A veces, incluso encuentro poesía en las uñas de los ciempiés, en las bañeras hipocondríacas de los viejos moteles o en la mueca inmoderada de un ser humano que no acepta las sinrazones.
Cruzo la calle y al fondo a la derecha alguien vaticina una nueva beligerancia, una nueva medida de exclusión: la sangre ajena siempre ha sido una buena excusa para que unos pocos individuos continúen enriqueciéndose, para que continúen alimentando su psicopatía, puesto que las guerras son el arte de destruir a los seres humanos y la política es el arte de engañarlos y de enfrentarlos.
Sirva de ejemplo la reciente noticia de que el próximo mes de octubre la Unión Europea impondrá el Euro Digital, y utilizo el verbo imponer porque esta decisión nadie la ha votado, como muchas otras, logrando con esto que ya hayamos superado la trama de la novela de George Orwell, “1984”, hace al menos una década. Y es que cuando algo se “impone”, de alguna manera, se está soterrando el espíritu de la Democracia, no olvidemos que el totalitarismo puede llegar de nuevo a la sociedad de muchas maneras, no sólo con ruido de cañonazos y guetos, sino más sutilmente, y esto, evidentemente, no tiene nada de poético (“los fascistas del futuro, se llamarán a sí mismos. antifascistas”).
Tampoco tiene nada de lírico el saber que, en este preciso momento, en el mundo en el que habitamos, existen casi 60 guerras severamente cruentas, por mucho que los noticieros vayan a lo suyo y se centren únicamente en hablarnos de Gaza y Ucrania; quiero decir, todas las vidas, las de cualquier persona en este planeta, posee valor. Si olvidamos esto, dejamos a un lado la empatía que reside en nosotros mismos, convirtiendo el entorno en el que vivimos en un estercolero de almas inanimadas donde todo tiene un precio y todo es negociable, según nos indican los estándares de algunos poderosos, algo que, por otro lado, y, de manera notoria, también carece de poética.
Ahora estoy leyendo un combinado muy sofisticado de versos y prosa poética titulado “Sólo el tiempo es perdido”, que es, al mismo tiempo, la última obra de Fran Ignacio Mendoza. A Fran lo conocí hace años gracias a las Redes Sociales, esos lugares lúgubres y atestados de falsas apariencias donde casi siempre te encuentras con lo peor del ser humano. A modo de milagro cibernético, me sorprendió que Fran fuese un buen tipo, sensible, con compasión no sólo hacia las letras, sino también ante las injusticias citadas anteriormente, entre otras.
Su nuevo poemario desgarra el papel y nos invita a adentrarnos en el tiempo perdido y en el paso de los minutos -para algunas personas las dos cosas pueden ser perfectamente lo mismo, o dicho a la ebria manera de Bukowski: “La mayoría de la gente va del coño a la tumba, sin que apenas les roce el horror de la vida”-. Ignacio Mendoza se atreve a expresar lo siguiente desde el filo árido de una poética muy bien sintetizada, vivida y sentida: “Testigo del tiempo pasado y del dolor/cuando llega, y no sabes/nunca sabes si te ha tocado un castigo/Sólo te das cuenta de que algo cambia.
Y es que todo es invariable si no hacemos algo al respecto, frente al mundo y sus ignominias y, sobre todo, ante esa cúspide de psicópatas que carecen de estrofas, de principios, de humanidad… O expresado a la digna manera del maestro -y genio- don Francisco de Quevedo: "¡Que se haga justicia!", es el grito unánime de la humanidad. Es la virtud quehace de la vida algo dignoysoportable, pues sin ella las personas estamos expuestas a todo tipo de violencias.
Ojalá así sea.