PSOE y Unidas Podemosprometieron derogar la reforma laboral y han terminado derogando la Ley de Amnistíade 1977, lo cual tampoco está mal. De esta manera, los socios de coalición acuerdan, en el marco de la Ley de Memoria Democrática, que los crímenes de lesa humanidad, genocidio y tortura que se cometieron durante el franquismo no gocen del amparo que le confería la famosa norma de la Transición, que no fue otra cosa que una infame ley de punto final. En su momento, José María Benegas definió con acierto y clarividencia lo que supuso aquel texto legal: “Renunciamos a revisar el pasado y a exigir las responsabilidades generadas durante cuarenta años de dictadura”.
Con la Ley de Amnistía los criminales de guerra franquistas se aseguraron no sentarse en el banquillo de los acusados y los presos políticos pudieron salir por fin a la calle. Fue una transacción entre unos y otros con la excusa fácil de que era preciso evitar una segunda guerra civil. El problema es que bajo el pretexto de la reconciliación nacional y de la convivencia en paz entre españoles, se certificó la impunidad de los crímenes franquistas. A aquello lo llamaron, eufemísticamente, cerrar heridas.
Lamentablemente, hoy ya sabemos que una herida nunca sana si no se limpia, si no se depura, si no se desinfecta adecuadamente y si no se regenera con nueva piel. Y tal como cabía esperar, la herida ha vuelto a supurar más de 40 años después. Con la coartada de la manida herida, lo que se hizo fue echar tierra encima de 130.000 desaparecidos a los que, por fin en 2008, el juez Garzón puso nombres y apellidos, imputando a los jerarcas del franquismo y dando a entender que la Ley de Amnistía fue en realidad una farsa, ya que un genocidio o un crimen de guerra, de lesa humanidad o de tortura es algo tan espantosamente monstruoso que jamás puede prescribir. El proceso abierto por Garzón fue nuestro Núremberg frustrado con cuatro décadas de retraso.
Sin embargo, el plan para garantizar la impunidad de los asesinos se tramó mucho antes de 1977. En 1969, gobernando Franco todavía, el BOE publicaba un decreto ley de indulto que limpiaba todos los delitos de sangre cometidos antes del 1 de abril de 1939, fecha de la victoria fascista. Era la forma que tenía el tirano de dejarlo todo atado y bien atado para cuando llegara su final y su prole política tuviera que enfrentarse a la luz de la verdad. Más tarde, en 1976 y por decreto firmado por Juan Carlos I y Adolfo Suárez, se ratificó una amnistía parcial para algunos presos encarcelados por motivos políticos. De nuevo el pretexto fue que era necesario “promover la reconciliación de todos los miembros de la Nación”, aunque una vez más se aprovechó para sellar la extinción de cualquier tipo de responsabilidad penal de los militares que llevaron a cabo la nauseabunda limpieza de disidentes.
Ambos textos, el de 1969 y el de 1976, debieron ser suficientes para garantizar la impunidad, pero un asesino jamás duerme tranquilo y los implicados en la represión franquista querían más garantías de que acabarían sus días en un chalé en Marbella y no en una fría cárcel de la democracia. Los genocidas necesitaban una nueva ratificación por si a los cazafascistas les daba por buscarlos y hacer justicia con ellos, como ya ocurrió con los judíos que persiguieron a los jerarcas nazis por todo el mundo al término de la Segunda Guerra Mundial. Fue entonces cuando se promulgó la hoy polémica ley del 77 para todos los hechos y delitos de intencionalidad política ocurridos entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de diciembre de 1976. Así se puso punto final al macabro asunto enterrando la verdad y la justicia.
A los españoles de entonces se les dijo que sin aquella Ley de Amnistía –que en realidad fue un borrado o reseteo de la memoria colectiva y del genocidio franquista–, peligraba la joven democracia, de modo que la ciudadanía se tragó el sapo por miedo, por pragmatismo y por cansancio de cuarenta años de dictadura, de violencia y de terrorismo de Estado. Nada de aquello tuvo nada que ver con los buenos deseos de los españoles, ni con el perdón entre hermanos, ni con la reconciliación, sino con la necesidad urgente de pasar página, de respirar y de dejar atrás los oscuros tiempos del vampirismo fascista. Los 130.000 crímenes sin castigo fueron el precio que hubo que pagar por la libertad.
Como es natural, no es tan fácil pasar página a algo tan inmensamente horrible y cruel. Hoy las nuevas generaciones que no padecen los miedos históricos de los españoles del 77 levantan la venda y asisten con horror al hecho de que la herida no solo no ha cicatrizado, tal como nos prometieron los falangistas travestidos de demócratas y la oposición antifranquista que tragó con todo, sino que la herida se ha vuelto a abrir, supura y huele fatal. No vamos a ser nosotros los que caigamos en la interpretación infantil y naíf de que aquí solo fusilaron los fascistas. También los rojos hicieron de las suyas y dieron paseíllos al amanecer por las tapias de nuestros cementerios. Para eso está la Ley de Memoria Democrática, para que todo aquel que quiera recuperar los restos de su ser querido, cualquiera que fuese el bando en el que cayó, pueda hacerlo.
Fue un error histórico forzado por las circunstancias amnistiar a las autoridades, funcionarios y agentes del orden que hubieran cometido delitos o faltas durante la persecución de actos políticos o hubieran violado los derechos de las personas, tal como rezaba la Ley de Amnistía. Este país no podía cometer dos veces el mismo fallo. Había llegado la hora de meterle alcohol a esa herida eterna, a esa herida sempiternamente supurante, para hacer justicia de una vez. Era una simple cuestión de moral y decencia. Había que hacerlo y por fin se ha hecho.