En los últimos años ninguna institución política española ha quedado limpia y a salvo de la penosa lacra de las comisiones y los comisionistas. Tampoco la Casa Real. Es más, algunos destacados miembros de la realeza –fieles al manual franquista de la economía productiva para beneficio de unos pocos (los de siempre)–, han practicado este negocio sin pudor. El caso Nóos se aireó en el año 2010, cuando el juez José Castro, que investigaba las adjudicaciones del pabellón polideportivo Palma Arena, decidió abrir una pieza separada y requirió información sobre varios convenios firmados durante 2005 y 2006. Los firmantes de aquellos acuerdos, el Gobierno balear y el Instituto Nóos –una supuesta fundación deportiva en principio “sin ánimo de lucro” presidida por Iñaki Urdangarin, ex duque de Palma y yerno de Juan Carlos I– terminaron mal. Tras la investigación de Castro, la Fiscalía Anticorrupción presentó contra el yerno del actual rey emérito y su socio, Diego Torres, cargos por malversación, fraude, prevaricación y falsedad. Otra inmensa tapadera para el cobro de comisiones ilegales al descubierto.
En el auto del magistrado quedó acreditado que el duque de Palma y su cómplice recibieron 5,8 millones de euros de los Gobiernos valenciano y balear. En su declaración, Urdangarin exculpó a su esposa, la infanta Cristina, que en abril de 2013 fue imputada por presunta apropiación indebida de fondos públicos, aunque finalmente quedó absuelta. Durante el interrogatorio, Torres resumía de esta manera, ante el juez, la forma de actuar del insigne comisionista deportivo: “Urdangarin podía hacer lo que le viniera en gana, siempre y cuando no figurara en los órganos de administración”. Al final, quedó acreditado que el Instituto Nóos no pudo justificar la necesidad del gasto con cargo a las arcas públicas, ni el desorbitado precio de los actos contratados por las administraciones implicadas, ni la excepcionalidad de la contratación. Es decir, la fundación vendía humo, puro humo, y su única finalidad era generar comisiones para los involucrados en la red. El propio Jaume Matas, presidente balear, confesó de qué iba todo aquel chiringuito en el programa de Jordi Évole: “A Urdangarin le habría recibido a la hora que él hubiera querido y donde él hubiera querido”. El trato de favor hacia el marido de la infanta Cristina no tenía como finalidad promocionar el turismo, la imagen de marca y el deporte en las islas, sino agradar a la monarquía. “¡Era el duque de Palma!”, sentencia Matas. “La familia real es fundamental para Mallorca. No sé las cifras, ni las cantidades. Nosotros hemos hecho todo lo posible para que ellos estuvieran bien”.
El 11 de enero de 2016 se abrió la vista oral ante la Audiencia Provincial de Baleares. Finalmente, Iñaki Urgangarin fue condenado a 5 años y 10 meses de prisión e ingresó en la prisión abulense para mujeres de Brieva. Actualmente se encuentra en libertad y dando grandes titulares en la prensa rosa por sus infidelidades conyugales. ¿Seguirá con su negocio de comisionista o se habrá arrepentido realmente? Solo el tiempo lo dirá.
El caso Nóos no fue sino la primera entrega de una serie de truculentas historias que han perseguido a la Casa Real española en los últimos años. Pero el expediente Urdangarin iba a quedar en un juego de niños tras destaparse la madre de todos los casos del comisionismo patrio: los negocios del rey emérito en Arabia Saudí. En la madrugada del viernes 13 de abril de 2012, Juan Carlos I sufría una grave caída que iba a marcar el final de su reinado. El monarca se encontraba disfrutando de un safari en Botsuana en compañía de su amante, Corinna Larsen, cuando tropezó con un escalón en un bungaló de lujo y se rompió la cadera. Su affaire con la empresaria alemana, la infame cacería de elefantes en la que participaba y el hecho de que el monarca se diera a una vida de placeres y despilfarros mientras los españoles sucumbían a la grave crisis económica de 2008 acabó con el gran mito del patriarca de la Transición. Terminaba la leyenda del monarca que iba a pasar a la posteridad como el mejor de los reyes; comenzaba otra leyenda mucho más negra y oscura: la del soberano comisionista que no perdona un maletín repleto de dinero negro.
