Tras el día más loco en la historia del PP ya podemos decir que Pablo Casado ha perdido el duelo a muerte con Isabel Díaz Ayuso. Empieza a calar la idea de que la presidenta de Madrid ha sido víctima de una encerrona, una especie de montaje urdido por los fontaneros del partido para arruinar su fulgurante carrera política. La jornada de ayer fue un pulso en toda regla entre casadistas y ayusistas, un mano a mano televisado entre los cuarteles generales de Génova (poder nacional) y Puerta del Sol (poder autonómico) para tratar de ganar la batalla de la opinión pública. Y fue tan trepidante la cosa que ni siquiera los primeros bombardeos en Ucrania, preámbulo de la Tercera Guerra Mundial, pudieron eclipsar el gran tema de la crisis del PP.
En ese cuadrilátero televisivo, la primera en golpear fue la lideresa castiza, que quiso dar su versión sobre el escándalo de las mascarillas, un sangrante caso de trato de favor a una empresa amiga del que supuestamente sacó tajada, en plena pandemia, el hermano de la presidenta. En esa comparecencia ante los medios a media mañana, IDA volvió a desempeñar el papel que mejor le va: el de víctima de una injusticia, el de hija predilecta del pueblo de Madrid que se enfrenta a los poderes del mal, el de una nueva Juana de Arco que, como una mártir abnegada, pelea sola y como puede contra los enemigos de la patria.
De esta manera, si Casado tiene a su servicio el aparato del partido con todos sus fontaneros, espías y detectives privados, IDA cuenta con el amor de sus paisanos. Si Casado dispone de licencia para abrir expedientes disciplinarios de expulsión, IDA posee esa mirada llorosa a cámara que es como la de una Virgen doliente que gana elecciones sin despeinarse. Y si Casado acumula el poder suficiente para echarla del PP, IDA tiene la fuerza de su palabra respaldada por el voto de cientos de miles de madrileños que creen en ella ciegamente por una simple cuestión de fe, como lo hicieron en los peores días de la pandemia, cuando ella les dijo sed libres, sed felices, comed y bebed en mis bares y mesones, que mañana Dios dirá. En ese rol de princesa del pueblo, Ayuso es imbatible, ya que brilla con luz propia, mientras a Casado se le ve como un oscuro burócrata, un muñidor de turbias tramas temeroso de que una muchachita de Chamberí le arrebate la silla. Desde ese punto de vista, Casado aún no lo sabe, pero está políticamente muerto porque la gente, el votante, no le quiere a él, sino a ella.
Consciente de que solo tenía que salir al escenario e interpretar el papel del personaje que la gente idolatra, Ayuso convocó una declaración institucional sin preguntas. Sus asesores entendieron que la presidenta ni siquiera necesitaba dar explicaciones concretas sobre el polémico contrato del que su hermano sacó la presunta mordida. “Sal ahí, ponte bajo los focos que te adoran y métetelos en el bolsillo como sabes hacer”, debió decirle MÁR. Y así fue. Tras acusar a Casado de maniobrar para desprestigiarla “personal y políticamente”, sin pruebas, negó las acusaciones de trato de favor y empezó su actuación magistral digna de un Goya a la mejor actriz principal: “Que prueben que ha habido tráfico de influencias. Que prueben que ha habido un solo contrato irregular. Que prueben que yo no soy honrada”, alegó. Pero faltaba la guinda de la interpretación, el momento estelar: “Nunca pude imaginar que la dirección nacional de mi partido iba a actuar de forma tan cruel y tan injusta contra mí (…) Están atentando contra lo más importante que tiene una persona, que es su familia”. Para entonces, muchos votantes peperos se enjugaban las lágrimas, pañuelo en mano y arrodillados ante el televisor, preguntándose cómo Casado podía ser tan pérfido, tan desalmado, tan mala persona. Hacerle eso a una pobre chica cuyo único pecado había sido darlo todo por Madrid y derrotar al sanchismo podemita que quiere romper España. Indignante. Y empezaron a convocarse manifestaciones de apoyo a Ayuso, por WhatsApp, ante las puertas de Génova 13.
Tras asistir a la impactante comparecencia de la presidenta, Teodoro García Egea debió preguntarse: “¿Y ahora tengo que salir yo?”. O sea, lo mismo que dijo Chuck Berry cuando el gran Jerry Lee Lewis dio aquel histórico concierto en el que quemó un piano con una lata de gasolina, puso patas arriba un teatro y llevó al éxtasis a sus fans. Y así, entre meditabundo y dubitativo, entre poco convincente y algo timorato, el secretario general del PP se colocó ante el pelotón de periodistas sabiendo que la dirección nacional había perdido la batalla decisiva. A García Egea se le vio derrotado y si era cierto que tenía en sus manos el contrato bomba para cargarse la carrera política de Ayuso nunca transmitió esa sensación. Es más, era él quien parecía entregado y dispuesto a anunciar, de un momento a otro, su dimisión. El secretario, máximo responsable de la “Operación mascarilla” para derribar a la presidenta, dio una cómica rueda de prensa que solo contribuyó a aumentar la confusión en todo este sainete (las capacidades comunicativas del lanzador de aceitunas son tan penosas como su habilidad para construir montajes políticos).
Toda España se preguntaba a esas alturas cómo podía ser que Casado y sus fontaneros tuvieran información de primera sobre un caso de corrupción y no lo llevaran a Fiscalía sino a un misterioso bufete de detectives privados. Nada cuadraba, el asunto apestaba a refriega entre clanes rivales. El aparato del partido quedaba como el gran culpable de la chapuza del espionaje a Ayuso y desde ayer el bueno de Teodoro es más “Teodioro” que nunca para las bases y la militancia, que ya lo señalan con el dedo como el Judas que ha consumado la traición contra la favorita del pueblo (así lo sentenció el implacable Jiménez Losantos en su tribunal radiofónico matinal y así lo sancionó Espe Aguirre a media tarde, cuando pidió su cabeza).
El desastre total para Casado se consumó a última hora, cuando su asesor y hombre de confianza, Ángel Carromero, presentaba la dimisión tras conocerse que circulan unos supuestos audios comprometedores en los que los detectives sondeados por la cúpula popular confiesan que Génova les propuso saltarse la ley para espiar a la presidenta de Madrid. Sin duda, esa fue la prueba del algodón de que el golpe de la “gestapillo” casadista contra Ayuso había fracasado. A última hora producía sonrojo y vergüenza ajena escuchar a Pablo Montesinos poniendo todo tipo de excusas peregrinas, como que la directiva nacional no tiene nada que ver con el complot contra la lideresa, que las filtraciones de la prensa son interesadas y que Casado ha sido víctima de un montaje. Otro ridículo esperpento estaba servido pocos días después del fiasco en las elecciones de Castilla y León. Ahora, como siempre, están a un paso de echarle la culpa de todo a Pedro Sánchez mientras se niegan a asumir que el PP va camino de la implosión con posterior escisión en dos. Y entretanto, Vox haciendo caja.