Riotinto, de “las teleras” al vertedero

04 de Febrero de 2023
Actualizado el 02 de julio de 2024
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FOTO 1. Alcaide-Año de los Tiros

A 135 años de la que muchos consideran la primera huelga medioambiental de España, la cuenca minera del río Tinto sigue viviendo el despropósito de un vertedero de residuos tóxicos y peligrosos, como si no hubiéramos aprendido la lección de aquel 4 de febrero de 1888. Los ingleses, en aquel entonces, buscaban la máxima rentabilidad de la mina española que acababan de adquirir y se empeñaron en mantener “las teleras”, un peligroso método de calcinación de mineral al aire libre, prohibido en el Reino Unido, pero que en España resultaba muy rentable para la compañía explotadora de las minas, a pesar de sus múltiples efectos dañinos. Aquellas tierras de teleras, que tanto sufrimiento ocasionaron, acogen hoy, también en busca de la máxima rentabilidad empresarial, el ponzoñoso y rechazado vertedero de Nerva, justo al lado de la mayor población de la cuenca minera y en los aledaños del río Tinto.

La historia se repite, no por la masacre que se produjo en la gran protesta de 1888 y que ha marcado la fecha de aquel 4 de febrero como uno de los episodios más tristes de la lucha laboral y medioambiental en España, sino por el empeño de los políticos de turno por crear y mantener situaciones contra la voluntad ciudadana, sostenidas solo por el interesado beneficio económico de empresas privadas, a pesar del enorme daño que causan al entorno y a la gente que lo padecen. Entonces las peligrosas y dañinas teleras, hoy un enorme vertedero de basura tóxica y contaminante al que toda la cuenca minera se opone en continuas y desoídas manifestaciones y mañana una pestilente planta de tecnosuelos, a punto de ser construida en la zona. Son los que tienen el poder, como ya sucediera a finales del siglo XIX, los que miran hacia otro lado para no erradicar el problema que han generado y que subleva a la población que pide a gritos el cierre de un vertedero colmatado, incontrolado y que sistemáticamente incumple los fines para los que fue creado.

Volviendo la vista atrás no es difícil entablar comparativas, ya que el poder económico y el político parecen unirse en alianza contra natura para lograr objetivos contrarios a los de una ciudadanía que encuentra nulos réditos en el mantenimiento de una basura impuesta junto a sus propias viviendas y que condiciona el modo de vida de la zona y el incierto futuro sobre los desechos que permanecerán ahí para siempre. Los tiempos han cambiado, pero parece que los fines, anudados a más que sombríos intereses, permanecen sin que la ciudadanía que en desesperación grita encuentre la esperada respuesta que nunca llega, o llega (llegará) tarde.

Los ingleses de la Rio Tinto Company Limited llegaron a Huelva en 1873, cuando el Gobierno de la I República española, muy empobrecida y necesitada de fondos, malvendió las conocidas minas del río Tinto a un consorcio anglo-alemán que inmediatamente se lanzó a sacar el mayor beneficio posible de tan generoso regalo del Estado. Para entender la importancia de la venta, nada como el comentario de Manuel Flores Caballero: “A fines de 1873, los pagarés de las minas de Rio Tinto eran uno de los pocos activos que poseía el gobierno español; los enormes gastos realizados para mantener el orden interno del país y la fuerte reducción de ingresos por impuestos a partir de 1872 impidieron disminuir la deuda exterior y la carga de sus intereses”. Ante la crítica situación había mucha prisa por vender, de lo que se encargó especialmente el ministro y Premio Nobel de Literatura, José Echegaray, en una “maquiavélica operación financiera”, con el objetivo de pagar la deuda pública exterior.

Paisaje minero de Riotinto hacia 1900.

