La caída del precio de los combustibles coincide con el retorno a la rutina y alivia el bolsillo de millones de hogares tras un verano marcado por la inflación persistente
En plena vuelta a la rutina, con las familias haciendo frente a los gastos del nuevo curso y a una cesta de la compra que no deja de encarecerse, los carburantes ofrecen una tregua. El precio medio del litro de gasolina y diésel ha encadenado ya cinco semanas consecutivas de descensos y se sitúa en su nivel más bajo desde el pasado junio. Una buena noticia, aunque relativa, si se pone en contexto.
Según los últimos datos del Boletín Petrolero de la Unión Europea, el litro de diésel se paga de media en España a 1,406 euros, mientras que la gasolina se sitúa en 1,477 euros. Ambas cifras suponen un alivio respecto a meses anteriores, pero no deben eclipsar la realidad estructural: el transporte privado sigue siendo una carga económica importante para la mayoría social y un elemento clave en la ecuación de la desigualdad territorial.
Cinco semanas de descenso, pero la factura sigue siendo alta
La evolución de los precios refleja, en parte, la estabilización relativa de los mercados internacionales de crudo, pero también la propia dinámica del sistema fiscal y de márgenes que rige en el sector. Con los precios actuales, llenar un depósito medio de gasolina cuesta 81,23 euros, mientras que uno de diésel ronda los 77,33 euros. En ambos casos, supone un leve descenso frente al año anterior. Pero ese alivio se percibe de forma muy diferente en función de la renta y del lugar de residencia.
En zonas rurales o periferias sin alternativas de transporte público, el coche no es una elección, sino una necesidad. Y cuando el precio del combustible sube, no hay red de seguridad que amortigüe el golpe. Por eso, más allá del coste por litro, lo que está en juego es un modelo de movilidad y de planificación territorial profundamente injusto que castiga más a quienes menos tienen.
Aunque los precios actuales están por debajo de los picos históricos de julio de 2022 —cuando la gasolina llegó a superar los 2,14 euros el litro— y también por debajo del nivel previo a la invasión de Ucrania, lo cierto es que la dependencia de los combustibles fósiles sigue condicionando tanto la economía doméstica como la capacidad de acción frente a la crisis climática.
Por debajo de Europa, pero ¿a qué precio estructural?
Es cierto que España mantiene el precio de sus carburantes por debajo de la media de la UE y de la zona euro. Frente a los 1,614 euros/litro de gasolina en la Unión o los 1,662 de la eurozona, los 1,477 españoles suponen una diferencia notable. Lo mismo ocurre con el diésel. Pero esta comparación no puede utilizarse como excusa para aplazar debates fundamentales.
¿Por qué seguimos subsidiando el uso del coche antes que garantizar una red de transporte público robusta, asequible y climáticamente sostenible? ¿Qué sentido tiene medir solo el alivio temporal en el surtidor si no se acompañan de reformas estructurales que reduzcan la dependencia energética, las emisiones contaminantes y la desigualdad territorial?
Los datos del descenso de precios no deben eclipsar los retos de fondo. España necesita una transición energética que no recaiga, como siempre, sobre las espaldas de quienes menos tienen. Los precios bajan, sí. Pero no bajan para todo el mundo por igual.