que Dani empezó diciendo eso, y acabó siendo un leit motiv continuo, una referencia a una forma de cómo queríamos hacer las cosas en política y en la vida. Pese a que nunca lo dijésemos en alto, pese a que nunca fuese un slogan destinado a alguna tarea en concreto, pese a que sonase más a obviedad que a necesidad, sigue siendo hoy, cerca de 11 años más tarde, un leit motiv, un punto en el orden del día de las reuniones, siempre menos habituales de lo que nos gustarían. Han pasado 11 años, Noe e Isra ya son padres, Dani ha dado varias vueltas de campana en su vida para obtener la felicidad que se merecía y Chuchi y yo seguimos siendo unos raros sin solución; pero esa frase, “pensad, malditos”, no se nos va de la cabeza a ninguno.
Reconozco que tuvo un especial impacto en mí, que por aquel entonces acababa de empezar mi carrera como docente: Invocar al pensamiento, a la acción de pensar sin pausa, fue una auténtica epifanía, y no porque dudase de su importancia, si no porque la daba por sentado.
Pero no, pensar es un bien escaso: la reflexión, el análisis, son elementos que nos cuesta implementar en nuestras rutinas, y es natural que así sea; quizás por ello Foucault decía que, en gran medida, “ni consuela ni hace feliz”. Como mucho, en el mejor de los casos, acudimos al pensamiento como algo práctico, como un bien instrumental; usamos el pensamiento como quien usa una llave inglesa o un martillo. Si es una simple actividad mental, solo deberíamos activarla cuando fuese necesario.
Sin embargo, mal que nos pese, el pensamiento nos constituye, como nuestro propio cuerpo. Y al igual que nuestras manos, nuestros pies, nuestros labios o nuestro sexo no viene a nosotros cuando los necesitamos, está siempre ahí. Al igual que nuestro cuerpo, el pensamiento no es algo que tengamos con nosotros, es nosotros; y como el cuerpo, conviene cuidarlo.
Pensar no es patrimonio de nada, no está bajo el paraguas de disciplina alguna, ni está reñido con la acción. Pensar es parte del buen hacer, como prolegómeno y parte directa de la acción. De poco nos sirve ir los primeros si no sabemos hacia dónde vamos.
Pensar no es patrimonio de nadie, ni nadie puede apropiárselo. Nadie debería poder pensar en nuestro lugar, al igual que nadie puede decir nuestras palabras, decidir nuestras acciones o vivir nuestra vida. Sin embargo, todos los días vemos intentos por tratar de usurparnos nuestros pensamientos, algo muy diferente a convencernos. Y todos los días vemos a personas que, sin sabe muy bien porque, sucumben a estos cantos de sirena como Ulises lo hubiese hecho de no estar atado al palo mayor de su trirreme. Porque no nos engañemos: aquí, en este caso, tan dañinos son los engañadores como los entusiastas. Quizás porque, como decía Erich Fromm, “los hombres no buscamos la verdad, solo la certidumbre”. Pensar no es, por tanto, solo un acto de legítima defensa; pensar es un gesto de autonomía, de emancipación y libertad. Por eso debemos pensar. Aquí, ahora, siempre, en todas partes. Pensar, hacerlo bien, es el acto más revolucionario.
El pensamiento en la escuela
Decía al comienzo que la idea de pensar sin pausa, de exigir esa acción en nuestro entorno, caló muy hondo en mí y me hizo plantearme muchísimas cosas en mi carrera como docente: he tenido la suerte, no lo puedo considerar mérito mío, de haberme topado con un alumnado excepcional en esta década larga que llevo enseñando: siempre me han dejado trabajar con ellos y ellas, sea cual fuese el ámbito: desde PCPI hasta mi actual destino en un colegio internacional de Baku, pasando por diferentes centros en España. No creo tener unas dotes especialmente buenas, por mucho que me repitan lo contrario, para esto de la docencia salvo la persistencia y la machaconería: hay ideas que acaban calando al repetirse, hasta perforar los siempre complejos cerebros hormonados de los adolescentes. En mi caso, cualquiera de mis alumnos y alumnas os podría decir que mi objetivo con ellos era “crear librepensadores”; lo he repetido tantas veces que me da hasta vergüenza escribirlo, pero año tras año lo sigo diciendo, una y otra vez; lo he dicho en castellano, en gallego y ahora en inglés. “Pensad, malditos”; he repetido esta frase, en alto, hasta cansarme, y me siento honrado pensando que la respuesta ha sido buena.
