El debate sobre quién cuida realmente de la salud de las personas que practican algún tipo de deporte ha alcanzado estos días cuotas de surrealismo digno de culebrón. A un lado, los grados, es decir licenciados, en Ciencias de la Actividad Física y el Deporte (CAFyD) reivindican competencias sanitarias que la ley ni contempla; al otro, la profesión médica alza la ceja ante tanta confianza en las elípticas y las pesas como remedio universal.
La realidad es tozuda: la Ley 44/2003, de Ordenación de las Profesiones Sanitarias, no incluye a quienes se licencian en CAFyD entre los sanitarios autorizados a “velar por la salud” de los españoles. Es más, estos licenciados, o como ahora debe decirse, grados, se otorgan a sí mismos unas atribuciones que no aparecen en ningún capítulo oficial; no son sanitarios ni pueden diagnosticar ni tratar patologías.
Insistir en que un entrenador con título cuida de la salud al mismo nivel que un médico es un ejercicio académico de falacia por analogía. Que la actividad física aporte bienestar es indiscutible, pero de ahí a equiparar una elíptica con un estetoscopio hay un abismo. Sería como exigirle a un pediatra que hiciera un plan de entrenamiento para ganar masa muscular: simpático, pero fuera de su campo.
Más mordaz resulta aun el intento de algunos colectivos de reservarse de manera exclusiva ciertas prácticas. Bajo el manto de proteger al ciudadano, pretenden vetar a técnicos superiores y certificados profesionales en acondicionamiento físico, dejando el mercado laboral de los gimnasios en manos de unos pocos licenciados. No deja de ser una falacia elitista o “ad verecundiam”: apelar a la autoridad del título universitario sin motivo objetivo alguno.
En su defensa, arguyen que la Constitución encomienda a los poderes públicos el fomento de la educación física y el deporte (artículo 43). Sin embargo, confundir “fomentar” con “monopolizar” es caer en la pendiente resbaladiza del alarmismo. Crear un riesgo inexistente para justificar regulaciones desproporcionadas no solo encarece el acceso al fitness, sino que castiga a quien solo busca mantenerse en forma con un profesional acreditado.
Ni la salud pública exige que quien te planifique la tabla de ejercicios sea un doctor, ni la administración puede permitir que un sanitariato imaginario dicte quién puede impartir clases de pilates. Lo sensato sería definir formación y acreditaciones basadas en competencias reales—primeros auxilios, biomecánica, prevención de lesiones—sin disfrazar al sector del deporte de colegiatura médica.
Al fin y al cabo, es preferible que el entrenador corrija la postura antes que nos recete un antibiótico, y se confiará en el médico para operar un corazón antes que en el preparador físico. Haberlas, haylas: profesiones distintas, talentos distintos. Y eso no es un problema, sino la garantía de que cada cual cuide de lo suyo.