La cuestión catalana ha representado una prueba de estrés a la calidad y solidez de la democracia española, sus instituciones y su sociedad civil. El resultado ha sido demoledor, a la altura de lo experimentado por los bancos durante la crisis financiera de la pasada década y del viaducto de Génova. La democracia española, en pocos meses, ha pasado de las grietas a los escombros. El prestigio del país, tras la violencia policial del 1 de octubre, la aplicación de la justicia (re)creativa contra decenas de independentistas (aparte del ridículo Llarena a nivel internacional), o la práctica supresión de la libertad de expresión ha caído estrepitosamente, dejándolo a la altura de Turquía. De hecho, las comparaciones entre Madrid y Ankara se han generalizado entre buena parte de la opinión pública internacional, y es asumida de manera generalizada por la mayoría de los vascos y catalanes. Y todavía peor, ante el descrédito español a ojos internacionales, se percibe una deriva hacia la autarquía política, diplomática y cultural que recuerda al régimen anterior, y que se expresa mediante una exhibición histérica de rojigualdas, signo inequívoco del retorno al complejo de inferioridad y la inseguridad identitaria. Ozores y Alfredo Landa regresan por sus fueros. Es más que lógico que no se muestre ningún tipo de simpatía por el independentismo. También resulta legítimo que un estado trate de evitar la secesión de un territorio bajo su soberanía, y que en un conflicto de estas características, la opinión pública exprese sus reservas y mire con malos ojos esta hipótesis. Pero la democracia tiene un precio, y los estados de derecho tienen unos límites democráticos claros, si pretenden evitar poner en riesgo la calidad de sus instituciones, la seguridad de su propia ciudadanía o el respeto internacional. Pero lo que ha sucedido aquí ha sido todo lo contrario. La incompetencia e irracionalidad de los responsables políticos del PP, cuando decidió administrar un problema político de primer orden mediante la represión policial, el incumplimiento de las propias leyes, el uso y abuso de unos tribunales nada independientes como complemento a la violencia, la manipulación de los medios de comunicación para confundir y mentir a la opinión pública y hacer servir la ultraderecha como paramilitares ha provocado este colapso del sistema institucional. Para ello se han cargado a martillazos el sistema de libertades fundamentales, prevaricando por tierra, mar y aire. Han manipulado el sistema judicial para perseguir delitos imaginarios, han tratado de sobornar e intimidar diplomáticamente a estados extranjeros (y en el caso de Jiménez Losantos, recurriendo directamente a amenazas graves hacia sus ciudadanos), han prohibido la exhibición de obras de arte en que se hacía referencia a presos políticos (ARCO 2018), se ha encarcelado a raperos, ciudadanos que expresan sus opiniones en las redes sociales, se ha promovido la guerra sucia y las cloacas para tratar de acabar con el independentismo, se ha perseguido ilegalmente a disidentes e independentistas, y todo ello, enrollados en grandes y ostensibles rojigualdas. Para mantener la precaria unidad del estado, se ha sacrificado en el altar mayor a la democracia. Y es muy posible que esta acción resulte suicida, puesto que la normalización del autoritarismo se ha instalado inconscientemente entre la mayoría de los ciudadanos españoles, y la exhibición de este franquismo desacomplejado ha abierto una brecha irreparable que ha consumado el irreversible divorcio sentimental entre España y Cataluña. Y no hablo exclusivamente de los independentistas. Quiero recordar que el 80% de los residentes en Cataluña se declara republicana, no soporta la existencia de presos políticos y exiliados y no quiere ver al rey ni en pintura. En esta operación del más rancio nacionalismo español, el franquismo ha salido completamente del armario; por una parte, el PP, líder del franquismo sociológico tradicional, conservador y de provincias; por la otra un Ciudadanos que recoge cierta herencia del falangismo histórico con ciertas dosis, más de juventud que de modernidad, que converge con buena parte de la ultraderecha europea, antiinmigración, y de repliegue identitario y uniformista, con discursos etnicistas (“sólo veo españoles”), ante la complicidad de un PSOE cooptado desde el minuto cero de la Transición, que en esta competición a ver quién la tiene más larga, se ha abrazado a la bandera monárquica. En todo este