Vivimos un tiempo de cambios en la docencia, un tiempo con nuevas realidades para las que se nos pide a los docentes nuevas opciones, enfoques y metodologías. Atrás parecen estar quedando (no en todos los sitios) los tiempos en los que alumnas y alumnos eran meros receptores de información que memorizaban y externalizaban, o al menos eso parece. Toda una nueva pléyade de pedagogías modernas y alternativas van abriéndose camino en la educación española: nuestro alumnado empieza a familiarizarse con conceptos como “Trabajo por Proyectos”, “Aprendizaje basado en Problemas”, “Trabajo Cooperativo” y tantas alternativas que pueblan nuestras escuelas e institutos. Sin embargo, creo, corremos el riesgo de quedarnos en lo superficial, en lo ornamental de todos esos procesos: pedimos a nuestros niños y jóvenes una libertad para la que les encorsetamos: les pedimos, a veces, que establezcan sus propias conclusiones pero, eso sí, dentro del marco de lo que consideramos correcto. Se nos cansa la lengua de hablar de creatividad, pero tiene que ser una creatividad dócil, que no moleste. Todo dentro de los parámetros prefijados. En “The Wall” de Pink Floyd hay una imagen poderosísima: mientras suena “Another Brick in the Wall Part 2” un grupo enorme de chicos y chicas con máscaras sin rasgos faciales y vestidos de uniforme avanzan por una cinta transportadora hasta caer en una enorme máquina trituradora de embutidos donde son convertidos en una masa homogénea e informe. Bella y tétrica metáfora de un sistema educativo parido en la Revolución Industrial y que, a imagen y semejanza de la misma, homogeneizaba criterios y recursos. Un sistema que, con infinidad de fallos, por su puesto, permitió por primera vez una formación básica y luego superior a un ingente número de personas. Desde su aparición, los avances en los diferentes campos del saber humano han sido inevitables, y no es para nada complejo establecer la relación entre un acceso mayor a los estudios y ese desarrollo. Sin embargo, en aras de la modernidad, en los últimos tiempos pretendemos romper con todo ello; en aras de la “innovación”, renunciamos e implementamos sistemas que, si bien pueden ser magníficos, no siempre funcionan. Y corremos el riesgo de que, en lugar de marchar como soldados hacia la máquina trituradora que los homogeniza, nuestros estudiantes lo hagan saltando, riendo, y con ropas y elementos diferenciadores que, sin embargo, desaparecen al caer en la máquina.
Pero nuestro objetivo no es solo hacerles el camino hacia la gran máquina destructora/homogeneizadora más sencillo, nuestro objetivo es evitar que caigan en ella. Por eso la importancia del pensamiento como parte vital y omnipresente de la actividad educativa. Por eso, para enseñar a pensar, tenemos que ser, primero, profesores pensantes: decía al principio que es tan culpable el que pretende, en aras de la “innovación”, vendernos su método como infalible, como el entusiasta que lo compra y lo aplica sin análisis previo y posterior del mismo.