La Compañía, así se conocía en la zona a la sociedad minera inglesa, montó un enorme emporio industrial, convirtiéndose en poco tiempo en la principal empresa de España, de tal forma que el poder político de la época se rindió al poder económico de aquel gigante, aún hoy entre las principales empresas mineras del mundo. De tal forma que La Compañía ponía y quitaba gobernadores, manteniendo atados de pies y manos ante su peso económico a los gobiernos de la época e imponía su criterio en materia laboral y extractiva. Solo así se entiende que los ingleses pudieran utilizar en España el sistema de teleras, que desprendían a la atmosfera humos sulfurosos que dañaban la agricultura y ganadería y especialmente la salud de las personas. La explotación de los criaderos de minerales se intensificó con la implantación en Riotinto de las cortas, un sistema a cielo abierto que arañaba la tierra hacia profundidades telúricas. El averno, tal como documentó en su novela El metal de los muertos la escritora cántabra Concha Espina.

Aquella intensa explotación cambió la idiosincrasia de la comarca. Un aluvión de personas de toda la península se acercaba a Riotinto en busca de trabajo. La vida social y cultural también experimentó un gran cambio a finales del siglo XIX, pero las condiciones laborales dejaban mucho que desear a pesar del desarrollo industrial experimentado. “Los resultados -señala el catedrático Miguel A. López Morell- fueron espectaculares. La mina produjo a un ritmo creciente y no tardó en superar las expectativas creadas. De manera que, esperándose alcanzar las 635.000 toneladas de extracción anual, en 1877 ya se había superado esa cifra, que se duplicaría en solo seis años, manteniendo un nivel de producción siempre en torno al 60 % de la producción nacional y permitiendo a Rio Tinto destacar como el mayor centro minero del mundo y primer productor mundial de cobre y pirita”.

Pero lo que no ocurrió fue que La Compañía aplicase los últimos procesos modernos productivos. Muy al contrario, mantuvo sistemas arcaicos, “como los viejos hornos de la fundición y, sobre todo, el sistema de calcinación de piritas en teleras”. Es más, La Compañía pagaba una enorme cantidad (60.000 libras anuales) al vicepresidente alemán de la compañía por una patente para la recuperación del cobre nada efectiva, “lo que impedía el desarrollo de otros procesos de extracción”. Tras su muerte, en 1894, se iniciaron “otros procesos de cimentación natural más efectivos, más baratos y que permitían abandonar las viejas calcinaciones de piritas, que tanto daño habían hecho en el medio ambiente y en la paz social de la comarca minera”. El historiador Juan Manuel Pérez López, define la situación como “la implantación en Rio Tinto de un modelo victoriano de explotación colonial caracterizado por la falta de permeabilidad entre la población británica y comarcal, así como por su estratificación. Y sin tener en cuenta para nada los costes sociales que este sistema tenía para la población minera”. Tal y como ocurre hoy con la polémica instalación del vertedero de Nerva o la prevista planta de tecnosuelos.

Fue así como confluyeron, en la gran huelga del 4 de febrero de 1888, diversos intereses y situaciones en una reivindicación única, la eliminación de las temibles teleras. Aquel primigenio pueblo de La Mina o Riotinto Pueblo ya no existe, hoy enterrado bajo toneladas de escombros y escorias desplazadas de la explotación minera. Aquellos sucesos, conocidos en la comarca como el “Año de los Tiros”, vino a suponer un cambio social y económico importante, donde el viejo feudalismo agrario dio paso a un desarrollo industrial que devoraría una forma extinta de vida. Aquellos humos sulfurosos de las teleras afectaban a la salud de las personas y animales, arrasaba con la vegetación y la manta contaminante se asentaba en los valles haciendo imposible que los obreros acudieran a su trabajo y cobraran su jornal. Así que hacendados y agricultores, muchos en la constituida Liga Antihumos, se unieron a mineros y vecinos de la comarca, para clamar contra las teleras e iniciaron una marcha desde los distintos núcleos de la zona hacia donde estaba la dirección de la compañía británica, epicentro de los problemas, en Riotinto Pueblo, justo en las faldas de las cortas al aire libre del impresionante Cerro Salomón, conocido también como “Cerro Colorao”.

