El caso Begoña Gómez es un festival ultraderechista, además de un gran aquelarre conspiranoico. Ahí metido, en el proceso, está lo mejor de cada casa, como suele decirse: Vox (el partido neofranquista de Santiago Abascal); Manos Limpias (el sindicato ultra que promovió la querella chapuza contra Gómez liderado por Miguel Bernad, conocido por su pasado en el Frente Nacional); Iustitia Europa, un movimiento de ciudadanos antivacunas que impugnaron las elecciones europeas ante el Tribunal Supremo; la asociación Liberum, vinculada a teorías negacionistas sobre el covid 19; y la organización provida Hazte Oír, además de Aitor Guisasola (el letrado conspiranoico del casco de soldado imperial Darth Vader que lo peta en Youtube y que se autodenomina a sí mismo “el abogado contra la demagogia”).
Nunca llegaremos a saber del todo qué demonios pintan en la instrucción de un sumario que debería regirse por normas y criterios de ciencia criminal el franquismo, la religión, los antiabortistas, los terraplanistas, los antivacunas y un abogado con ganas de likes y de notoriedad. Pero así funciona la cosa en este extraño caso, quizá el más raro en más de cuarenta años de democracia. De cualquier manera, llama poderosamente la atención que el juez Peinado, titular del Juzgado 41 de Madrid y encargado de la investigación por tráfico de influencias contra la familia monclovita, haya comprado el discurso conspiranoico a toda esta gente variopinta y pintoresca que parece salida de un capítulo de Star Trek. El magistrado, sin ningún complejo ni rubor, ha dado por buenos todos los indicios contra la primera dama que le ha ido aportando esta horda, caterva o turbamulta del Estado Profundo o Deep State (nos estamos refiriendo aquí, claro está, a esa forma de gobierno paralelo, cloaquero o clandestino operado mediante redes de grupos de poder encubiertas que actúan de manera más o menos sincronizada con el fin de seguir una agenda común y lograr un objetivo, que en este caso consiste en desprestigiar las instituciones para cargarse la democracia).
Lo que hoy los posmodernos y politólogos vanguardistas llaman el Estado Profundo no es más que lo que toda la vida se ha llamado “los poderes fácticos en la sombra”, las élites, o sea el mundo reaccionario que no parará hasta ver a un nuevo dictador en el palacio de El Pardo. En el Deep State, y bajo diferentes formas y adaptaciones camaleónicas, hay grupos ultrarreligiosos que abogan por el cisma con el actual Vaticano (aquí entraría el cura Planillo con su discurso retro propio de la Inquisición contra los musulmanes y otros férreos creyentes que consideran a Francisco I un papa rojo o Anticristo); policías en plan Torrente; militares nostálgicos y agentes secretos que espían donde no tienen que espiar; y funcionarios y autoridades civiles, como ese alcalde de Ávila que va soltando cancioncillas pedófilas apologetas de la violación en las verbenas de su pueblo (ya saben ustedes, aquello tan repugnante de “la bajé las braguitas y le eché el primer caliqueño”).
Sorprende que un juez que ha pasado por la Facultad de Derecho, que ha superado (queremos pensar que con brillantez) los diferentes cursos y asignaturas, que se ha ventilado una oposición tan difícil como judicaturas, que ha mamado de la Constitución y los principios generales de la democracia, que ha asistido a congresos internacionales, que está leído y versado, que atesora, en fin, una dilatada y experimentada trayectoria profesional, haya tragado con convertir el caso Begoña Gómez en un circo Ringling de tres pistas para degradación de un pilar fundamental del Estado de derecho como es la Administración de Justicia. ¿Qué le ha pasado al juez Peinado? ¿Por qué, cómo ocurrió la transformación, cuándo se produjo el giro ultra y conspiranoico de este hombre? ¿O acaso ya venía conspiranoizado de casa? Hay argumento y material para una serie, o incluso para un relato kafkiano en plan La Metamorfosis (el bicho u horrible insecto sería el neofascismo que va fagocitando mentes y cuerpos, como se está viendo estos días en Alemania).
Sin duda, vivimos en los tiempos de los grupos sectarios de todo tipo (gran amenaza para la democracia) y algunas personas de buena fe (no dudamos de que el juez instructor de este caso lo es) se dejan influir por las nuevas corrientes ideológicas posmodernas como las teorías de la conspiración marca Qanon. Todo empezó cuando, al comienzo mismo de la legislatura, se propagó el bulo en redes sociales de que Begoña Gómez era transexual. A partir de ahí fue creciendo el fango y el odio. Lo tenía fácil el juez Peinado para salir airoso de este trance: bastaba con hacerle caso a la Guardia Civil (que ya ha emitido dos informes en los que no ve nada delictivo en la conducta de la esposa del presidente del Gobierno) y con tirar a la papelera todas las querellas de los grupos del Deep State que han tomado parte en este delirio disparatado. Pero no, él decidió ir hasta el final, meterse en un follón que se le ha ido de las manos (limpias o sucias).
A esta hora, el magistrado se encuentra en un callejón sin salida como en el que se metió el juez Manuel García-Castellón (otro abducido por la secta del gran gurú Aznar y su famosa máxima “el que pueda hacer que haga”). García-Castellón ha tenido que cerrar el caso Tsunami contra Carles Puigdemont y los demás separatistas, de modo que donde él veía terrorismo, al final ni terrorismo ni nada. De igual manera, la prueba del algodón definitiva contra Begoña Gómez no aparece por ninguna parte, ni siquiera dando una patada en la puerta de la casa del empresario Barrabés para registrarlo todo. En ese callejón sin salida del que hablamos (el del lawfare, politización de la Justicia o guerra sucia judicial) se han metido demasiados jueces últimamente. Ese callejón está abarrotado de gente, de togas. En ese callejón o atolladero obstruido y sin vía de escape exterior hay overbooking y ya no cabe ni un juez más. Está a caballo entre un cementerio de elefantes para jubilatas de la vieja guardia y el camarote de los hermanos Marx.