Díaz Ayuso ha convertido el Dos de Mayo en una fiesta anticipada antes de su más que probable victoria electoral. La lideresa castiza sabe elegir muy bien los decorados y extras para su puesta en escena o retorno al Madrid del pasado. Ayer convirtió la metrópoli en una inmensa pradera de San Isidro con escenas goyescas, manolos y manolas, chulos y chulapas, toros, la gallinita ciega, banderas y soldaditos de época. Solo faltaban Daoiz y Velarde guiando al pueblo levantado en armas contra las tropas invasoras sanchistas para que el déjà vu fuese perfecto y total. “Seguimos defendiendo la misma causa: España y libertad”, proclamó la presidenta en su discurso trufado de patrioterismo barato. El PSOE ya ha denunciado la usurpación de la fiesta por acto electoralista e ilegal.
Buena parte del éxito de Ayuso radica en que ha sabido convertir la capital de España en un inmenso parque de atracciones de la historia donde la pandemia sencillamente ya no existe y donde todo es supuesta alegría, cañas a raudales (las cañas que no falten) y color, mucho color. Así, un día los madrileños se levantan en el Madrid de los Austrias, al siguiente se encuentran inmersos en el Madrid napoleónico y de la noche a la mañana se despiertan en el Madrid guerracivilista del 36, con falangistas y milicianos cosiéndose a tiros en la Casa de Campo y Abascal disfrazado de Franco y subido a un caballo, espada en ristre, como en una escultura de José Capuz. También el enemigo que quiere arruinar a los madrileños va modificando su aspecto, hoy puede ser el afrancesado Gabilondo y la semana que viene el trosko Iglesias, según le dé a la señora presidenta. Madrid es que es apasionante, nunca sabes qué superproducción en tecnicolor te va a proyectar el infatigable cinematógrafo ayusista.
Aquí ya no se trata de hacer política para la gente (hace tiempo que el PP se olvidó de eso), sino de construir una película, una ficción distópica, el decorado de una ruidosa discomóvil con luces cegadoras de colores que cambia de lugar según el momento y la coyuntura, para que los madrileños no se paren a pensar, ni un solo segundo, en el desastre que ha sido la gestión del infierno coronavírico. Miguel Ángel Rodríguez, alquimista avezado del nuevo populismo rampante, sabe bien que al pueblo hay que darle lo que quiere, pan y circo, ferias taurinas, verbenas de la Paloma y raves salvajes, que no pare la fiesta, show must goon, viva la libertad. Madrid es como uno de esos musicales nocturnos del Broadway madrileño que tanto gustan a la gente de Villa y Corte con Ayuso idolatrada en plan Lina Morgan de la política autonómica. Y aunque la ficción tenga un elevado coste, un precio luctuoso en vidas humanas, a nadie le importan ya unos cuantos muertos diarios y unos hospitales que cada vez se parecen más a los lazaretos de la India. Lo importante es que el cartón piedra aguante, que el atrezo resista, que siga en pie hasta que pasen las elecciones. Luego ya se verá qué hacemos con el Madrid ruinoso, el Madrid de los barrios marginales, el Madrid vallecano y proleta, fiel reflejo de aquella España del Quijote, el mejor tratado sobre la pobreza y la decadencia española que se haya escrito jamás.
A pocas horas para que se abran las urnas, puede decirse que el artificio o bulo de MAR consistente en focalizar al pueblo contra un enemigo común que conspira contra la patria ha funcionado como un reloj suizo. Los madrileños se han tragado el relato de que Ayuso es la nueva Manuela Malasaña empeñada en dar la vida por echar de Madrid a las tropas del ilustrado Gabilondo o del rojo Sánchez (que para el caso es lo mismo) y va camino de conseguir, con ayuda de la extrema derecha, que la tierra mesetaria vuelva a ser una becerrada perpetua e inculta regada con vinillo de Jerez, como en los tiempos del franquismo.
A base de demagogias y de construir un mundo idílico que no existe, la lideresa ha ganado las elecciones antes de presentarse, lo cual no deja de tener su mérito. Y hay alguien que desde su despacho mira con deseo y con envidia esa hazaña o gesta: Pablo Casado. El presidente del PP y eterno jefe de la oposición observa el auge fulgurante de Ayuso y se pregunta cuál es la flor de su secreto, cómo lo hace, por qué a él no lo adora el pueblo como a ella. Quizá la respuesta sea que todo político viene marcado, de forma irreversible, por un destino místico, y el destino fatal de Casado es sencillamente caer mal. Los que no le votan lo odian por ambicioso, sectario y arribista y los suyos desconfían de él porque no da la talla ni las victorias electorales de la niña de sus ojos.
Visto el filón, Casado pretende adjudicarse el triunfo virtual y más que seguro de su pupila en la decisiva batalla de Madrid. “¿Veis como yo tenía razón? ¿Veis como esta chica era un diamante en bruto y yo supe captarlo a tiempo? El mérito es mío”, les dice a los barones del partido tratando de colgarse la medalla. Sin embargo, el pueblo ya pasa mucho de este hombre que escurre el bulto en las grandes crisis nacionales e insulta sin gracia. Ha nacido una estrella mucho más pizpireta y graciosa que promete arrasar hasta en el último pueblo de España, alguien con más arte y salero para el folclore y la copla de la política. Del joven triunfador todos se acuerdan, del viejo maestro nadie. Dice Casado que el Madrid de Ayuso es el “principio del fin de Pedro Sánchez”, la tumba del comunismo, el “no pasarán” de este distópico mundo al revés. Puede que tenga razón. Pero que se ande con tiento, no vaya a ser que el vendaval Ayuso se lo lleve por delante a él también.