Sin duda, el principal problema estructural de la economía española sigue siendo su precario mercado laboral, un mal endémico que se remonta décadas atrás y que con el tiempo ha ido generando grandes bolsas de pobreza. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) alerta de que en los últimos ocho años las rentas de los asalariados han perdido 5 puntos, pasando del 66 por ciento del PIB en 2009 al 61 por ciento en 2017. La pandemia no ha hecho más que agravar el cáncer del paro, la temporalidad y los bajos salarios, lacras que lastran el progreso en nuestro país desde hace lustros. Tenemos un modelo productivo obsoleto que se asienta en dos sectores principales con escaso valor añadido: la construcción y el turismo (íntimamente ligado a la hostelería, la restauración y los servicios). Del ladrillo y de la temporada turística veraniega dependen millones de trabajadores y familias, en buena medida atrapadas en la economía sumergida. Lógicamente, cuando el Gobierno publicó el decreto de estado de alarma el pasado 14 de marzo, así como el confinamiento de la población en sus casas y el cese de toda actividad económica no esencial como consecuencia de la epidemia, ambos sectores quedaron totalmente paralizados, arrastrando a la economía española a la peor crisis desde el Guerra Civil. Las constructoras suspendieron sus obras, enviando a miles de obreros al paro o al ERTE; los bares, hoteles y restaurantes tuvieron que cerrar, ya que los turistas extranjeros, primera fuente de ingresos, dejaron de llegar. Podría decirse que, paradójicamente, nuestro arcaico y rígido modelo productivo, muy diferente al de la mayoría de los países desarrollados que potencian la industria, así como la investigación e innovación, está en la raíz misma del problema de la desigualdad y la pobreza en España.
Hoy todos los informes de la OCDE dan por hecho que España va a ser el país de la UE que más sufrirá los efectos de la crisis y el que más tiempo tardará en salir de ella debido a su peculiar economía basada en la construcción de viviendas y en el turismo de sol y playa. El paro en ambos sectores va a ser galopante (alcanzando cifras que pueden superar el 25 por ciento) mientras que se agravará el problema de la precariedad y los bajos salarios. La figura del “trabajador pobre” desprovisto de derechos que soporta horarios laborales maratonianos, sin festivos ni vacaciones y con sueldos tercermundistas, proliferará en los próximos meses.
La ley de la jungla, el mundo cruel de la precarización laboral, se impuso tras la reforma laboral de Mariano Rajoy de 2012, que consagró la explotación y el empleo de baja calidad como atajo para salir de la recesión. La reforma se aprobó con la excusa de mejorar la competitividad de las empresas pero solo sirvió para instaurar la famosa “flexibilización” de los salarios, la temporalidad de los contratos, el despido libre o sin apenas indemnización y la práctica derogación de la negociación colectiva. La reforma laboral arrebató todos los derechos conquistados a la clase trabajadora, por mucho que el PP siempre se jacte de que sirvió para crear tres millones de puestos de trabajos. Si aquella cifra existió alguna vez, fue a costa de convertir España en un país con un mercado laboral propio del Tercer Mundo.
En las últimas semanas el Gobierno de Pedro Sánchez ha anunciado que derogará la reforma laboral de Rajoy, apostando por recetas diferentes para salir de la depresión de 2020. Bajo la filosofía de rescatar personas y familias y no bancos, se han lanzado medidas como los ERTE (expedientes de regulación temporal de empleo que permiten recuperar el puesto de trabajo una vez pasada la pandemia). De cualquier forma, la precariedad laboral tiene rostro de mujer. El hecho de que sean ellas quienes compatibilizan las cargas familiares con profesiones mal pagadas que tienen que ver con el cuidado y la asistencia a los demás (enfermeras, asistentas sociales, dependientas, reponedoras de supermercados o personal de la limpieza) explica que estén sufriendo como nadie los estragos de la recesión. Al menos 7 de cada 10 mujeres perciben el salario mínimo interprofesional y buena parte de ellas trabajan en la economía sumergida o sin contrato.