El safari de Botsuana, un escándalo de proporciones internacionales que terminó con la abdicación de 2014, fue un punto de inflexión en la historia de nuestro país. Hay quien cree que si aquel episodio en África no hubiera trascendido a la opinión pública hoy Juan Carlos seguiría siendo rey de España. Nunca lo sabremos. En cualquier caso, lo más vergonzoso estaba aún por llegar. La prensa británica empezó a filtrar información sobre la supuesta fortuna oculta del rey emérito (más de 2.000 millones de euros, según Forbes y The New York Times) y la sombra del cobro de comisiones ya no se apartó del viejo monarca. En julio de 2018 el medio digital OkDiario publicó las grabaciones de un encuentro secreto que había tenido lugar tres años antes en Londres entre Corinna Larsen, el comisario José Manuel Villarejo (hoy en prisión) y el ex director ejecutivo de Telefónica Juan Villalonga, amigo común de ambos. En aquellos audios, Corinna aseguró que Juan Carlos I le había donado 100 millones de dólares, un regalo en agradecimiento y pago por su amor que según la empresaria alemana fue el fruto de la intermediación del rey emérito en la adjudicación de las obras de construcción del tren AVE a la Meca. También le acusó de ocultar su supuesta fortuna en un banco suizo sirviéndose de testaferros, así como de fundar sociedades pantalla en paraísos fiscales para canalizar los ingresos. El comisionista de comisionistas quedaba al descubierto.
Finalmente, el sospechoso asunto ha servido para que el rey emérito se vea obligado a poner al día sus cuentas con Hacienda (hasta tres regularizaciones fiscales se han sucedido en un corto período de tiempo) pero las causas penales han sido archivadas al entender la Fiscalía Anticorrupción que el monarca no puede ser procesado porque goza de especial protección constitucional (inviolabilidad real); porque no se ha podido probar el origen de los ingresos extra; y porque los delitos han prescrito. Sin embargo, la gran pregunta sigue en el aire y sin ser contestada: ¿de dónde salieron los 100 millones de dólares que Juan Carlos donó a Corinna Larsen por el “cariño” que sentía hacia ella? La examante del primero de los Borbones asegura que la donación fue una entrega del rey de Arabia Saudí, Abdalá Bin Abdelaziz, como pago por la construcción del AVE en el desierto. El dinero habría sido ingresado en 2008 en la cuenta de una sucursal bancaria panameña del banco privado ginebrino Mirabaud. En las últimas semanas, todo eso ha sido archivado por la Justicia española por falta de pruebas y en una polémica decisión. Pero una cosa queda clara: también en este juego del comisionista hay clases. Están quienes juegan en tercera división (arañando lo que pueden de aquí y allá y arriesgándose a terminar en el calabozo) y los del palco VIP que gozan de inmunidad total. El famoso periodista Jaime Peñafiel, experto en información sobre Casa Real, reveló en el programa Todo es mentira de Cuatro cuál puede ser el origen de la fortuna del rey emérito: “Una comisión por cada barril de petróleo que le permitió cobrar el dictador, una comisión que perduró hasta tiempos de Aznar”. Qué maravilloso el mundo del comisionista que permite máximos rendimientos sin tener que poner el despertador a las seis de la mañana, cada día, para ir a trabajar.
