Si pudieran, los barones del PSOE liquidaban a Sánchez

17 de Noviembre de 2020
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Los barones le tienen ganas a Sánchez. No le perdonan que resucitara de entre los muertos políticos para ganar las primarias del partido. Se revuelven en sus tronos de los castillos autonómicos solo de pensar que el nuevo PSOE pretenda dejar atrás la gran mentira en la que está instalado desde los tiempos del primer felipismo para recuperar algo de la esencia de la izquierda, de la lucha de clases, de la batalla sin cuartel contra las élites económicas, de la defensa de los derechos de los trabajadores, todo aquello que quedó debidamente guardado y olvidado en los archivos de Suresnes.

Sin duda, los barones socialistas están inquietos, excitados, nerviosos, ya que ven amenazado su poder territorial. Los Fernández Vara, García-Page, Javier Lambán y Susana Díaz, entre otros, tienen miedo de que el apoyo de Bildu a los Presupuestos Generales del Estado les cueste un buen puñado de votos en sus respectivos feudos −esos cotos privados o terruños que ellos creen tener bien controlados− y por tanto el mando regional. Tienen razones para estar preocupados. Dígale usted a un socialista extremeño, a un manchego o a un andaluz que los dineros para el hospital, el parque o el polideportivo de su pueblo van a pasar antes por las manos de Otegi, un tipo que hasta hace un cuarto de hora justificaba los crímenes de ETA. No lo entienden ni lo entenderán nunca. O dígale usted a un viejo socialista maño que su futuro y el de su familia está en manos de Rufián, un señor al que solo conocen de verlo un rato en la televisión. Tampoco lo comprenderá.

El socialista añejo, no el que vive en las grandes ciudades, ni el de las universidades o los círculos culturetas, sino el de las zonas apartadas y el de la España profunda, es alguien que tiene interiorizadas las cuatro reglas de la izquierda pero que también se mueve con el corazón y a veces con la víscera. Esa progresía rural es muy diferente a la urbana. Hablamos de socialistas por costumbre, de gente que vota al PSOE desde que tiene uso de razón, claro que sí, pero que no pierde de vista el amor a su país, que ama su bandera y que mira con recelo y estupor los últimos movimientos de Pedro Sánchez con los batasunos, por si se rompe España. Ese votante tradicional, ese socialista de campo, en ocasiones mira al vecino de al lado, que es del PP, o incluso de Vox, y siente algo de envidia patriotera. Ya lo insinuó Santiago Abascal en más de una ocasión: la extrema derecha no parará hasta robarle votos no solo a los populares de Casado sino también a los socialistas. Si Jorge Verstrynge empezó en la extrema derecha durante la Transición y ha terminado puño en alto en los mítines de Podemos, un militante del PSOE puede seguir el camino a la inversa. Masa social descontenta e indignada por la gestión de la pandemia y la crisis económica galopante no falta. Cualquier persona es capaz de renunciar a todo (y antes que nada a sus ideales) cuando el hambre aprieta. Las creencias políticas son el primer objeto que se vende y se empeña, si es menester, a cambio de un mendrugo de pan para uno o para la familia.    

Pedro Sánchez no debe olvidar que esos ejércitos de votantes agrarios, los progres conservadores, los que van a los toros, salen de caza, van a misa de doce como Pepe Bono, jamás leen a Sartre (tampoco otros libros) y votan Susana Díaz o Fernández Vara o García-Page, suponen el gran granero de votos del PSOE. Toda esa legión de tradicionales sociatas que poco o nada tienen que ver con el estudiante o profesor universitario, ni con el instalado funcionariado de Madrid, ni con los movimientos veganos, ciclistas, feministas o verdes, se tapan la nariz estos días cuando ven al presidente en los telediarios. Muchos de ellos, que no entienden de pactos parlamentarios ni estrategias políticas de los renovatas, se preguntan asombrados por qué el Gobierno no le ha puesto un cordón sanitario a los que hasta hace bien poco aplaudían y jaleaban a los del tiro en la nuca. Por eso los barones y baronesas territoriales están inquietos. Por eso los señores feudales del PSOE, que pueden ser unos socialistas de salón pero que de tontos no tienen un pelo, han salido todos en comandita a defender lo que creen que es suyo, o sea su pastel, su electorado fiel, su gente que le da el poder y el sueldo cada cuatro años.  

De nada va a servir que el ministro Ábalos salga en rueda de prensa a negar que el PSOE tenga un pacto secreto con Bildu y para asegurar que ni siquiera sabe si la coalición abertzale va a votar finalmente a favor de la aprobación de los Presupuestos. El daño está hecho, Casado va a exprimir el escándalo de la negociación con Bildu hasta el final, y por eso Ábalos, que es perro viejo, sabe que algo no está funcionando como debiera entre las bases, las huestes de abajo del socialismo español. Por eso se ha apresurado a explicar que el partido de Otegi no es un socio preferente del Gobierno ni muchísimo menos, aunque con la boca pequeña se haya congratulado de la amplia mayoría con la que el Gobierno de coalición logró salvar la votación de las enmiendas a las cuentas públicas el pasado jueves.

El ministro es perfectamente consciente de que al igual que en la América profunda hay exdemócratas de toda la vida que, desencantados, ahora votan a Trump con los ojos cerrados y la mano en el pecho, en España puede haber militantes progresistas, y de hecho los hay, que ya han cambiado el puño y la rosa por el mensaje patriotero del PP/Vox contra el Gobierno “criminal que se ha rendido a los terroristas vascos”. La fractura entre la élite y el establishment sanchista −ese que pretende renovar el PSOE para los próximos treinta o cuarenta años−, y las masas de socialistas rurales, debe ser asunto de la máxima preocupación para el presidente del Gobierno, que ayer mismo, y dándose cuenta de que la campaña para identificarlo con Otegi es un mal negocio, se lamentó amargamente de que sus barones hayan mostrado en público sus quejas por los supuestos acuerdos con Bildu antes de hablarlo con él en privado. Y es que cada minuto que pasa, Sánchez empieza a ser más consciente de la trampa que le han tendido sus enemigos. Los de fuera y los de casa.

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