El Gobierno de Pedro Sánchez quiere prohibir los servicios de atención al cliente 902 que durante años han saqueado impunemente los bolsillos de los ciudadanos. ¿Quién no ha tenido a lo largo de su vida una desagradable experiencia con alguna de estas sucursales de la piratería telefónica? Las modalidades de atraco han sido múltiples y variadas, tanto como la imaginación de los golfos de la telecomunicación que han actuado con entera libertad y a sus anchas sin que ningún Gobierno, hasta hoy, haya podido o querido frenar sus actividades fraudulentas consentidas. Unas veces el usuario desinformado marcaba el número sin saber que el listo lo esperaba al otro lado del teléfono para cobrarle la llamada a precio de oro. Otras la tarifación era desorbitada, injusta, desproporcionada, de manera que el recibo llegaba con sorpresa a final de mes. Ni una sola familia decente de este país se ha librado del puyazo telefónico del 902, ni un solo honrado ciudadano ha quedado libre de tener la desgracia de caer en las garras de estos bandidos del clan Graham Bell.
Casi siempre, el saqueo se consumaba al ritmo de un desquiciante y machacón hilo musical, canción hortera tuneada por un sintetizador o intragable melodía new age. Al usuario se le dejaba en espera, condenado a sufrir la tortura mientras los minutos pasaban y su cuenta menguaba. Eso era lo peor de todo. Tener que aguantar el robo mientras una absurda canción de Julio Iglesias le taladraba a uno los oídos era la más baja de las humillaciones. A buen seguro las consultas de los psiquiatras se habrán llenado de personas de buena fe afectadas por ataques de ira o ansiedad tras sufrir, durante años, los efectos perniciosos de los malditos hilos musicales 902, la banda sonora del crimen telefónico, la FM de la estafa y el robo que ha superado en maestría aquella sinfonía que Nino Rota escribió para El Padrino. Sin duda, los expertos del doctor Simón deberían estudiar cuánta gente ha enfermado de los nervios por esta auténtica plaga o epidemia de fraudes, timos, picarescas y robo a mano armada, más bien a punta de teléfono.
Durante décadas hemos soportado el latrocinio y la rapiña de las grandes compañías de un sector desrregularizado y sin control, entidades a las que hemos regalado el dinero generosamente sin que el Estado hiciera nada por protegernos. Los avispados de este negocio nacido al calorcillo de las nuevas tecnologías han alargado, retorcido y dilatado nuestro tiempo, hasta límites einstenianos, con el único fin de engordar nuestra factura y sacarnos unas monedas de más. Y cuando el consumidor intentaba defenderse, se perdía en un laberinto kafkiano de llamadas que no iban a ninguna parte, o lo dejaban colgado durante horas, en modo espera, o finalmente se topaba con una agradable y dulce voz caribeña que con muy buenos modales le invitaba a presentar una reclamación que rara vez prosperaba. Era imposible; nada se podía hacer cuando uno era asaltado por un número 902. Ni siquiera las organizaciones de consumidores, con el aguerrido Rubén Sánchez de Facua al frente, han podido atajar tanta injusticia.
Nadie, ni siquiera la policía, será capaz de ponerle una cifra aproximada a este inmenso expolio al ciudadano. Nadie podrá verificar jamás cuánto dinero nos han cobrado de más estos abusones telefónicos. Esto sí que ha sido una lacra peor aún que el coronavirus. Cuando necesitábamos hacer alguna gestión urgente, a vida o muerte, allí estaban los bucaneros enarbolando la negra bandera 902 para chuparnos la sangre. Cuando nos veíamos obligados a contactar con la empresa o banco de turno para llevar a cabo una gestión inmediata (por lo general aclarar otro abuso injusto) allí estaba el maldito operador para mantenernos en espera y colocarnos el reloj de arena del pillaje, el contador automático con el que exprimirnos grano a grano, gota a gota, céntimo a céntimo. Y cuando precisábamos recurrir a alguna Administración para resolver cualquier asunto burocrático siempre terminábamos cayendo en una de estas trampas o cepos del 902 que han terminado por arruinarnos y volvernos locos.
Ahora, tras largos años de atropellos y excesos, por fin ha llegado un Gobierno dispuesto a poner fin a la pesadilla y aplicar de una vez por todas las sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. El Ejecutivo Sánchez garantiza que va a legislar el tema, buscando la manera de que los consumidores dispongan siempre de un “número geográfico de tarifa básica” para sus relaciones con las empresas y acabando así con los “abusos y sobrecostes en las facturas mensuales”. “Los servicios de atención al cliente no pueden ser un coste para el bolsillo de consumidores y un negocio para unas pocas empresas. Es una medida de justicia social, que pondrá fin a un abuso generalizado y agravado en el contexto del covid por las restricciones de aforo, movilidad y presencialidad”, informa el Gobierno.
La medida beneficiará a toda la población, especialmente a aquella con menos recursos económicos. Se acabaron los días de la dictadura que imponían a nuestros bolsillos estos tres numeritos mucho más terroríficos que el satánico 666. Alabado sea el cielo. Ha tenido que llegar un Gobierno progresista para que se ponga orden y concierto a tanto desmán. Ahora preparémonos para la consabida ofensiva de las derechas, que seguramente se opondrán a la medida por comunista y bolivariana. Qué curioso que allí donde hay dinero fácil, abuso e injusticia siempre están los conservadores para dar la batalla pertinente. Y para ponerse al lado de los intereses del rico, del abusón y del poderoso privilegiado.