La nueva hornada
Con tanta redada policial y tanto juicio, lo normal es que hoy por hoy la figura del comisionista hubiera entrado en franca decadencia. Nada más lejos. La actividad causa furor entre mucha gente que la sigue viendo como una manera de enriquecerse de forma rápida y sin apenas esfuerzo. Es lo que ha ocurrido con el caso mascarillas. En marzo de 2020, durante lo peor de la pandemia, cuando miles de personas caían enfermas y morían contagiadas, el Ayuntamiento de Madrid buscaba material sanitario allá donde fuese posible. España no disponía de stock suficiente de cubrebocas y tuvo que recurrir a otros países, mayormente asiáticos. Dos conseguidores, Luis Medina y su socio Alberto Luceño, iban a dar el pelotazo de sus vidas ofreciéndose para poner en contacto al consistorio municipal madrileño con empresas extranjeras. El problema fue que este negocio se hizo a costa de comprar productos de baja calidad y a un precio desorbitado, de modo que la Justicia investiga si se ha cometido un delito de estafa. La clave podría estar en un misterioso personaje, el empresario malasio San Chin Choon, con quien Medina y Luceño contrataron la compra de miles de mascarillas y guantes. Localizado el proveedor malasio, este declara que todo es legal y está en regla. Para darle al caso un aspecto más sórdido, se da la circunstancia de que Medina y Luceño contactaron con un primo del alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, para ofrecer su negocio al Ayuntamiento de la capital, de modo que el escándalo está servido. “Contacté con Carlos Martínez-Almeida y le dije que teníamos material sanitario para vender, que al ser primo del alcalde imaginé que me podría dar un contacto con el Ayuntamiento”, declaró Medina ante el juez. Sea como fuere, el negocio acabó siendo redondo para los comisionistas. Las mascarillas, guantes y test de diagnóstico covid-19 costaron a los madrileños casi 12 millones de dólares, de los que Medina y Luceño percibieron la correspondiente comisión (un millón el primero y más de 5 millones el segundo).
Rápidamente los mediadores diversificaron sus ganancias. ¿Cómo? Comprando bienes de lujo. Medina adquirió un yate modelo Eagle 44 por valor de 325.515 euros al que no sin algo de cinismo bautizó como Feria en homenaje a su padre, el conocido duque de Feria procesado en los años 90 por el rapto de una niña de 5 años. “El velero de los sueños de Luis Medina”, rezaba el titular de una conocida revista del corazón. La Fiscalía investiga si con el dinero sobrante adquirió diferentes tipos de bonos por valor de 400.000 euros.
Al hijo del duque de Feria no se le conoce profesión concreta, más allá de que su madre, la célebre modelo Naty Abascal, lo introdujese en su momento en el mundo de la moda y la alta sociedad. Ha ejercido como embajador de la marca italiana Dolce & Gabbana pero, según él mismo reconoce ante el juez, se dedica a todo un poco, desde “bróker de materias primas” a “compraventa de minería” pasando por la “alimentación, carne, pollo, cerdo…” Ahora la Justicia apunta a que Medina pudo aprovecharse de su condición de “personaje conocido en la vida pública y su amistad con un familiar del alcalde de Madrid” para quedarse con el negocio de las mascarillas.
Mientras tanto, el socio Luceño destinaba 60.000 euros a unas minivacaciones en Marbella (a 10.000 euros la noche). También empleó el dinero en comprar tres relojes de lujo Rolex y 12 coches de alta gama de las marcas Ferrari, Lamborgini o Aston Martin. Los vehículos pedían mansión de lujo, que adquirió, como no podía ser de otra manera, en una zona exclusiva de Pozuelo de Alarcón al módico precio de un millón de euros. En su cuenta profesional, el comisionista dice que cree “en la motivación, profesionalidad y responsabilidad”, así como “en un futuro hecho sobre un presente”. Además, Luceño se define a sí mismo como una persona que “lucha y cree en el posicionamiento (aunque sacrifique dinero)”, a lo que añade: "Diferenciación, más posicionamiento, más valores, igual a éxito”. Retórica de coach barato, aquí lo que cuenta es la agenda y los contactos, todo el mundo lo sabe a estas alturas de la vida. Un buen enchufe en las administraciones públicas mejor que cualquier carrera, habría que añadir. Una vez más, queda acreditado que el comisionismo mal entendido no deja de ser una especie de parasitismo social, privilegio de casta que algunos aprovechan con destreza e imaginación para llegar a la cima del éxito.
