“En este día tan importante les pido que confíen en mí, como yo tengo puesta toda mi confianza en nuestro futuro, en el futuro de España”, ha dicho solemnemente la princesa Leonor. Confiar, confianza. En eso precisamente consiste el contrato social, que es la piedra angular del funcionamiento de las sociedades democráticas. Los ciudadanos confían en sus gobernantes; estos responden con honestidad, trabajo y servicio público. La pregunta, por tanto, es: ¿pueden confiar los españoles en la futura heredera? Porque también confiaron en Fernando VII y les salió rana cuando reinstauró el absolutismo enterrando el sueño liberal que prometía liberarnos del yugo feudal y equipararnos en modernidad a los países europeos. Ya en el siglo XX, mucho confiaron los españoles en Alfonso XIII y ya saben ustedes lo que pasó: que se alió con un dictador como Primo de Rivera recortando derechos y libertades. ¿Y qué fue lo que ocurrió con Juan Carlos I? Otra inmensa decepción. Millones de españoles se tragaron la fábula del rey Arturo en el Camelot ibérico y para qué vamos a volver a recordar cómo fue el final de aquel cuento de hadas. Al epílogo fueron felices y comieron perdices hubo que añadirle unas cuantas declaraciones de Hacienda que alguien en Zarzuela se olvidó de rellenar.
Los Borbones, de una forma o de otra, nunca fueron gente de fiar. Y no vamos a decir aquí que Leonor no sea una candidata sincera, trabajadora y leal al trono de España. La presunción de inocencia se la damos a la primogénita de Felipe VI, faltaría más. El problema es que fueron demasiados siglos de incompetencia, de corrupción, de desidia, de expolio, de dolce vita cortesana, de errores mayúsculos, de guerras absurdas y de injusticias que terminaron por sumir a este país en un atraso secular que solo la Segunda República intentó paliar de alguna manera, aunque, una vez más, los monárquicos, tradicionalistas y autoritarios no lo permitieron. No es que los españolitos no se fíen de la princesa, a la que se le presupone la honestidad y la honradez. Es que, a fuerza de fracasos borbónicos y estafas varias, una tras otra a lo largo de los siglos, la cosa ha hecho callo y han terminado por perder la inocencia. Muchos hace ya tiempo que ven la monarquía como un dolor de muelas con el que hay que convivir y pasan ya de todo, abandonando toda esperanza en el republicanismo y en cualquier tipo de cambio. Otros han terminado por trastornarse y odiar tanto la sangre azul que se han dado a la droga dura que les da Puigdemont, de modo que ya no están en esta realidad, sino en unos mundos ficticios de Brexits a la catalana, repúblicas efímeras, paraísos fiscales y autodeterminaciones que no llegan nunca. A estos solo les queda la pataleta de pitar el himno nacional en la Final de Copa o gritar “independencia” en el minuto 17 y 14 segundos de cada partido que el Barça juega en el Camp Nou (para aquellos que aún no lo saben, 1714 fue el año en el que Barcelona cayó frente a las tropas borbónicas y Felipe V abolió las instituciones catalanas).
Hay que reconocer que esta vez la dinastía borbónica se lo ha montado realmente bien para volver a seducir al personal. La fórmula de entronizar a una dulce criatura encantadora de un rubio de cuento de hadas, educada, con estilo y elegancia, está funcionando a pleno rendimiento. Habrá que consultar las encuestas de los próximos meses para constatar que la Familia Real, tras los escándalos y trapacerías del rey emérito, vuelve a remontar y a subir como la espuma. La Operación Leonor va viento en popa y a toda vela, más rápido que el Bribón del emérito en una regata de Sanxenxo. Ayer no había más que darse una vuelta por Madrid para comprobar que la gente se ha echado a la calle otra vez para agitar la rojigualda como en los tiempos de la Restauración decimonónica y cantarle el feliz cumpleaños a su futura reina. Souvenirs y merchandising de todo tipo, tazas con el retrato de la princesa, llaveros, gorras con el escudo de armas, banderines y hasta tartas de bizcocho ruso y crema diplomática de naranja con una oblea con la bandera de España han inundado, con gran éxito, las calles de Villa y Corte. La fiebre o “leonormanía” se ha apoderado del personal, y no solo en la Meseta o dentro de la M30, también en la periferia, donde el suflé indepe vuelve a bajar tras las medidas de desinflamación que ha aplicado el doctor Sánchez. Todo salió a pedir de boca en la ceremonia de jura de la Constitución y hasta los reyes supieron aparcar el papel de monarcas por un rato para comportarse como amantes padres con su hija a punto de licenciarse (enternecedor y realmente efectista ese momento en que Felipe le coloca el cabello recogido en una cola, tiernamente, a la niña). Sin duda, el Actors Studio de Zarzuela es cien por cien profesional. Trabajo fino, cinema de calité, no como la factoría Ayuso, que son unos aficionados fabricando mitos efímeros de brocha gorda.
Parece mentira, pero el efecto Leonor está desactivando muchas tensiones territoriales y políticas. Ayer, sorprendentemente, las asociaciones republicanas renunciaron a montar ningún tipo de manifestación o acto de protesta contra la jura de la princesa. Ni una sola bandera tricolor en los balcones, ni una sola pancarta crítica o reivindicativa pidiendo el ansiado referéndum monarquía o república. Sin novedad en el frente. Por algo sería. No era un buen negocio salir a hacerle la guerra a una joven de hoy que habla de futuro, de valores constitucionales y de derechos humanos. Belarra chirrió con su discurso radical y hasta algunas feministas de toda la vida reconocieron abiertamente que el recambio de una mujer en la Jefatura del Estado supone un avance importante. Ver para creer. La maniobra de Casa Real ha sido perfecta, hay que reconocerlo, y ha dejado un tanto desarbolada a la maltrecha tropa azañista. Ni siquiera Íñigo Errejón, gran ideólogo de la izquierda, ha sabido cómo reaccionar ante el huracán Leonor. Ha bastado meter al abuelo emérito en un armario de Abu Dabi, para que no se le vea demasiado, y presentar en sociedad a una inocente niña de ojazos azules que pide a sus súbditos que confíen en ella para que muchos caigan rendidos ante el canto borbónico por enésima vez. No gritan vivan las caenas, pero casi.