En todo este proceso lo que más me duele es al absurdo al que estamos reduciendo un concepto tan importante como la creatividad: Creo que pocos términos han sido tan mancillados y prostituidos en los últimos años como éste, al que le hemos dotado de un espacio solo para la expresión artística y la resolución de problemas. Al igual que en la enseñanza de la Revolución Industrial se necesitaba formar a obreros y obreras para factorías e ingenieros y médicos, con la necesidad actual de competir en el sector cuaternario, el de la “innovación” (es la tercera vez que entrecomillo el término, no es casualidad) ahora necesitamos profesionales liberales que sean creativos pero solo donde los necesitamos y cuando los necesitamos: es decir, mucha guarnición, pero nada de carne en el plato. En una sociedad que premiase el pensamiento, deberíamos entender la creatividad como parte de un pensamiento libre, como un elemento capaz de solucionar problemas, sí, pero dispuesto también a generarlos. Como decía R.D. Laing, el famoso psiquiatra de la contracultura: “Pensamos que queremos niños creativos, pero ¿qué queremos que creen? Si a través de la escuela se indujera a los niños a poner en duda los diez Mandamientos, la sanidad de la religión revelada, las bases del patriotismo, la causa del beneficio, el sistema de dos partidos, la monogamia, y así sucesivamente, tendríamos, quizás, tanta creatividad que la sociedad no sabría hacia donde volverse”. La innovación en la metodología, por si sola, no nos saca de lo dogmático. Por eso no sorprende la de colegios religiosos en España que dicen estar a la vanguardia educativa mientras que, en el fondo, siguen secuestrando las mentes y los pensamientos de su alumnado.
Toda acción dirigida a ensalzar el pensamiento, por innovadora que sea, tiene su origen en la mayéutica socrática: la pregunta y la duda constante hacia lo que se sabe o lo que se pretende saber, el debate entre iguales, sin corsés. Solo así estaremos intentando educar a librepensadores. El formato que le demos por fuera, poco importa: hasta una lección magistral, esa herramienta tan poderosa y tan denostada por los “innovadores”, puede ser el método más eficaz, si permitimos el debate y el establecimiento de opiniones y criterios. Nunca me he considerado ese profesional tan magnífico que dicen que soy, pero reconozco que si algo ha marcado esta década de profesión docente es, vuelvo sobre ello, la capacidad de dotar a mi alumnado de cierto criterio propio. No solo hacerles llevadero, volviendo a la metáfora, la marcha por la cinta, sino intentando que saltasen antes de caer en la trituradora. En estos años he torturado a mi alumnado leyendo fuentes documentales entre líneas, pidiéndoles que comparasen informaciones contradictorias, que estableciesen relaciones y elaborasen sus propias hipótesis, siempre desde el conocimiento (el pensamiento sin conocimiento es mera elucubración); he organizado multitud de debates con temas morales, políticos, artísticos o económicos y, más allá de la brillantez de los argumentos o el mejor empleo de la retórica, me he quedado siempre más satisfecho cuando he comprobado que, tras meses de investigación, mis jóvenes pupilos, repletos de datos e información, no sabían ya qué opinar sobre el tema del debate. El mejor ejemplo, me temo, de a lo que se refería Foucault cuando decía que pensar “ni consuela ni hace feliz”; pensar, conocer, hace que las barreras entre lo blanco y lo negro, lo que creíamos correcto e incorrecto se difuminen. Espero que, de haber dejado algo de poso en las pobres y sufridoras cabezas que han pasado por mis manos estos años, haya sido eso.
El pensamiento en política:
Sorprende y se entiende, a partes iguales, que con la llegada de Trump a la Casa Blanca se hayan disparado las ventas de 1984 de George Orwell; no es difícil encontrar similitudes entre la sociedad del Gran Hermano de Orwell (una suerte de metáfora del Fascismo) y el mensaje de Trump: el odio y el miedo a lo extraño, a lo disidente, la búsqueda de enemigos externos, buscar refugio en parapetarse, cerrar la puerta y esconder la llave. Sin embargo, y pese a que no me gusta confundir literatura con realidad, creo que de tener que revisar un clásico de la literatura de ciencia ficción con temática distópica deberíamos mirar, casi mejor, a Aldous Huxley y su “Un Mundo Feliz”: mientras que en 1984 se queman libros y se prohíben determinados comportamientos, en el mundo de Huxley se ha conseguido conseguir una sociedad tan banalizada que los libros no necesitan ser prohibidos, por no interesarles a nadie; uno temía que los medios nos cortasen el acceso a la información, el otro que tuviésemos tanta que contrastarla y distinguir entre lo que es cierto y no fuese una tarea casi imposible (bienvenidos a ese fenómeno que hemos dado en llamar “postverdad”.