panorama, resulta decepcionante el papel de la izquierda. Por una parte, la vieja, la enésima versión del antiguo PCE, que acabó convergiendo con la nueva, la de un Podemos que pretendía innovar ideológica y metodológicamente el panorama político, pero que no parece haber ido muy lejos, y cuyo acomodamiento (de manera subalterna) a las instituciones, parece haber sido convenientemente esterilizado. Es curioso, y poco razonable esta actitud, teniendo en cuenta que el reaccionarismo que ha tomado la iniciativa en España coloca a Unidos Podemos en la segunda posición de la lista, tras los independentistas, de objetivos a abatir. Buena parte de sus líderes e ideólogos pudieron comprobar cómo centenares de fascistas los esperaban para agredirlos en la conferencia de Zaragoza en el agitado otoño del 2017 ante la pasividad cómplice del estado y sus fuerzas represivas. No puede ni debe aceptarse esta pasividad. La España franquista domina el centro del tablero, y en estas circunstancias, esconderse en un rincón es una estrategia suicida. La principal hipoteca de la izquierda se halla en la propia Transición, cuando el antiguo PCE (y también el PSOE) renunciaron a unos símbolos nacionales propios y se tuvo que tragar los del enemigo: la bandera, el himno y la monarquía. El resultado, es que la España del 39 sigue mandando (con su actualización-maquillaje del 78), mientras que la izquierda, al no proponer una alternativa creíble, ha quedado privada de oxígeno. El resultado (y Cataluña también ha resultado ser una fracasada prueba de estrés) es catastrófico: tenemos una izquierda cobarde y acomplejada. Cobarde, porque no es capaz de plantar cara a la hegemónica España franquista que exhibe sin pudor sus símbolos que recuerdan los crímenes sobre los cuales fundamentan su poder, y acomplejada, porque parece incapaz de crear sus propios mitos, liturgias y alternativas, que más que económicas, deben ser siempre identitarias, culturales y simbólicas. Los símbolos no son importantes: son esenciales. La izquierda debe escupir a la rojigualda, que no, no es la bandera de todos los españoles, sino la bandera franquista, la monárquica, la del feudalismo, la que llevaban los aviones que bombardeaban población civil, que ondeaba en los campos de concentración cubanos, que llevaban quienes asesinaron a Lorca. Lo mismo para esa pachanga infumable –una marcha militar de granaderos- que resulta insultante para los descendientes de los republicanos. Y qué decir de una monarquía designada directamente por uno de los peores criminales de la historia (medalla de bronce europea, tras Stalin y Hitler, a la hora de asesinar ciudadanos propios, medalla de plata mundial en desaparecidos, tras Pol Pot). La izquierda debe romper con los símbolos y con la cultura política establecida en esta España negra (de charanga y pandereta, que recordaba Machado), uniformista, autoritaria, cutre, zafia e ignorante (con el lamentable espectáculo de los toros como expresión) y establecer su propia simbología. La izquierda debe enarbolar una bandera diferente que precisamente sirva para visualizar que otro país es posible. Hay motivos más que suficientes para que no haya borbones en este país. Como himno, particularmente preferiría algo como el Canto a la Libertad, de Labordeta, uno de los cantautores íntegros y decentes que ejerció muy dignamente su papel político. En resumen, la izquierda debe hacer lo contrario que hasta ahora. Tomar la iniciativa política, con el 15 M como referente político, e incluso aprender del movimiento independentista, hasta ahora el único que ha puesto en jaque a todo el régimen del 39 (renovado el 78), lo que explica que el franquismo sociológico e institucional esté tan irritado, haya perdido los papeles, y que ha conseguido que la inmensa mayoría de catalanes seamos republicanos. Al fin y al cabo, Cataluña también es España, pero se trata de la España republicana, por eso han construido un cordón sanitario y mediático contra el territorio, para evitar que se contagie. Pero para todo esto, es necesario una izquierda valiente y combativa. Y, viendo lo que se ve, lo normal es ser escéptico. Por eso hay tantos independentistas catalanes nacidos en Castilla, Andalucía, Murcia, Extremadura o Argentina. Al fin y al cabo, la independencia catalana es, hoy por hoy, el único proyecto viable de ruptura.
Una izquierda cobarde y acomplejada
12
de Septiembre
de
2018
Actualizado
el
29
de octubre
de
2024
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