La historia se repite 135 años después por el empeño de los políticos de turno por crear y mantener situaciones contra la voluntad ciudadana, sostenidas solo por el interesado beneficio económico de empresas privadas, a pesar del enorme daño que causan al entorno y a la gente que lo padecen

Una enorme avalancha de hombres, mujeres y niños confluyó en la Plaza de la Constitución del antiguo Rio Tinto, reclamando con gritos y pancartas el fin de las teleras. La Compañía y las autoridades locales al ver aquella masa de gente entraron en pánico y llamaron en auxilio al gobernador civil de Huelva, Agustín Bravo y Joven, quien se presentó en el pueblo con soldados del Regimiento de Pavía. Mientras se producían las negociaciones, con un sindicalista expulsado de Cuba, Maximiliano Tornet, alguien (aún hoy desconocido) dio la orden de dispersar la manifestación que esperaba en las puertas del Ayuntamiento. Los disparos de los soldados en la Plaza de la Constitución causaron centenares de muertos entre hombres, mujeres y niños. Nunca pudo saberse el número real de muertos, ya que las autoridades trataron de ocultar la dimensión de la masacre. Para La Compañía solo hubo 13 muertos, pero los testimonios de los supervivientes hablan de enterramientos en los escoriales, en las profundas galerías de la mina e incluso de bateas que descargaban los muertos en el mar. La realidad es que hubo casas que nunca más abrieron sus puertas porque sus habitantes habían desaparecido, muchos por temor a las represalias, como ocurrió con Tornet, convertido en todo un mito por liderar aquella manifestación, aunque más de un siglo después se supo que huyó a la Argentina donde murió. Nunca en la historia de España había habido una manifestación de ese nivel y de tan trágicas consecuencias, de ahí que, a pesar de otros antecedentes menos violentos, aquel 4 de febrero de 1888 sea considerado por muchos como el inicio de la lucha por cuestiones medioambientales en España, aun cuando el término no había sido acuñado por entonces. A pesar de que se habían producido otras manifestaciones previas, en el mismo Rio Tinto (1880), Calañas (1886) y Zalamea la Real (1887). Claros antecedentes, alguno como el registrado el 10 de enero de 1880, en Huelva capital, tal como quedó reflejado en el diario La Provincia: “Esta mañana montados a caballos, mulos y asnos, entraron en la población unos ciento y pico de individuos, procedentes de Zalamea, Valverde y otros puntos de la Sierra. A estos individuos, se agregaron en la capital otra media docena que figuran en la actual situación política y todos juntos, se han dirigido en manifestación al gobierno civil, para representar contra la calcinación de minerales”. Lejos de escuchar los argumentos de los manifestantes desplazados a Huelva, los políticos de turno, con el ministro de la Gobernación, Romero Robledo al frente, despreciaron el carácter pacífico de aquella iniciática manifestación pública, alejados de los terribles acontecimientos que se producirían ocho años después y que para el historiador Juan Manuel Pérez López, “el año de los tiros (1888) marcaría un antes y un después en la historiografía de la cuenca minera”.

