¿Acaso debo enloquecer, porque tantos así lo hacen? ¿Acaso debo conformarme, callar, dejar de dar la vara? Porque en eso consiste esta nueva, pandémica locura: en callarse, en marcar, enmudecido y acrítico, el paso al ritmo del cómitre mercado, adquiriendo, entre miles de estupideces materiales, ya de paso y aprisa, otro no-teléfono «inteligente», más caro aún (se pide un préstamo si hace falta, sí señora), equipado con más cámaras y más ca-pa-ci-dad y más, más ve-lo-ci-dad para seguir fotografiando y compartiendo, al más desequilibrado estilo, el plato de macarrones que te zampaste hace un minuto, porque la foto de la pizza de anoche ya se ve «anticuada» y has de actualizar tu perfil y tu estado, no vaya a ser. ¿Por qué? Porque todos lo hacen. Esto, en psiquiatría, dispone de nombre. No me preguntéis cuál, pero intuyo que estamos a las puertas, a pique de una fuga virtual disociativa aliñada con ingredientes obsesivo-compulsivos de gran aceptación y asimilación por parte de la masa. Quizir: el sujeto no-está-aquí, sino en «la red» (ninguna parte). En cada evento socializador se descubre la misma escena: gente wasapeando con gente que no-está en el lugar: el protagonista de tu «ahora» permanece ausente, casi por norma. De igual manera, el objetivo no es viajar o asistir a un concierto, sino autorretratarse en distintas ciudades-mito o en determinados eventos de obligada asistencia. Es una obligación social: para que no digan, y se acepta como lo más normal del mundo. ¿Soy yo el loco?
Hace un año me topé con el maravillado rostro de una chica que examinaba mi apagado teléfono Alcatel de teclas. Lo que se dice un teléfono y punto. El más sorprendido fui yo, cuando ella quiso saber, bajando la voz: «¿Y no has tenido nunca problemas por carecer de uno de estos?», señalando al suyo, al no-teléfono metomentodo veinticuatro horas conectado. Por lo que pude intuir, la chica, que, según sus palabras, envidiaba mi postura, debía pensar que no existía vida posible sin no-teléfono inteligente, sin una adhesión plena, como la suya y la de la mayoría, al régimen esclavista de esa máquina que cada ciertos minutos (o segundos, según la permisividad de la víctima) enciende su pantalla y/o deja escapar un «plop» o un «bip» (antiguamente un «¡yupi!») de vete a saber qué pesado o pesada preguntando un llanísimo «¿dónde estás?», o «¿qué haces?» (perdón, un «ke aces?»). Pues en mi caso va a ser que no.
Porque, díganme, legisladores de normas y procedimientos «online»: ¿Me obliga nuestra maltratada Constitución, en alguno de sus párrafos, a portar un no-teléfono «inteligente»? ¿Acaso, más bien, sin necesidad de ampararme en la «no discriminación por motivos ideológicos o económicos», no puedo yo negarme así, por la cara, a proceder online, QR o APP mediante, para solventar cualesquiera de esos burotecnocráticos trámites que antes ni siquiera existían, y que terminan, en gran número de ocasiones, con un asalto a/y saqueo de datos personales? ¿No parece todo (y esto no es ideología, sino realidad) diseñado para mantenernos el mayor tiempo conectados, y controlados, frente a una puñetera pantalla? Por seminecesidad sí dispongo de ordenador portátil, y me enchufo a Internet, cómo no, aunque cada vez procuro limitar mis incursiones a lo estrictamente necesario. Por cierto (y esto sí es ideología, y realidad), yo sí sé lo que es y representa un data center (¿a que tú no?).
Pues va a ser que no. Cualquier cosa menos pasar los minutos que duren mis desplazamientos en tren o autobús chateando, wasapeando o jugando o tragando basura frente a una pantallita; y por basura interpreto, precisamente, aquello que carece de importancia «real», es decir, aquello que fuera de las pantallas o simplemente no-es, o resulta ser lo de siempre: vergüenzas nacionales, crímenes, miedos centenarios, autobombo científico para crédulos del dogma cientificoide, mitos redesociomaníacos, olimpiadas, olas de calor, olas de frío, olas de normalidad. Va a ser que no me vais a ver consultando toda esa chismografía barata, previsible, aburridísima. Prefiero mirar el paisaje, humano, arquitectónico o natural, interior o exterior, y tomar notas en mi libreta sobre lo que veo o me viene, o chismorrear con alguien en directo, a las claras, o poner la mente en blanco (ya me gustaría). ¿Raro?