Ciertamente, son las mujeres las que han llevado el peso de la respuesta a la emergencia sanitaria y social que ha supuesto el coronavirus. Es el caso de las trabajadoras de los geriátricos, la mayoría empleadas mal remuneradas que se han visto obligadas a atender a los ancianos en condiciones paupérrimas, sin trajes especiales de protección ni mascarillas para defenderse del coronavirus. O de las asistentes y empleadas de hogar, que siguieron atendiendo a domicilio a las personas que más lo necesitaban (dependientes, discapacitados, enfermos, mayores), soportando un elevado riesgo de contagio. Se trata de un colectivo mal pagado e invisible, sin derechos laborales, que precisa de regulación y reconocimiento social. Ellas también son potencial carnaza para las colas del hambre. “En veinte años que llevo en España no sé a cuantas personas he podido cuidar (...) La Ley de Extranjería te condena a vivir en la invisibilidad hasta que regularizas tu situación; son tres años que no cuentas, tres años en que tu vida deja prácticamente de ser tuya”, asegura Amalia, trabajadora del sector, que asegura que “ya es hora” de que todas las empleadas sean regularizadas. Según el informe de Oxfam Intermón, una de cada tres trabajadoras del hogar vive por debajo del umbral de la pobreza. Si comparamos su situación con la del resto de asalariados, se puede comprobar que sufren 2,5 veces más retrasos en el pago del alquiler o la hipoteca; y hasta 2,7 veces más no pueden solicitar atención sanitaria cuando la necesitan. Unas 600.000 mujeres se dedican a esos trabajos, el equivalente a la población de Sevilla. Oxfam Intermón calcula que si todas ellas recibieran el sueldo que les corresponde, tal como marca la ley, el trabajo de ese sector aportaría hasta el 2,8 por ciento del PIB español.
No cabe ninguna duda: las mujeres son las más perjudicadas por las consecuencias económicas de la pandemia. Solo un ejemplo: cientos de enfermeras madrileñas que se expusieron heroicamente para atender a los contagiados de covid-19 (sin mascarillas ni equipos de protección adecuados) corren serio riesgo de terminar en la cola del paro e incluso, por qué no, en las colas del hambre. La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, prometió renovarles el contrato hasta diciembre de este año pero el asunto ha quedado aparcado. Ningún país puede permitirse el lujo de perder a su personal sanitario más abnegado, valioso y especializado. “Al final encadenas contratos de suplencias de un centro a otro y puedes llegar a firmar 20 o 30 contratos al año”, asegura Cristina, una médica en precario de Madrid. Antes de la pandemia trabajaba unas 200 horas al mes. Durante el covid-19 llegó a superar las 240, sumando el trabajo que realizaba en su centro de salud y en el hospital de campaña provisional instalado en Ifema. En total, ha encadenado años de contratos temporales sin encontrar una plaza fija. A fecha de hoy sigue sin saber si el Gobierno regional le va a pagar todas las horas extras que legalmente le corresponden. “Me doy con un canto en los dientes si me vuelven a llamar para trabajar en caso de un rebrote. Es lo que hay”.
“Estas personas ocupan la mayoría de los puestos de atención sanitaria de primera línea. Esto explicaría que, según los informes del Ministerio de Salud, los elevados niveles de contagio del personal sanitario hayan recaído mayoritariamente en las mujeres (un 76 por ciento), si bien la mortalidad ha sido más alta entre los hombres”, asegura el informe de Oxfam.
La brecha de la desigualdad se agranda por el lado femenino. De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística, las mujeres destinan a tareas de cuidado 112 horas a la semana, mientras los hombres tan sólo emplean 78. Es decir, las mujeres asumen que un 59 por ciento de sus horas semanales irán destinadas a las labores asistenciales, frente a un 41 por ciento de los hombres.
Pero la pirámide maldita de la precariedad afecta también a los hombres. Jornaleros del campo, transportistas, camareros, autónomos, empleados del sector servicios y de la construcción dan ese perfil de “trabajador pobre” que no llega a final de mes, que carece de vacaciones y que ni siquiera cuenta con una prestación por desempleo cuando termina en la cola del paro o del hambre. Fernando, un rider (repartidor en bicicleta) de Madrid, explica las nefastas condiciones de trabajo que se ve obligado a soportar: “Nuestros salarios son tercermundistas. Además, no nos podemos sindicar ni asociar de ninguna forma y ese es el primer objetivo del sistema de autónomos, que sea imposible plantear una alternativa por parte de los propios trabajadores”.
La crisis del covid-19 ha puesto de manifiesto la lamentable situación de otro colectivo vulnerable: los inmigrantes. Ya antes del estallido de la pandemia, las personas migrantes de países ajenos a la UE sufrían el mayor riesgo de pobreza y exclusión social en nuestro país (un 56 por ciento). En el caso de los niños, el riesgo de marginación es del 49,6 por ciento, el más alto de la zona euro. Según el informe de Oxfam Intermón, el impacto del coronavirus supondrá que en España una de cada tres personas por debajo del umbral de la pobreza será una persona inmigrante. Además, el porcentaje de desempleo entre la población de nacionalidad extranjera se situará en el 27,7 por ciento en 2020, esto es, nueve puntos más que antes de la crisis del coronavirus. José A., hondureño de 35 años, es uno de los muchos cuya solicitud de asilo está pendiente de resolución. Aunque haya tenido que convivir con el miedo a la enfermedad y el confinamiento estricto, asegura que en España se siente “libre y seguro” y está convencido de que saldrá adelante. En realidad es solo un deseo, porque en la España de hoy nadie, ni siquiera aquel que puede considerarse el ser más afortunado del mundo, está a salvo de terminar en una de esas colas del hambre sacadas de la más horrible de las pesadillas.