Núñez Feijóo, presidente del PP y jefe de la oposición, ha calificado a ambos personajes, quizá con demasiada benevolencia, como “pillos de la pandemia”. Sin embargo, de confirmarse la estafa, los intermediarios habrían ido mucho más allá de dos avispados o simples listillos, ya que protagonizaron un obsceno caso de enriquecimiento meteórico mientras el pueblo español sufría los estragos de la pandemia y los efectos de una devastadora crisis económica. Nunca antes el dicho “a río revuelto ganancia de pescadores” fue más cierto y más nauseabundo.
Ante el escándalo de las mascarillas, el alcalde de Madrid, Martínez-Almeida, ha tirado balones fuera, desmarcándose de los presuntos comisionistas. Cuando el negocio de las mordidas queda al descubierto nadie conoce a nadie. Todos se pierden sin dejar rastro, los clientes desaparecen, los compradores se esfuman, los vendedores ponen tierra de por medio y los conseguidores se encogen de hombros. “Esto es una cacería por parte de la izquierda”, denunció el primer edil madrileño. “No hay ninguna duda de que detrás de esta cuestión están el PSOE y Sánchez, que tiene una obsesión personalísima por Madrid”, insistió al tiempo que dijo sentirse estafado como alcalde de Madrid. Y además añadió que era “un honor y un motivo de orgullo que la izquierda le haya puesto en la diana de la cacería política a la que acostumbra”. Muchas excusas peregrinas, pero ni una explicación convincente sobre un pelotazo millonario que ha servido para enriquecer a unos pocos adláteres del poder.
La pandemia ha alimentado el talento de algunos para lucrarse con el negocio del comisionismo, que también se ha promocionado desde el Gobierno de la Comunidad Autónoma de Madrid. La Fiscalía Anticorrupción ha abierto una investigación para aclarar qué hay detrás del contrato para la compra de mascarillas chinas que la Comunidad de Madrid adjudicó a una empresa relacionada con un hermano de la presidenta regional, Isabel Díaz Ayuso. Pablo Casado destapó el affaire (no para garantizar la limpieza de la política sino en venganza contra Ayuso) y eso le costó el cargo. La cúpula del partido terminó derrocándolo y colocando a Feijóo, que a partir de ahora se andará con mucho más cuidado a la hora de meterse con la lideresa madrileña. Está claro que en este país el que denuncia al comisionista termina pagándolo caro. Al final, el acuerdo para la compra de mascarillas del Gobierno regional generó unos beneficios de 55.000 euros para el Hermanísimo de Ayuso.
De momento, la Fiscalía Anticorrupción ha empezado a investigar el caso “a la vista de que los hechos denunciados” por tres grupos parlamentarios en la Asamblea de Madrid –PSOE, Unidas Podemos y Más Madrid– “pudieran llegar a ser constitutivos de delitos que resultan de la competencia de esta Fiscalía Especial y apreciando en los hechos una especial trascendencia”. Las denuncias recibidas en Fiscalía se refieren a la contratación de emergencia realizada por la Consejería de Sanidad (1 de abril de 2020) para la adquisición de 250.000 mascarillas FFP2-3 por un precio unitario de 6,05 euros y un importe total de 1.512.500 euros a la mercantil Priviet Sportive, S.L., en la que supuestamente habría intermediado Tomás Díaz Ayuso. La presidenta ha admitido que esa negociación existió, pero “es una contraprestación por su trabajo, no una comisión por intermediación”.
