La proposición de ley impulsada por el PSOE para garantizar la igualdad en el acceso a las prácticas académicas externas ha sido recibida con un rechazo frontal por parte del Partido Popular, Vox y Junts. A pesar de que la iniciativa busca frenar una práctica cada vez más extendida (el pago de universidades, sobre todo privadas, a empresas e instituciones para asegurar plazas de prácticas a sus estudiantes), estos partidos han reaccionado con una defensa cerrada de los intereses privados. Detrás de su oposición se vislumbra algo más profundo, una concepción de la educación como producto de mercado, no como derecho universal.
Garantizar la igualdad, el objetivo de la reforma
La proposición de ley, registrada por el Grupo Parlamentario Socialista, propone modificar la Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU) para prohibir que las prácticas académicas curriculares se obtengan mediante pagos entre universidades y entidades receptoras, ya sea en forma de donaciones, precios o convenios económicos. La intención es clara, evitar que la capacidad financiera de una universidad, especialmente de las privadas, determine las oportunidades formativas de su alumnado.
Según defendió el diputado socialista Roberto García Moris en el pleno, la norma tiene como finalidad “garantizar que el acceso a las prácticas no esté condicionado por criterios económicos, sino por el mérito, la equidad y las capacidades del estudiantado”. No se pretende eliminar la colaboración entre el ámbito universitario y el profesional, sino establecer límites para que dicha relación no se convierta en un privilegio reservado a quien pueda pagarla.
La reforma también incluye modificaciones en la Ley de la Ciencia, orientadas a fortalecer los espacios públicos de experimentación y la investigación avanzada, alejándolos de la dependencia financiera del sector privado.
Una oposición que revela un modelo de universidad elitista
A pesar de la claridad de la propuesta, PP, Vox y Junts han coincidido en su rechazo. Sus argumentos, aunque variados en forma, convergen en un fondo común: la defensa del status quo que privilegia a las universidades con mayor capacidad económica, en detrimento de una educación más justa y universal.
El diputado del PP, Pedro Navarro, denunció que la ley convertiría en “ilegales” acuerdos como el de la Universidad Complutense con la Real Academia de Ingeniería, que implica un pago de 20.000 euros para garantizar prácticas a mujeres en carreras STEM. Lo que el PP presenta como una “colaboración valiosa”, la ley lo identifica correctamentecomo una práctica que genera desigualdad estructural, una universidad con menos recursos no podría ofrecer lo mismo, y sus estudiantes quedarían en desventaja. La medida no impide fomentar vocaciones femeninas, lo que impide es que se haga a base de chequera.
Más explícito aún fue Vox. Joaquín Robles calificó la medida como un “nuevo ataque del Gobierno a las universidades privadas” y acusó al Ejecutivo de querer “ahogarlas” reduciendo su margen de mercado. La lógica es reveladora, Vox no defiende la calidad, ni la equidad, ni el mérito, sino el “nicho de mercado”. El estudiante es un cliente, y la universidad una empresa. En ese modelo, el conocimiento es un bien de consumo, y la igualdad de oportunidades, un estorbo ideológico.
Desde Junts, el diputado Josep Pagès optó por el argumento competencial: la regulación de las prácticas corresponde —a su juicio— exclusivamente a la Generalitat. Pero esa postura, tan frecuente como incongruente, olvida que los derechos básicos de los estudiantes no deberían depender del código postal ni del modelo de gestión autonómica, sino responder a principios comunes del Estado social. A menudo, el independentismo nacionalista se une a la derecha económica cuando se trata de preservar cuotas de poder que benefician a élites locales, incluso a costa del bien común.
Una derecha atrapada en la lógica de la privatización
Lo que une al PP, Vox y Junts en este debate no es la defensa de la libertad educativa ni de la autonomía institucional. Lo que comparten es una visión profundamente mercantilizada del sistema universitario, en la que el acceso a las mejores oportunidades debe reservarse a quienes pueden pagarlas o gestionan redes de influencia.
Esta actitud no es nueva. La derecha española ha sido históricamente favorable a la privatización de servicios públicos: sanidad, pensiones, transporte y, desde luego, educación. El argumento es siempre el mismo: “más libertad”, cuando en realidad se trata de menos igualdad. En el caso universitario, eso se traduce en un modelo dual: unas pocas instituciones de élite con recursos, y una red pública a la que se le exige competir sin herramientas.
Lo más preocupante es que esta ideología transforma el sentido mismo de la universidad. Deja de ser un espacio de formación crítica, de democratización del conocimiento, y se convierte en una fábrica de credenciales donde quien más invierte, más obtiene. La calidad se confunde con la exclusividad, y el mérito con el poder adquisitivo.
La educación no se compra
Frente a este modelo, el PSOE, con el apoyo de otros grupos progresistas como Sumar, ERC, EH Bildu y el PNV, plantea una enmienda básica pero esencial: que el talento no dependa del dinero, que todas y todos los estudiantes tengan acceso a experiencias formativas clave sin verse condicionados por la cuenta bancaria de su universidad.
La diputada de Sumar,Candela López, lo expresó con claridad: “No podemos permitir que la universidad pública compita en desventaja contra un modelo que mercantiliza la formación”. También desde ERC, Etna Estrems apoyó la ley por defender el modelo público frente a “pseudouniversidades privadas” que no cumplen estándares de calidad.
Esta no es una batalla menor. Es una disputa de fondo sobre el país que se quiere construir. Si el acceso a las prácticas profesionales, que muchas veces determinan el futuro laboral de los estudiantes, se convierte en una cuestión de pagos y convenios, estaremos consolidando un sistema profundamente injusto. Y no hay excelencia académica posible donde reina la desigualdad estructural.
La universidad pública necesita reformas, sin duda. Pero ninguna mejora vendrá de la mano de quienes ven en la educación un negocio antes que un derecho. La ley del PSOE no resolverá todos los problemas, pero es un paso en la dirección correcta, hacia una universidad que no discrimine por origen, que premie el esfuerzo, y que esté al servicio del conjunto de la sociedad, no solo de sus élites.