En Vox son más de la Biblia que de la Constitución. Recuérdese cuando Espinosa de los Monteros, para darle estopa a un adversario político (quizá del PP o probablemente Sánchez, quién sabe), le soltó un par de versículos de las sagradas escrituras, concretamente del Apocalipsis, que es la parte que a esta gente de la extrema derecha, siempre tan agorera, ceniza y melodramática, más le pone. “Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueses frío o caliente. Pero porque eres tibio, y no eres ni frío ni caliente, te voy a vomitar de mi boca”, sentenció el aristocrático y dandi diputado voxista. Y acto seguido Twitter se llenó de mensajes de seguidores ultras rescatando pasajes del libro de libros.
La Biblia es el programa político de la nueva extrema derecha mundial. Ya se vio con Donald Trump, quien en medio de los graves disturbios raciales, cuando los manifestantes cercaban la Casa Blanca en protesta por el asesinato de George Floyd a manos de policías racistas, sacó un ejemplar de los textos sagrados de un bolsillo de su abrigo de mil pavos y lo mostró orgulloso al mundo entero frente a la iglesia de St. John. No exhibió las enmiendas constitucionales ni el código penal, se retrató firme, poderoso e inflexible Biblia en mano.
Estos días los trumpistas hispanos llevan a cabo una nueva ofensiva de lo que ellos conocen como “guerra cultural”, esa majadería intelectual trufada de bulos y mentiras que muchos desencantados de la democracia, conspiranoicos, elitistas de las clases dominantes y parias de la famélica legión han comprado ciegamente. El intento de Vox de utilizar a ginecólogos para torturar psicológicamente a las mujeres y que desistan de abortar no solo debe interpretarse como un punto de inflexión y un hecho político inédito en nuestra joven democracia. Tiene más de fanatismo religioso, de integrismo fundamentalista, que de cualquier otra cosa. Supone un retroceso de siglos, hasta el Tribunal de la Sagrada Inquisición que procesaba a toda aquella mujer dispuesta a ejercer su derecho a la libertad y a rebelarse contra el patriarcado heterosexual. Si aquellos inquisidores de antes perseguían curanderas para acusarlas de hechicería, los de hoy han declarado abierta la temporada de caza contra la bruja abortista, roja y feminazi. Pasan los siglos, la intolerancia sigue siendo la misma, ya lo advirtió D. W. Griffith en aquella vieja y magnífica película. O como dijo Churchill, un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema.
No vamos aquí a cometer la ingenuidad de comparar a los diputados de Vox con los ayatolás y talibanes más radicales del islam que han terminado por sustituir el Código Penal por el Corán en no pocos países árabes, pero el tufillo a túnicas y sotanas emana con fuerza. En primer lugar, en ambos mundos, aunque en diferente grado e intensidad, hay una especie de atávico rencor no resuelto hacia la mujer que lleva a negar la violencia machista y las políticas de igualdad. En segundo término, unos y otros sitúan a Dios, a la patria y al orden tradicional en la cúspide del ordenamiento jurídico por encima incluso de valores modernos de la Ilustración como la libertad y la democracia. Y por último tanto los ultracatólicos trumpistas como los fundamentalistas islámicos llevan en su ADN la aceptación de la teocracia como inspiración de un régimen político que debe ser necesariamente autoritario. Por supuesto, ambos creen en la relación directa (cuando no en la íntima fusión) entre la política y la religión, de tal manera que la una no se concibe sin la otra.
Este desesperado retorno a la monarquía medieval con estamentos sociales perfectamente definidos y jerarquizados (rey absoluto e intocable investido por la gracia de Dios, nobleza, clero y pueblo llano) explicaría esa obsesión, esa pasión casi delirante de Vox por los imperios de antaño y por el mundo mítico, feudal, puro y sin contaminar con la sangre de otras razas. La democracia ni la entienden ni les gusta, pero tras la derrota del fascismo en 1945 decidieron no acabar con el sistema, sino controlarlo desde dentro, manteniendo así los privilegios anacrónicos y su modelo de sociedad basado en dominadores y vasallos. Adaptarse o desaparecer, esa es la auténtica guerra cultural de la extrema derecha de hoy. De ahí el pánico que todo ultra siente ante el comunista que busca la abolición de las clases sociales, el recelo al inmigrante que llega de fuera trayendo la multiculturalidad y el asco al feminismo capaz de subvertir el orden machista establecido.
En la construcción de esa especie de ciberfeudalismo o nuevo nacionalcatolicismo posmoderno donde los púlpitos de las iglesias han sido sustituidos por las redes sociales (hasta los obispos lanzan ya sus sermones por Twitter), el derecho al aborto se antoja una batalla decisiva y crucial que todo partido ultrarreligioso seguidor del mandamiento divino “creced y multiplicaos” debe ganar si quiere seguir sobreviviendo. La ciencia no está de su parte, los colegios de médicos consideran una aberración clínica obligar a una mujer a escuchar el latido fetal para disuadirla del aborto y todo el siniestro protocolo burocrático impuesto por Gallardo Frings y Mañueco en Castilla y León va abiertamente contra la medicina más elemental, contra los derechos humanos y contra la ley emanada del pueblo. ¿Qué les queda entonces? ¿Cuál es el único argumento que pueden utilizar en esta “guerra cultural” entre la razón y el fanatismo? La palabra de Dios, la religión más intransigente y enconada, la Biblia convertida en programa político. El viejo recurso a la moral más hipócrita y trasnochada que convierte en herejes, demonios y enemigos a los que no piensan como ellos ni comulgan con sus creencias religiosas anacrónicas. El Antiguo Testamento, el del Dios más duro e implacable, como perfecto manual y guía para todo, desde controlar el poder hasta someter a las masas o juzgar delitos y tratar enfermedades. En definitiva, el libro definitivo y total para perpetuar sociedades injustas cimentadas en el miedo y la superchería. Ya lo dijo Trump aquel día en que empuñó el tocho sagrado como si se tratara de un Colt 45: “Esta es mi ley”.