Feijóo es una máquina de fabricar ultraderechistas

12 de Junio de 2024
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Nuevo cara a cara entre Sánchez y Feijóo en el Congreso. Y más de lo mismo. El presidente del Gobierno a la defensiva, señalando a la máquina del fango (“tiene una sede social y es la Comunidad de Madrid”) y el líder del PP con la misma matraca de siempre: el aznarista “váyase señor González” cambiando el apellido por Sánchez. Estas sesiones de control deberían servir para que el jefe de la oposición planteara soluciones concretas a los problemas reales de la nación, pero hace tiempo que se abrazó al manual demagógico/populista. Y en esas estamos. Dos viejos dinosaurios de otro tiempo atizándose dentelladas mientras el meteorito de la extrema derecha vuela sobre sus cabezas y está a punto de caer.  

Hoy al menos ha habido una novedad que ha sacado al Congreso de los Diputados de la crispación, del tedio y del “y tú más”. En un momento del debate, Sánchez ha anunciado una iniciativa parlamentaria (por fin, llevaba semanas, quizá meses, noqueado por el turbio asunto de su esposa) que promete ser interesante. Dice el premier socialista que antes del verano llevará a las Cortes un paquete de medidas para la regeneración democrática, las conclusiones que extrajo de aquellos cinco días de reflexión, de aquellos cinco días en el desierto monclovita meditando sobre lo divino y lo humano, sobre este mundo y el otro, sobre el amor. “Usted tiene el BOE”, le recordó Rufián, que le está haciendo buena parte del trabajo al proponerle algunas cuestiones que deberían estar ya resueltas como sacar de sus despachos a los magistrados atrincherados en el Poder Judicial; vetar la contratación pública a empresas privadas (un tirón de orejas a Begoña Gómez); y elevar las multas por difundir bulos y difamaciones de 14.000 a 150.000 euros. En ese momento, Sánchez se sacó uno de sus conejos de la chistera y espetó: “Yo tengo muchos defectos, pero hablo claro. Me propuse presentar un paquete de calidad democrática antes de que termine el verano y voy a presentar ante las Cortes Generales ese paquete”.

Mientras tanto, Feijóo, que había consumido su tiempo sin derecho a réplica, pensaba en los marrones que se ciernen, no ya sobre el Partido Popular, sino sobre sí mismo. El avance ultra, más vigoroso en Europa que en España, le está quitando el sueño. Antes de las elecciones europeas del pasado domingo, en este país había una extrema derecha. Hoy hay dos. La hidra de siete cabezas (o nueve, o cien, según la versión mitológica que prefiramos) muta espasmódicamente y a una velocidad de vértigo. Alvise Pérez, con su chiquipartido Se Acabó la Fiesta (que es él solo con un altavoz telemático), le ha robado tres escaños a sus más directos rivales. Ochocientos mil votantes que han despreciado las opciones de PP y Vox para echarse al monte, aún más arriba hasta la colina, con el último trol o agitador de las redes sociales. El fenómeno de la clonación ultra, exponencial e imparable, preocupa y mucho en Génova 13. Entre otras cosas porque le está robando mucho parroquiano que siempre le había votado de forma fiel e incondicional y que ahora explora otros territorios reaccionarios más fascinantes. Y también porque en estas europeas buena parte de la juventud ultraconservadora, esa que ve al Partido Popular como una fuerza política viejuna, anacrónica y desintonizada con las formas y los contenidos que se llevan hoy día más allá de los Pirineos, ha empezado a moverse también hacia opciones rupturistas, antisistema, anarcoides y hater. Dicho de otra manera: Feijóo llegó a Madrid para unificar el centroderecha español y está consiguiendo todo lo contrario: trocear, fraccionar, despedazar el movimiento conservador hispano. A este paso, en 2027, cuando vayamos a votar otra vez (si es que no se adelanta la cosa) cada tuitero vividor en busca de fama, aforamiento y nómina oficial (y hay unos cuantos) tendrá su propio partidillo rabioso y odiador capaz de comerle la tostada del medio millón de votos a la matriz popular.

Los informes internos de Génova llevan meses alertando a la plana mayor de que ese fenómeno, el de la aceleradísima mitosis o división de la extrema derecha en diferentes marcas, puede ser letal para un partido que todavía tiene un pie en el sistema (aunque poco le falta ya para dar el salto mortal hacia el neofascismo, como tienen previsto hacer Los Republicanos franceses). ¿Y a qué se dedicaba el jefe Alberto cuando le llegaban las predicciones de borrasca que se estaba formando en el horizonte? A nada útil. Todo lo más a darle bolilla a Ayuso cada vez que bajaban las encuestas o a copiar modelos, formas y tics de Abascal en la falsa creencia de que ahí estaba el secreto del éxito. En ese contexto se entiende que el gallego, que ha hablado poco de los problemas de España en esta campaña electoral, se enfundase el traje urgente de xenófobo, vinculando al inmigrante con el delincuente, a cuatro días para la cita con las urnas. Solo le faltó ponerse una peluca rubia en los mítines para parecerse más a Marine Le Pen.

En realidad, esa estrategia del camaléon, ese mimetismo desesperado por pura supervivencia, lejos de darle resultado, ha devenido en fracaso rotundo. El PP ha tenido que demoler los cimientos de la convivencia democrática (recurriendo al bloqueo sectario y total, al lawfare de sus jueces jubilatas kamikazes y a la política basura) y todo ello para sacarle solo dos escaños al PSOE. Ese apurado 22-20 al borde del empate técnico supone no solo una pírrica victoria, sino la constatación fehaciente de que los populares no van por el buen camino. Algunas voces, algunos barones que van de moderados y otros asesores prudentes, llevan tiempo advirtiéndole al líder de que con discursos tan reaccionarios, tan casposos y retrógrados, no está consiguiendo otra cosa que convertirse en el mejor hacedor de ultraderechistas. Cuando un partido que se supone serio abre la puerta de las instituciones regionales al discurso del friqui, del payaso violento, del influencer sin media neurona, del destroyer que va por la vida como pollo sin cabeza, pasa lo que pasa: que muchos votantes se dejan seducir por la música y buscan al roquero más genuino y auténtico. Ese que le da la marcha que no le ofrece un señor con gafitas de seudointelectual, traje y corbata más falso que un maniquí.

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