Hace veinte, y no digamos treinta años, cualquier psiquiatra, filósofo, guerrillera o bombero no habría dado crédito a sus ojos, le habría sido imposible racionalizar o tan siquiera creer que gran parte de la población occidental (el mundo es muy grande, ojo) lucha hoy a diario por saturar la demanda online de accesorios, tras cuya adquisición da comienzo una sesión de autorretratos junto a dichos accesorios, copiando caras, poses, hábitos, actitudes según lo que tragan en la pantallita en la que parece tener lugar lo más importante, vital, decisivo de esta no-vida frente a una pantallita: bucle demencial y muy, muuuuuy costoso.
Para eso fueron y son diseñados los no-teléfonos inteligentes o prótesis universales, que se producen en masa con la primordial misión de ser vendidos, a saco, sin control, sin perspectiva de futuro. Las excusas para argumentar algún tipo de beneficio pueden ser de muy diferente naturaleza, siempre, eso sí, a la zaga de las dos más incontenibles, para niños y mayores, respectivamente: 1. «Es que, todos lo tienen». 2. «Hoy en día es necesario (ojo) para todo». Pero al final, invariablemente, ¿qué tenemos? ¿Cuál es el resultado de todo esto? Caras frente a pantallas, la mayor parte del tiempo, en casa, el trabajo, el metro, el váter, la cama. Esa es la consecuencia y la cosa en sí: disfrazada de herramienta para todo, queda en nada cuando ese todo consiste en mantenerse frente a la pantalla para acceder a ese todo, y así hasta el infinito, frente a la pantalla. De forma que toda eficacia adjudicada al no-teléfono cae frente a la necesidad de llevarlo encima veinticuatro horas. Si lo necesitas de esta manera, ¿dónde está el beneficio? Se mire por donde se quiera, tenemos un planeta cubierto de caras frente a pantallas, porque la finalidad, el objetivo no era otro que ese: vender una moto que ya no lleva a ninguna parte, más que al gasto de su obsesivo mantenimiento.
Y no existe diversidad de posturas: conformista o sedicioso, consumista o ecologista, egocéntrico o empático. No. Porque al final cualquier supuesta actitud más emparentada con la rebelión, con el inconformismo, se anula si hay que agacharse y desplegar la munición frente a una pantallita. El medio anula el fin, porque el medio es el fin: caras frente a pantallas visionando algo que irremediablemente se perderá. Todos estos artículos, junto a los millones de bazofias digitales, contenidos copiapegados millones de veces, morralla y basura y trillones de fotos de familia, de platos a rebosar con todo lo que tragas y a nadie importa, junto a las enciclopedias digitales, material artístico de primera, de cuarta, y toda la información que sí merece la pena, se perderá, si no lo imprimes antes. He incluso si lo tuvieras en papel, ya se ha perdido para ti, acelerado tecnousuario (si lo eres), porque simplemente ya olvidaste que está o estaba ahí, ya que no es «lo último». ¿No me crees? Por cierto, y volviendo al principio, ¿cuál sería el diagnóstico, hace treinta años, para una fotomaníaca y telegramofílica atrincherada entre miles de álbumes de fotos centrados en el último plato o la última compra o el último amigo, y miles de telegramas con mensajes como «estamos aki, abre» o «dónde estás?» o «buenos días»?
En fin. Aquí lo dejo de momento, Señoría, Doctora, Sr. agente, Sra. bibliotecaria, Sr. fontanero. Disculpe la exaltación. Dicte usted sentencia y acabemos cuanto antes, que sé que le falta tiempo para revisar otro «¡bip!», una nueva comunicación, en tanto actualiza usted su Insta, su X, su tik tak tuk o lo que toque, etc. Siempre habrá algo, por supuesto, frente a una pantalla. Ese es el indiscutible resultado final: su cara frente a una pantallita, puesto que no-puede retrasarlo: «es cuestión de medio minuto, esto es muy importante, disculpe un segundo», otro segundo…
Simple. No se requieren tesis doctorales, análisis en profundidad, estudios, comparativas. Nunca estuve más convencido. Lo tengo clarísimo, y quizás tú también. Siempre que otros te hagan dudar, o si no crees lo que digo o piensas que exagero, sintetiza conmigo al máximo, y hazte la pregunta clave: «¿Resultado?», y mírate en el espejo, ahora mismo, aunque sea en uno de realidad aumentada-mejorada-trastocada. ¡Jo! ¡Qué patología, chaval!
(Foto: el autor).