Los españoles dicen adiós a la mascarilla obligatoria, gran símbolo de la pesadilla que ha vivido el ser humano en los últimos dos años de pandemia. El Gobierno publica en el BOE de hoy las nuevas normas para el uso del cubrebocas, que a partir de ahora solo será preceptivo en centros sanitarios, transporte público, farmacias y residencias de mayores para trabajadores y visitantes. De esta manera, el Ejecutivo Sánchez pasa página al covid, gripaliza la enfermedad (formidable eufemismo que esconde una invitación a que todos nos contagiemos sin miedo) y convierte el agente patógeno de Wuhan en un virus más con el que será preciso convivir de aquí en adelante. Así funciona el mundo de hoy: las epidemias duran lo que dicta un decreto ley.
Qué lejos quedan ya aquellos negros días de marzo de 2020, cuando había escasez de mascarillas y algunos se las fabricaban con trozos de tela, botellas de plástico o lo que encontraban a mano. Hoy los españoles se quitan la careta quirúrgica y vuelven a salir a la calle con una mezcla de inseguridad, confusión ante una normativa que no se ha explicado con claridad y la extraña sensación de que, aunque recuperamos poco a poco la normalidad, la amenaza invisible sigue estando ahí. Todos tendremos que adaptarnos a las nuevas situaciones que se nos vayan presentando en nuestro día a día. Muchos optarán por darle una patada al maldito trozo de tela y perderlo de vista para siempre; otros decidirán seguir llevándolo puesto como hasta ahora o en el bolsillo, colocándoselo puntualmente para protegerse en aquellos lugares donde haya grandes concentraciones o aglomeraciones de personas.
La nueva realidad (ya llevamos unas cuantas) generará tensiones inevitables en la sociedad. Como esos dos vecinos que coinciden en un ascensor, uno sin mascarilla mientras que otro sí la lleva. O esos trabajadores de una fábrica donde no hay posibilidad de mantener una distancia mínima de seguridad o de ventilar adecuadamente el entorno laboral. O esa cola en el supermercado, frente a la dependienta o cajera, en la que habrá quien lleve la protección y quien pase solemnemente de ella. Los hosteleros, el gremio más agraviado por esta pandemia, tendrán entera libertad para adoptar las medidas sanitarias que estimen oportunas en su local. Obviamente, los clientes que no se sientan seguros en un establecimiento donde rija la libertad absoluta tan cacareada por los ideólogos del libertarismo de derechas optarán por irse a otro de ambiente más sano y respirable. Si uno es libre para entrar en un antro o tugurio atestado de gente también lo será para largarse a otro más exclusivo, civilizado, seguro. La ley de la oferta y la demanda acabará imponiéndose sobre los falsos gurús de la acracia conservadora. A partir de ahora la mascarilla puede terminar convirtiéndose en un plus, en un servicio más para la clientela como puede ser el wifi, la variedad de cervezas, el aire acondicionado en verano o los sillones tapizados con el máximo lujo o confort. La diferenciación del producto, la calidad y la exclusividad son tres grandes características del capitalismo. Es el mercado amigo.
De momento, algunas grandes compañías como El Corte Inglés, Carrefour, Mango y Cortefiel ya han anunciado que mantendrán medidas higiénicas como la mascarilla para que sus clientes se sientan confiados y a salvo del virus en sus tiendas de todo el país. Si los buques insignia del liberalismo económico marcan tendencia sanitaria es más que probable que el resto de empresas, medianas y pequeñas, se suban también a ese carro si es bueno para el negocio. A partir de ahora ya ningún demagogo/populista de última hora podrá acusar al Gobierno de tirano, de socialcomunista y de represor de las libertades y derechos fundamentales. El dinero impondrá su lógica y su razón y allá cada cual. La cuenta de resultados a final de mes, y no el Consejo de Ministros, marcará si la mascarilla es necesaria o no.
En el momento en que se redacta este artículo se están presentando infinitud de situaciones reales donde los ciudadanos tendrán que decidir, en cuestión de segundos, si se protegen contra el virus o deciden no hacerlo. Las restricciones del Estado (sin duda necesarias en los peores tiempos de la pandemia) ya no están vigentes. Desde este preciso instante cada persona será responsable de sus actos y ya no podrá echarle la culpa de sus males al malvado Deep State, al Gobierno intervencionista o al maléfico Sánchez. El sentido común es la ley más eficaz en toda sociedad humana. Así, cuando entremos en un espectáculo público, en un museo, en un cine o un teatro, los más sensatos y razonables se protegerán, no por hacer un bien al prójimo (que ese valor humanista ya no de está de moda tras el auge de los nuevos fascismos) sino para no caer contagiados. Los que van a la suya, los individualistas, los que reniegan de toda forma de regulación de la convivencia y del bien común probablemente no usen la mascarilla nunca más. Nada que objetar, tienen todo el derecho del mundo y la nueva legislación les ampara. Pero cada individuo es él y sus propias circunstancias, como decía Ortega; cada persona es un ser arrojado a un mundo peligroso que no ha elegido, como invocaban los existencialistas, y aquel que decida ir a pecho descubierto –como quien reniega del cinturón de seguridad o del casco o hace el amor sin condón con desconocidos–, será responsable de sus actos. No tardaremos en ver cómo aquellos que profesan el totalitarismo macho, maleducado, egoísta y faltón (esa ideología que nos ha caído en desgracia en estos tiempos convulsos que vivimos), acusan a todo aquel que lleve la mascarilla de rojo bolivariano, borrego y sumiso con el poder, quizá también de loco o rarito. Pero ellos mismos, en su fuero interno, serán conscientes de que con su actitud imprudente se estarán jugando la salud en una estúpida ruleta rusa. “Inteligencia es el poder de aceptar el entorno”, decía Faulkner.
A partir de ahora hacer uso de la mascarilla en un lugar de alto riesgo será una elección personal, una cuestión de educación con el otro y la mejor arma que seguimos teniendo, a día de hoy, para frenar la pandemia y no terminar con un trancazo letal en el hospital. Quitémonos pues el bozal allá donde sea posible, en la calle, en la playa, en el monte, en un parque público. Respiremos hondo otra vez y disfrutemos del ansiado día de la liberación. Congratulémonos de que la pesadilla, esa de la que parecía que no despertaríamos jamás, va quedando atrás. Volvamos a abrazar y a besar superando las heridas psicológicas, la paranoia por el virus y esa especie de síndrome anancástico u obsesión por la profilaxis que empezaba a hacer mella en nosotros. Comprobemos con alegría que la normalidad retorna, que el ser humano es ante todo instinto social y que nuestros amigos y amigas siguen teniendo la misma cara, aunque con algunas arruguitas más tras dos años de penalidades y sufrimientos. Hagamos un monumento a la mascarilla, ese preciado regalo de la ciencia que ha salvado tantas y tantas vidas.