Las democracias liberales que forman parte de lo que Harvey llama “los países del capitalismo avanzado”, Estados Unidos, Europa Occidental, Australia, Nueva Zelanda, Corea del Sur, Japón, Noruega y Suiza, son países que gozan de una vida política aburrida, que es una de las señas de identidad de las sociedades más prósperas, que buscan el avance mediante el pacto y no por medio de la revolución. En estas naciones no importa demasiado si gobierna la derecha o la izquierda, porque el marco jurídico establecido, al que hay que sumar los consensos políticos necesarios para garantizar la estabilidad económica, es la base de la prosperidad. Soy una persona de izquierdas, pero perfectamente podría votar a un partido de derechas siempre que este garantice inversiones mínimas en el sector público con el fin de proteger la educación, la ciencia, la cultura, la sanidad y, en el caso de España, abordar de manera inexcusable el gravísimo problema de la falta de vivienda pública. Pero el caso español es distinto porque el PP, de todas las formaciones conservadoras del continente, es claramente la que menos apuesta por llevar a cabo políticas de protección social. Los populares asumen sin pestañear que millones de personas puedan quedarse atrás en una economía de mercado, con el drama que eso supone, y existe además en algunos sectores del partido, no solo en el “ayusista”, un parentesco ideológico con esa derecha estadounidense (republicanos y demócratas) que ha impregnado parte del pensamiento occidental con las perniciosas ideas de la teología de la prosperidad y las creencias de algunos grupos protestantes que dicen que la riqueza material procede de Dios. Incluso entre una parte no menor de las élites intelectuales estadounidenses, este pensamiento se ha visto reforzado a lo largo de un siglo con las teorías que Weber plasmó en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”.
Existe un segundo factor ajeno al carácter neoliberal del Partido Popular. En el caso de España, las perspectivas, incluso con un PP con escasa sensibilidad social, serían diferentes si en nuestro país existiera un marco jurídico como el que establece el ordoliberalismo (Eucken, Escuela de Friburgo) en Alemania, un sistema que garantiza una regulación con el fin de evitar lacras propias del neoliberalismo como, por ejemplo, la precariedad laboral o la ausencia de competencia y la fijación de precios por parte de las grandes empresas, pero sin la participación del Estado en la economía. Alemania defiende el ordoliberalismo desde los tiempos de la República Federal como si fuera las tablas de la ley. Este sistema adquiere hoy pleno sentido, puesto que los mercados bursátiles del siglo XXI poseen una dimensión no solo absolutamente desmesurada, sino desconocida en la historia humana, y tienen la capacidad de crear estados de pánico en la economía, alimentándose de un exceso de deuda y crédito, factores que a su vez promueven la tan temida inflación.
La actividad de los gigantescos actores económicos que operan en las bolsas, que se desenvuelven en marcos no regulados, dificulta un progreso armónico de la economía, con desastrosas consecuencias sociales que impiden a su vez el adecuado desarrollo democrático. La solución a todo esto solo puede venir de una mayor regulación de esos mercados. Todas estas características (deuda, exceso de crédito, desregulación e inflación) son, en verdad, muy propias del capitalismo anglosajón y contrarias a las especificidades del capitalismo alemán y del francés, aunque este último lleve en sus genes un intervencionismo que habría horrorizado a Walter Eucken. El miedo a la inflación quedó grabado a fuego en el alma de los políticos alemanes desde el desastre de Weimar, y Yanis Varoufakis, ministro de Finanzas de Grecia en 2015, se quejaba amargamente en Bruselas, durante las interminables reuniones que se produjeron en el primer semestre de ese año con el fin de lograr una quita de la deuda griega de que, para el ministro de Finanzas alemán, Wolfan Schäuble, las tesis ordoliberales “tenían un carácter divino”. Como antes apuntaba, ese marco jurídico que garantice la protección de los derechos de los ciudadanos por encima de los intereses de las grandes empresas no existe en España, por eso una gestión del PP es mucho más lesiva para la sociedad.
Estamos en una época sombría. Creo que hay que contener la respiración hasta ver que ocurre definitivamente en Estados Unidos, porque un eventual triunfo de Trump en 2024 puede entrañar el principio del fin de la democracia estadounidense, y eso supondrá también un retroceso de derechos civiles en todos los países, no solo en aquellos que, como Polonia y Hungría, llevan años estancados en una fiebre conservadora. Hay indicios claros para pensar que una segunda presidencia de Trump implicaría una arremetida descomunal contra el Estado de Derecho con el fin de modificar el sistema democrático estadounidense hasta sus cimientos. Son tiempos oscuros, insisto. También ahora estamos sabiendo por las investigaciones de la Policía Federal y del Supremo Tribunal Federal que en Brasil a punto estuvimos de ver un intento de golpe de Estado hace unos meses. Fue durante los 12 días posteriores a la victoria de Lula. Eso hubiera supuesto una guerra civil que la ultraderecha brasileña habría aprovechado para “limpiar” el país de elementos indeseables en una fiesta de sangre. Siempre hay algún político dispuesto a levantar la bandera del odio y la maldad y siempre habrá ciudadanos decididos a acompañarle. Si este plan no llegó a materializarse, y esto es una opinión personal, es por el miedo de los líderes de los grupos supremacistas blancos a la gran capacidad de movilización (y sacrificio) de la izquierda brasileña. Me explico: al fin de la Guerra Civil española nadie conocía físicamente a Franco, lo que evitaba que se convirtiera en objetivo de un atentado. Es verdad que en una guerra en Brasil los primeros que perderían la vida serían muy probablemente los líderes de la izquierda: Lula, Guilherme Boulos, Fernando Haddad, Manuela D´Ávila, Dilma Rousseff y tantos otros rostros conocidos y, por tanto, identificables. Pero ese sería también, antes o después, el destino de la familia Bolsonaro al completo, y lo mismo ocurriría con Hamilton Mourao, Sergio Moro, Damares Alves, Ricardo Salles o Paulo Guedes. No se sintieron espantados ante la posibilidad de desencadenar una guerra, sino ante la perspectiva segura de morir en ella.
Estamos en un tiempo oscuro, sí, pero también en un mundo en el que, como en todas las épocas, la esperanza se abre paso. Durante décadas, líderes de la derecha española como Felipe González, Aznar, Esperanza Aguirre, Rodrigo Rato, Montoro o Rajoy, a coro con la derecha internacional de Thatcher, Reagan, Alan Greenspan, Clinton y Blair, nos convencieron (esa fue su gran victoria cultural) de que no era posible gobernar un país si no era dentro de sus rígidos y salvajes parámetros neoliberales encaminados a destruir los sectores públicos y a reducir los derechos de la clase trabajadora a costa de lo que fuera. Pero muchas formaciones socialdemócratas cuestionan ya estas prácticas neoliberales incorporadas a sus programas desde los años setenta y desde el infausto momento en que derechistas como Felipe González, Carlos Andrés Pérez, Bettino Craxi, Blair o Gerhard Schröeder se hicieron con sus riendas. El simple principio de realidad revela las falacias de los neoliberales: pese a todos los palos en las ruedas que Nadia Calviño puso en la pasada legislatura (a excepción de las dos primeras subidas del SMI y de la creación del Ingreso Mínimo Vital, que eran líneas estratégicas marcadas por un Sánchez obligado por Pablo Iglesias), resistiéndose a todas las medidas sociales propuestas por Unidas-Podemos, los datos demuestran que los impuestos a la banca, las subidas del salario mínimo o la reforma laboral no han supuesto ni la más mínima merma en el crecimiento de la economía, la productividad y las exportaciones.