Pasado el cónclave socialista de la euforia, Pedro Sánchez hace un llamamiento a la unidad de la izquierda española para mantener el Estado de bienestar bajo la bandera de la resucitada socialdemocracia. “Necesitamos a todo el espacio progresista en plena forma”, asegura el presidente del Gobierno en una charla distendida con Àngels Barceló en un claro guiño no solo a Unidas Podemos, su socio en el Ejecutivo central, sino también a otras pequeñas fuerzas que como Más País, Compromís y los nacionalismos periféricos son las que sostienen de verdad la izquierda avanzada y sin complejos ultraliberales en este país. Obviamente, el guiño presidencial va también dirigido, cómo no, a Ciudadanos, un movimiento que el presidente siempre ha considerado de aires liberales, moderado y reformista con el que se puede dialogar, aunque en este caso la formación de Inés Arrimadas poco pinta ya, puesto que está más muerta que Chanquete.
La apelación del líder socialista a la unidad de la izquierda va cargada de hábil estrategia y buenas intenciones, bien tirada como suelen decir los politólogos modernos de ahora, ya que él, en su fuero interno, sabe que los tiempos del bipartidismo han quedado atrás y necesita de pactos urgentes con las demás fuerzas del arco parlamentario para poder gobernar. Por mucho que el PSOEhaya tratado de proyectar a la sociedad española una imagen de fortaleza y resiliencia en su 40 Congreso Federal de este fin de semana, por mucho que la puesta en escena haya sido grandiosa y fastuosa, el partido ya no es aquella fuerza arrolladora del 82, de modo que sigue adoleciendo de una escasez severa de votos, y lo que es peor, de una alarmante capacidad de influencia política.
Este PSOE anémico crónico no podrá llevar a cabo su programa de recuperación de la socialdemocracia –que no del socialismo real, que a esa ideología hace ya tiempo que renunciaron en sucesivos congresos bizantinos– sin la colaboración de un frente amplio progresista. En eso Sánchez ha hecho análisis objetivo y realista de la situación, se ha mirado al espejo y ha llegado a la conclusión acertada: el PSOE ya no es la gran Casa del Pueblo que daba de comer y de beber al obrero famélico, por mucho que las pantagruélicas comilonas que se vieron el pasado fin de semana en la Feria de Muestras de Valencia –con cientos de delegados socialistas guardando cola religiosamente frente a las paellas gigantes, como en los peores tiempos de la España negra de preguerra–, trataran de demostrar lo contrario. Ximo Puig ha organizado un espectáculo entre político y gastronómico/lúdico (la prensa de la derecha habla, con mala baba, del Oktoberfestdel socialismo) y esa imagen chabacana que ha quedado para la historia no ha gustado ni a Unidas Podemos ni a Esquerra ni a Bildu, los socios trotskistas que como últimos intelectuales de la izquierda de hoy sienten auténtica alergia ante cualquier devaneo folclórico/populista y siempre acuden a sus asambleas con las gafas redondas de montura metálica, el manual de Marx bajo el brazo y el retratito de Lenin en la cartera. Sánchez no necesita de los filósofos rojos y transgresores de la Complutense para renovar la izquierda: saca del armario las momias de Felipe y Zapatero, les quita el polvo, las adecenta un poco, le pone el perejil del feminismo ecologeta a la paella, reparte unos platos de arroz frío entre los compromisarios y marchando una de socialismo de catering.
Pero más allá de que el Congreso haya resultado esperpéntico por lo que ha tenido de romería, parrillada o pícnic populachero, parece que Sánchez ha acertado en varias cosas: la primera en finiquitar las luchas internas y coser las viejas heridas (había tantas que el PSOE parecía un miura abierto en canal tras la suerte de descabello); en vender la idea de que solo recuperando la socialdemocracia se podrá sostener el Estado de bienestar con las conquistas alcanzadas; y en haber logrado quitarle a su traje la etiqueta de sanchista, que la derechona le coloca a todas horas para identificarlo con el viejo felipismo y así erosionarlo mejor. En realidad, es pronto para saber si Sánchez se ha desprendido de cierta parte de poder para regalárselo al aparato del partido, tal como concluye unánimemente la prensa nacional, o si ha sido justo al contrario, es decir, si lejos de acabar con el sanchismo (que sería tanto como acabar consigo mismo, inmolándose políticamente), le ha dado una fuerza renovada a su experimento personalista. Solo el tiempo, y las rencillas enquistadas entre familias socialistas, lo dirán.
Uno, que hace tiempo que dejó de creer en lo que cuenta la prensa de Madrid en manos de caciques y constructores, entiende que Sánchez ha sido muy listo en su maniobra al colocar a sus peones en la Ejecutiva Federal (hasta seis ministros nombrados a dedazo) y dejando alguna silla testimonial para los críticos como Fernández Vara, que el hombre se ha ido tan contento para Extremadura con su carguete y hasta convencido de que ha salido victorioso, integrado y dotado de un importante peso específico en el partido. En eso ha consistido la supuesta renovación de Sánchez: en hacer creer al enemigo que se ha firmado la paz, en plan chiste de Gila. Es que este hombre otra cosa no, pero tiene un instinto depredador de supervivencia que para sí lo quisieran muchos.