Hoy más que nunca nos toca hacer el enorme esfuerzo de no dar nada por sentado, de interpretar. Pensar es casi más hoy un deber que un derecho, especialmente en una sociedad sobrestimulada de sensaciones (como la de Huxley, “soma” mediante) que reacciona con ira hacia lo extraño, buscando un enemigo.
Debemos, también, revisar esa línea delgada que separa los intereses comunes y el programa ideológico de los partidos del dogmatismo. Porque el dogmatismo es igual de grave cuando se es sujeto pasivo o activo, cuando se es el manipulado o el entusiasta; la responsabilidad, me temo, es compartida. Jamás debió entenderse el ideal común con la homogeneización, ni la crítica con la traición. Flaco favor le estamos haciendo a un sector que cada vez puede llamarse menos progresista si perpetuamos actitudes así. Recojamos y filtremos ideas, proyectos e iniciativas y posiblemente podamos distinguirnos por algo más que logos y slogans.
Pensar en y por uno mismo
Quizás sea éste el punto más complejo: pensar realmente, pensar eficazmente es un proceso solitario, que nos arroja, generalmente, a un mar de dudas para la que nadie nos tenía preparado; pensar “duele”: cansa, produce desasosiego, nos lleva con facilidad a equivocarnos y parecería distanciarnos de ese grupo tan querido al que Ortega llamaba, de un modo un poco elitista, “masa” y que yo prefiero llamar “los demás”. Nada más lejos, sin embargo, de la realidad: pensar se puede convertir en el mejor modo de entender a los que nos rodean porque, además, primero entendemos lo que nos rodea; y sí, pensar produce seres no necesariamente excepcionales, pero si extraordinarios, dada su condición de únicos; todavía recuerdo a Ángel Gabilondo decir que el mundo necesita más personas raras, que sobran personas anodinas. Lo recuerdo tanto que se ha convertido en otra de esas cosas que repito a mi alumnado continuamente, hasta que, por fuerza, terminan riéndose. Ser un librepensador debe empezar, ineludiblemente, por uno mismo. En todos los años que llevo de docencia he tenido muchos grupos distintos y alumnos y alumnas realmente excepcionales. Sin embargo hay uno de ellos que siempre me ha parecido excepcional: no solo porque la media, dentro de lo estrictamente académico fuese muy alta o la creatividad fluyese a borbotones: siempre me entusiasmó, y no dudé en decírselo muchas veces, que en aquel grupo de personas tan diversas, de problemas y virtudes tan diferentes, de opciones de vida tan diversas fluyese un clima de trabajo que permitiese a cada uno ser como le diese la gana y sentirse orgulloso de ello. Siempre he creído que el mundo debería parecerse a esa clase que, con sus fallos, dejaba a cada uno expresarse y ser uno mismo, especialmente en unos años tan complicados como aquellos. “Sed raros, no raritos; o bueno, también” se lo habré repetido tantas veces que me tendrán manía solo por ello. Especialmente porque no hacía demasiada falta. Son la prueba palpable de que otro mundo, otra realidad son posibles. De que pensar comporta un sufrimiento asumible que languidece ante la enormidad de la recompensa.
Pensar y actuar
Pensar y actuar van unidos, son inseparables. El pensamiento nos separa de ser meros intérpretes a ejercer como directores de nuestra propia existencia. Pensar no es el abandono de una tarea, es la única forma de afrontarla. Si queremos mejorar, si queremos transformar, necesitamos reivindicar la tarea de pensar. Vivimos en un mundo cada vez más complejo e incierto, donde los tópicos y las zonas comunes ya pocas veces nos sirven para explicar la realidad, si es que alguna vez lo hicieron. Proseguir esta labor nos impulsará a encontrarnos en espacios de decisión plena, consciente y compartida.
¡Pensad, malditos!