Una vez más, será la Justicia la que tenga que aclarar si la operación, llevada a cabo en un momento crítico en que no había mascarillas en el mercado y miles de personas estaban muriendo por el coronavirus, cumplió con la Ley de Contratos del Sector Público, que advierte de las “incompatibilidades” en las transacciones comerciales de la Administración en la que participan “cónyuges, personas vinculadas con una análoga relación de convivencia afectiva, ascendientes y descendientes, así como parientes en segundo grado”, entre otros. Una relación por la que se puede producir un “conflicto de intereses con el titular del órgano de contratación”. Según Clara Velasco, profesora de Derecho administrativo de la Universidad Pompeu Fabra (UPF), en este caso “hay que ver” si el hermano de Ayuso “ha vulnerado esta prohibición utilizando como pantalla la empresa que finalmente consigue el contrato, por un lado, y por otro si el titular del órgano de contratación tenía un conflicto de interés”. Con todo, destaca, haría falta una investigación más exhaustiva para aclararlo, según una información del diario Ara.
El negocio suscrito por la Comunidad de Madrid es muy discutible desde el punto de vista ético (el aspecto legal se sustanciará en los tribunales), y ni siquiera la situación de excepcionalidad provocada por la pandemia puede justificar que se incumpla la normativa en vigor. Carmela Sánchez, experta en economía financiera y sector público de la Universidad de Santiago de Compostela, recuerda que en los contratos durante el estado de alarma se “redujeron los controles” y es más difícil “comprobar” posibles malas praxis. “Se agiliza la contratación en perjuicio de la transparencia”, matiza. Y aunque considera que el hecho de que se pueda cobrar algún tipo de “comisión” en una contratación pública es “sorprendente”, la cantidad de 55.850 euros –un 3,6% del total– es la normal para este tipo de intercambios, añade la información del periódico catalán.
“Durante 2022 se adjudicaron más de 16.000 contratos de administraciones públicas. Esto es muchísimo. Sabemos que la mayoría tenía que ver con la crisis sanitaria, mascarillas, geles, guantes, pero también se aprovechó el momento para colar concesiones de televisión pública, la gestión de la piscina municipal de un pueblo, los camellos de la cabalgata de Reyes, pistolas Táser para la policía... Se ha aprovechado la pandemia para colar contratos que nada tenían que ver con la emergencia sanitaria”, asegura Eva Belmonte, directora de Civio. Los contratos se firmaban de forma rapidísima, su publicación oficial no tanto, de ahí que esté costando investigar si hay más casos como el de Medina y Luceño. La ley obliga a la Administración a publicar en quince días, pero este trámite no siempre se ha cumplido. Tanto la Justicia como el Tribunal de Cuentas están revisando cientos de contratos en busca de comisionistas y especuladores que hayan podido sacar tajada.
Ninguna parcela del Estado queda a salvo de la codicia de los comisionistas. Ni siquiera el deporte, del que se debería esperar que transmitiera valores de honestidad, ética y juego limpio. En las últimas semanas han salido a la luz pública unas grabaciones que recogen conversaciones privadas entre el presidente de la Federación Española de Fútbol (RFEF), Luis Rubiales, y el jugador del F.C. Barcelona Gerard Piqué. En los audios queda el descubierto el compadreo entre ambos personajes para organizar la Supercopa de España en Arabia Saudí. El contrato contemplaba una comisión millonaria para Kosmos, la empresa de Piqué, de 4 millones de euros por cada una de las seis ediciones del torneo, mientras que la Federación recibiría 40 millones por temporada (240 en total). En principio, no parece haber nada delictivo en la firma de este contrato. Ahora bien, ¿es ético o moral que el presidente del fútbol español favorezca a un comisionista que en realidad es un jugador que va a tomar parte en la Supercopa compitiendo con su club? ¿No se adultera la competición al mezclarse deporte y negocios? La posibilidad de que se produzca un conflicto de intereses está sobre la mesa. De momento, Piqué ha negado que haya cometido ninguna irregularidad: “Simplemente le estoy intentando ayudar [a Rubiales]. ¿Qué más conflicto puede haber? No tiene que ver un tema comercial con un tema en el campo. Traigo una oportunidad a la Federación. Pasan de llevarse 120.000 euros a 40 millones”, se defendió el central culé.
