El otro día, aburrido del estudio y sin saber en qué gastar mi tiempo, me metí en una de esas tantas aplicaciones que existen, donde introduciendo una letra obtenías una canción moldeada a tus gustos. Aunque increíble, esto también me produjo un cierto desasosiego. No por todo ese rollo heideggeriano sobre la subsunción de las personas por parte de la tecnología, ni porque me haya vuelto un ludita, sino porque empecé a pensar en la banalización no solo de la música, sino de ese estado creativo que tanto Nietzsche (quien consideraba la música esencial para la vida, una expresión del espíritu humano y la voluntad de poder) como Schopenhauer (quien la veía como la forma de arte más noble, capaz de expresar la esencia del mundo y liberar al oyente de las preocupaciones cotidianas) valoraban.
El arte, la acción humana para crear, cada vez de un modo más y más acelerado, va dejando lugar al nacimiento de una era donde la autenticidad y la creatividad pueden diluirse en la conveniencia de la personalización automatizada.
También llevé el caso aún más lejos, a la propia medicina. Pensé en los médicos cada vez más encerrados en un palacio del diagnóstico (su palacio de cristal). Por ejemplo, en el caso de los especialistas en radiología, una IA podría manejar un diagnóstico y elaborar un informe de manera mucho más rápida y efectiva que el más avanzado de todos ellos. Además, en un entorno de urgencias, la misma IA podría ubicar a un paciente sin esperar a que todas las pruebas estuvieran completadas (algo que actualmente exigen la mayoría de los profesionales), ahorrándonos a los pacientes el tener que esperar horas en las salas de emergencias.
A esto, podemos imaginar algo muy gracioso: en una consulta de un centro de salud, en lugar de ser atendido por un médico de familia, el paciente que va a recoger su parte de baja se encuentra con una especie de Siri. Esta Siri, con sus herramientas disponibles, le dice que ha mejorado y que le da el alta. Ante la negativa del paciente, Siri lo remite a inspección médica. El día que el paciente entra en el despacho de inspección para protestar, ¡se encuentra con otra Siri!
Las tecnologías, sin duda, nos hacen la vida más fácil, y en ese aspecto no deberíamos temerlas, tal como subraya el filósofo Antonio Escohotado. Sin embargo, hay un aspecto negativo que este pensador siempre defendió tanto para su vida como para la de los demás. Las tecnologías mal utilizadas, es decir, no como una herramienta de apoyo intelectual, pueden llevar a las personas a un estado de estancamiento, donde el tránsito del conocimiento y el esfuerzo en el estudio se vean interrumpidos.
En el plano afectivo, las tecnologías sin duda han tenido un gran impacto. Gracias a ellas, las distancias y el tiempo entre las personas se han reducido significativamente. A través de una cantidad cada vez mayor de sistemas de redes, las amistades se han mantenido vivas. Yo mismo he podido reencontrarme con buenas amistades que, en otros tiempos, se habrían enfriado debido a la distancia.
No obstante, estas relaciones tienden a quedar en un espacio virtual, alineado con la práctica del budismo zen, donde la conexión con el otro se vuelve más abstracta y menos tangible. Si bien esto puede mitigar el dolor, también nos hace menos humanos, más autómatas, y más despegados del sufrimiento ajeno.
Pienso, además, en consonancia con lo que he mencionado, sobre el caos inherente al amor, volviendo una vez más a nuestro amigo Schopenhauer. Las tecnologías pueden organizar nuestras relaciones amorosas, pero ¿a qué precio? La esencia del amor reside en el caos, y sin ese estado caótico, el amor deja de ser amor y pasa a ser una relación totalmente programada, controlada por factores externos a nuestra naturaleza biológica, sin espacio para la libertad.
Quizás todo lo que he dicho os pueda hacer sentir un cierto desasosiego, pensar que la IA puede llegar a controlar todos los aspectos de nuestra vida, haciéndola más armoniosa pero también borrando todo rastro de esa humanidad que nos ha caracterizado en todos los planos resulta inquietante, ¿qué nos quedaría? Quizás, pienso, y eso que soy un ateo cada vez más convencido, que en la acción cristiana (dentro de ese pensamiento barroco de autosuperación frente al concepto evolutivo darwiniano) podemos encontrar un foco de resistencia interior.
Es cierto que la IA cada vez irá suplantando más tareas, algo que no podremos detener. Sin embargo, debemos mantener la capacidad de verla siempre como algo externo a nuestra naturaleza. Debemos movernos, al igual que aquellos napolitanos que señalaba Adorno, quienes reparaban sus coches haciendo apaños ellos mismos (capaces de arreglar tanto un roto como un descosido), sin dejarnos subsumir por las tecnologías, sino utilizándolas a nuestro favor. Tal como hablaba Ortega y Gasset, debemos crear nuestras propias circunstancias. Seguir estudiando a pesar de que la IA pueda actualizarse más rápido que nosotros, seguir trabajando aunque pueda realizar nuestras tareas más eficientemente, seguir amando caóticamente a pesar de que la IA pueda facilitar nuestras relaciones.
Podríamos perdernos en el enorme impacto que la IA puede tener en nuestras vidas. Recuerdo un fragmento de "El principito" sobre unas pastillas que quitaban la sed (se las ofrecía un vendedor), y cómo el principito prefería ir a buscar el agua a la fuente y deleitarse bebiendo del fresco manantial, a pesar del tiempo que se podría ahorrar