Nadie se atrevía a incomodar a La Compañía, hasta el punto de que el alcalde de Rio Tinto, empleado de la empresa, alegó que, aunque los humos no eran agradables y ocasionaban algún perjuicio a la agricultura del distrito, él no tenía autoridad para decidir nada y la posible solución debería ser tomada por el Gobierno. El Ayuntamiento de Nerva no se mostraba abierto al fin de las teleras, ya que, en un Pleno del 11 de octubre de 1887, había concluido que paralizar las actividades de las teleras supondría la ruina inmediata para las poblaciones mineras, ya que cuatro de cada cinco vecinos de la población dependían de la mina y rechazaba las demandas de los manifestantes. Pero los acontecimientos fueron tan dramáticos que, 25 días después de la masacre, el ministro de la gobernación, José Luis Albareda, publicó un Real Decreto prohibiendo las calcinaciones de mineral al aire libre, si bien el poder de la Compañía era tal que unilateralmente hizo caso omiso y las mantuvo sin ninguna consecuencia. José Manuel Pérez López, apunta que “el minero tuvo que enfrentarse a la táctica más utilizada por la compañía para el control y represión de los trabajadores huelguistas: el despido”.  Y es que La Compañía había amenazado con despedir a 1.300 obreros si se prohibían las calcinaciones, obteniendo incluso el apoyo del Ayuntamiento de Nerva que mostró su oposición al decreto aprobado el 29 de febrero prohibiendo las calcinaciones al aire libre, si bien se daba un plazo de tres años para ejecutarlo, pero ante las presiones de La Compañía fue derogado en 1890. Alegaba que “por sus circunstancias especialísimas no se podía poner en duda el derecho adquirido”. Tal poder de la empresa privada, en connivencia con la política de la época, que las calcinaciones de las teleras, prohibidas en el Reino Unido, no tuvieron fin hasta 1907. Se había adueñado de toda la comarca y había comprado muchas voluntades en la política para conseguir sus objetivos.

Recorte del periódico La Provincia de 1880.

Tiempos antiguos que nos acercan a tiempos actuales, en los que los políticos de turno que pueden decidir, no solo han favorecido la creación y continuidad del vertedero, sino que hacen oídos sordos a las continuas manifestaciones para su cierre. Aún más, la actual Junta de Andalucía, con Juan Manuel Moreno Bonilla al frente, no solo se muestra incapaz de poner fecha al fin de un vertedero colmatado de basura tóxica, que ha superado todas las líneas rojas para la que fue creado, sino que ahora apuesta por la creación en la cuenca minera de una planta de tecnosuelos, muy cercana al actual vertedero de Nerva, desoyendo así el rechazo de las autoridades locales de los municipios de la zona. La empresa Green Soil  Solutions ya tiene la “Autorización Ambiental” para construir una planta de valorización de residuos no peligrosos para la producción de tecnosuelos en La Dehesa de Río Tinto, junto a la actual explotación minera. Nada más lejos del interés y deseo de los ciudadanos de la comarca, que saben de la pestilencia que origina este tipo de plantas, que viene a sumarse a la peligrosa toxicidad que ya soportan con el vertedero de Nerva. Pareciera que los políticos que se ponen claramente al lado de intereses empresariales, dando la espalda a los ciudadanos afectados, supieran de su inmunidad perpetua ante sus infamantes decisiones, aparte de que, como sucediera en 1888 o 1998, algunos ‘decidientes’ obtuvieran su propio lucro personal. No hemos aprendido nada, y si el PSOE se empleó a fondo para la creación y mantenimiento del vertedero de Nerva mientras estuvo al frente de la Junta de Andalucía, es ahora el PP el que no solo no pone fin a dicho vertedero (que podría incluso ser ampliado), sino que apuesta por la seguro pestilente planta de tecnosuelos, sin ofrecer otras alternativas más atrayentes y ecológicas para el futuro de la cuenca minera del río Tinto.

Ir contracorriente sin conciencia humana, en un siglo donde se mira con lupa las leyes de la naturaleza, donde el ecologismo y el respeto al medioambiente condiciona todo desarrollo ajeno a la esencia de esas leyes. Ya indiqué en otro artículo que la desmemoria es dañina y nuestros políticos parecen tenerla. Decisiones temporales sin ideas creativas que suponen condenas de por vida para quienes las padecen. “Desgraciadamente –me decía un luchador antivertedero-, estamos volviendo al pasado sin tener en cuenta la lucha de muchas personas en los años más difíciles de nuestra reciente historia”. Seguro que aquellas manifestaciones de finales del siglo XIX tendrán continuidad, porque los ciudadanos que sufren tales atropellos (teleras, vertederos tóxicos y pestilentes plantas industriales) tienen derecho a defender su salud y su dignidad y exigir un futuro mejor para las generaciones venideras.

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