Rubi y Geri (con esa familiaridad se referían el uno al otro en las conversaciones) llegaron incluso a barajar la posibilidad de recurrir a Juan Carlos I por sus contactos con los jeques árabes (el futbolista llega a sugerir que con la mediación del monarca el negocio se remataría con éxito). De una de esas conversaciones se desprende que ambos contemplaron la opción de hablar con el rey emérito para que ayudara a que dicha competición se celebrara en Arabia Saudí. “Rubi, ¿crees que acercándonos al rey puede ayudar? Que tiene muy buenas relaciones con la gente de ahí, con los reyes o con quien sea de los saudíes. Porque podemos entrar fácil. Yo sé que tú, supongo que también puedes entrar, pero creo que el rey aquí nos podría ayudar, seguro... El emérito, ¿eh?”, asegura el defensa del Barcelona. A la pregunta, Rubiales responde: “Si nos saltamos desde la Federación al Gobierno... nos pasará factura. Otra cosa es que lo hagas tú, pero te vas a implicar. No sé”. Un ejemplo de manual de comisionismo acelerado.
El escándalo estaba servido y, tal como cabía esperar, llegó a oídos de Juan Carlos I en su lejano exilio de Abu Dabi. De inmediato, el monarca se puso en contacto con el programa Espejo Público de Antena 3, presentado por Susana Griso, para negar su participación en cualquier trabajo, intermediación o cobro de comisiones: “Susana, desmiéntelo categóricamente. Me puso Piqué un whatsapp para verme, pues venía a Abu Dabi a presentar su Copa Davis, y le dije amablemente que no estaría aquí. Pero de lo otro nunca”.
El juancarlismo del 78 nos vendió el cuento de que esta democracia sería distinta, igualitaria, limpia de cortesanos y palaciegos. Sin embargo, la historia más negra de este país vuelve a repetirse una vez más y ahora vivimos la profunda decepción de que aquí siempre prosperan los mismos, los mal llamados comisionistas, un oficio bajo sospecha que promociona a grandes de España, instalados, familias bien colocadas de toda la vida. La misma nobleza corrupta parasitada con el sistema y la monarquía; los mismos señoritos del cortijo ahora reciclados en supuestos brókerespara dar el pelotazo a gran escala. Siguen estando ahí, las manos muertas, las clases ociosas que deambulan por los ministerios y ayuntamientos, los oportunistas que van a la caza del chollo del siglo. Una casta de alta cuna y baja estofa que se perpetúa de generación en generación, que tiene entrada libre en los grandes eventos nacionales y que se pasea por los despachos oficiales como Pedro por su casa. Conseguidores que alternan con los caciques en cotos privados de caza mientras disparan contra las cuatro liebres raquíticas que quedan. Arribistas con el carné del partido en los dientes que van cerrando negocios a destajo. Miembros de una estirpe de apellidos larguísimos como cansinas letanías. En eso consiste la esencia del comisionista: don de gentes, gente con don. Hoy venden un perfume en la televisión, mañana unos azulejos, una cuadra de caballos o unas mascarillas a precio de oro. Negocios diversificados para una ralea que no sabe hacer la o con un canuto y que nunca fue a la universidad. Y todo con el correspondiente jugoso porcentaje, sin dar golpe, solo tirando de una agenda milagrosa, de parientes influyentes y de amigos en las altas esferas. Nepotismo, enchufismo, amiguismo. Grandes males españoles que no hemos sabido o no hemos querido extirpar. Los comisionistas son los mismos de toda la vida (antes se les llamaba recomendados); los mismos que, cuando llegó la democracia, sacaron su dinero de España, a espuertas, por miedo a la Tercera República; los mismos del pañuelo en la solapa, la gomina en el pelo y el traje perfumado que siguen robando al patriótico grito de “viva España, viva el rey”. Comisionistas: seres agraciados por una feria jovial y secular para su goce exclusivo. Y mientras tanto, el pueblo hambriento mira, envidia y calla.