El caso Begoña Gómez airea el descontrol de los másteres en España

El modelo de colaboración entre la universidad pública y la empresa privada, asumido por los gobiernos de PP y PSOE, genera problemas de gestión y transparencia

29 de Agosto de 2024
Actualizado el 30 de agosto
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Rectorado de la UCM, en una imagen de archivo.

Ahora que está de plena actualidad el caso Begoña Gómez, en el que el juez Peinado trata de averiguar si la primera dama contó con la inestimable ayuda de un grupo de patrocinadores (más o menos desinteresados) para la organización de su máster, conviene detenerse un momento en analizar cómo funciona esa zona oscura del mundillo universitario.

Los convenios de colaboración entre universidades españolas y empresas privadas para la organización de másteres y cursos de posgrado de todo tipo están, en nuestro país, a la orden del día. Esto ocurre así desde hace años, cuando el Estado consideró oportuno establecer relaciones de colaboración entre la iniciativa pública y la privada. De esta manera, se pensó (quizá de forma demasiado apresurada y optimista) que se estaba facilitando el acceso o colocación del alumno y futuro trabajador en el mercado laboral. Además, se consideró que el apoyo financiero de una gran empresa permitiría que el Estado se ahorrara un buen dinero a destinar a otros menesteres educativos. Ni una cosa ni la otra.

El modelo mixto ha funcionado desde hace décadas tanto con los gobiernos del PP (los que más han impulsado este sistema, como buenos ultraliberales que son) como con los del PSOE (que como supuesto partido de izquierdas debería apostar más por la inversión pública con cargo a los presupuestos generales que por la iniciativa privada, aunque eso, finalmente, no esté ocurriendo). En algunos casos los convenios han sido una historia de éxito, ya que los alumnos han mejorado el aprendizaje de su oficio, se han formado en el máster y han encontrado un empleo en la empresa privada. En otros, tal mutua colaboración ha terminado en fiasco rotundo y solo ha servido para que el inversor, el mecenas o patrocinador del curso se haga una buena propaganda a sí mismo, generalmente para darse postín y engatusar a sus clientes. No es la primera vez, ni será la última, que un alumno o alumna se queda compuesto y con título, pero sin nada palpable a cambio, es decir, sin un puesto de trabajo, todo ello después de haber pagado una buena pasta. Es lo que pasa con los másteres, que los carga el Diablo.

Según la ley, son las empresas las que establecen los criterios de valoración de un máster oficial o título privado, según el grado de especialización, el acceso a una profesión regulada u otros aspectos que consideren relevantes. Está claro que la empresa paganini, como suele decirse coloquialmente, ostenta una posición de poder y suele ejercerla. El que paga manda.

No hace mucho, una joven usuaria de TikTok, conocida como 'ser.consciente7', se lamentaba de que, a pesar de estar en posesión de tres carreras y tres másteres, se encontraba en el paro porque, a su juicio, “los títulos universitarios son un fraude” o algo peor: parte de un “sistema corrupto”, tal como publicó el diario ABC. En el vídeo, que acumuló más de 494.000 reproducciones, la muchacha compartía su impresionante currículum: “Tengo tres carreras, Turismo, Derecho y Nutrición –en las tres entre las diez mejores de la promoción–, tres másteres universitarios, uno de ellos un MBA con premio extraordinario. Hablo varios idiomas, tengo años de experiencia en voluntariado, muchos años y muchas personas a las que ayudé como asesora jurídica”.

¿A quién acusaba la alumna como perpetrador del supuesto fraude del máster? A nadie en concreto y a todos en particular. En realidad, al sistema, a la cadena, a ese Leviatán que está promocionando una no despreciable cantidad de másteres que a la hora de la verdad no sirven para nada, más que para alimentar la titulitis del defraudado y para que algunos se forren. Para eso y para llenar una habitación de diplomas enmarcados que no hacen sino coger polvo. Siendo justos, el Estado sería el gran responsable de este tocomocho inmenso a un amplio sector de la población, nuestros jóvenes alumnos, que salen de la universidad llenos de sueños y aspiraciones y terminan constatando, con amargura, el timo de todo, de la universidad, de la política, de una democracia de baja estofa, en fin. Qué golpe en lo más profundo de su ser, qué decepción, que frustración deben sentir todos esos chicos que, tras haber apoquinado tres, cuatro, cinco mil euros o más, acaban comprobando con estupor cómo han sido víctimas de una descarada compraventa mercantil, de un mercado de baratillo, de un zoco infecto para beneficio de cuatro trajeados sin escrúpulos. “Se están vendiendo títulos y cada vez más, es cuestión de entrar en Internet y poner haz mi trabajo fin de grado. Es decir, tenemos personas que acaban el grado porque pagan, acaban su máster porque pagan, acaban su tesis doctoral porque pagan”, denunciaba la joven del reportaje.

Es el Estado, en su conjunto, el que debería velar por los derechos de nuestras jóvenes generaciones, en las que, a fin de cuentas, tendremos que depositar la última esperanza de un país mejor. No es así. El soñado máster, el preciado máster, el anhelado máster, se acaba convirtiendo a menudo en la primera triste estación antes de llegar a la cruda realidad, que no es otra que vivimos en una jungla de asfalto (donde el pez grande se come al chico) más que en una sociedad civilizada y humana. El máster es el primer golpe bajo o revés con la mano abierta a la persona que transita entre la juventud y la edad adulta. Una forma cruel de hacerle perder la virginidad moral, la confianza en el sistema, la inocencia. Y eso se constata el primer día de curso, cuando el alumno empieza a presentir que forma parte, previo pago de la matrícula a toca teja, de una compleja farsa o pantomima. Una vez allí, en el aula magna o diminuta, al aspirante al título solo le queda una salida: hacer todos los contactos que puedan catapultarlo al puesto de trabajo tan vital como urgente. En este país sigue valiendo más el amiguismo, el enchufismo, las afinidades selectivas, el caer bien al catedrático o coordinador de turno (o sea, saber hacer la rosca o la pelota) que una matrícula de honor. España es así.

Mucho nos tememos que el tema de los másteres en nuestro país necesita una repensada, como suele decirse. Y todo pasa, como casi siempre, por menos empresa y más Estado. Una reforma urgente, en definitiva, para que nuestros jóvenes que se lo trabajan duro tengan la justa recompensa. Y no un trozo de papel sellado con el cuño de la mentira.

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