Tristeza y rabia en las Cortes Valencianas. Tristeza de ver a un hombre diminuto tratando de esconder sus miserias entre bulos, medias disculpas y relatos apocalípticos de ciencia ficción. Y rabia porque, lamentablemente, los valencianos van a tener que comerse no solo el lodo de la L’Horta Sud, sino el marrón de un presidente indigno e indecente que no asume su inutilidad en las horas más dramáticas para sus paisanos.
Carlos Mazón no se va, se queda. Con eso está todo dicho. Desde el 29 de octubre, el martes negro, no ha parado de mentir. Y ahora nos sale con comisiones de investigación, con ceses (corta las cabezas de los demás, la suya no) y con promesas vacuas de un país que renacerá de sus cenizas. Sin duda, Valencia volverá a ser lo que fue. Tardará meses, quizá años, pero resurgirá con fuerza gracia a su gente sabia, solidaria y resistente. Lo hará a pesar de sus gobernantes, a pesar de un capitán botarate que no estuvo en el puente de mando, donde había que estar, sino de comilonas o picoteo con una señorita.
El discurso que ha soltado Mazón esta mañana pasará a la historia como el discurso de la infamia y la vergüenza. Por lo visto, todo falló, los avisos de la AEMET, las informaciones de la Confederación Hidrográfica, el 112, los medidores de caudal, el Gobierno, la UME, Teresa Ribera, sus consejeros y funcionarios, el Cecopi y hasta la NASA. Todo colapsó, menos él. Todo dejó de funcionar, menos él. Todo se vino abajo, menos él. Su perorata parlamentaria sería como para partirse la caja a carcajadas, de no haber más de doscientos muertos por medio. “No soy yo el que ha fallado, es el sistema”, ha venido a decir el honorable. Y se lo cree, y se lo traga como si nada, tal es el delirio en el que vive, tal es el nivel de disociación con la realidad al que llega toda esta gente embriagada de poder.
El president es ya como el capitán de El motín del Caine, aquella película en la que el paranoico Queeg, encarnado por un espléndido Humphrey Bogart, se comporta como un neurótico peligroso capaz de poner en peligro el barco y su tripulación. A Mazón hay que verlo ya como a ese personaje maníaco que agita bolitas de hierro entre sus manos, obsesivamente, con la mirada perdida en el mar y totalmente ido. Lo que necesitaría el líder del PP valenciano no es una comisión de investigación, sino un médico para tratarle la subjetividad tóxica, las mentiras, la contradicción entre la persona y el personaje por la forma de vida neoliberal, como confesó Errejón antes de presentar la dimisión e irse a su casa. Lo que tocaría con Mazón es sentarlo ante un consejo de guerra, como en el film de Edward Dmytryk. Pero no caerá esa breva.
Nadie en el PP dimitió cuando lo del Prestige, nadie asumió responsabilidad alguna cuando lo del Yak 42, el 11M, el accidente del Metro de Valencia o los 7.291 ancianos ejecutados en las residencias de la muerte de Ayuso. En ese partido están por encima del bien y del mal. La culpa siempre la tiene el otro, el rojo pérfido, el antipatriota y traidor. El mal siempre está en la conspiración judeomasónica, esa coartada que sigue funcionando a la perfección, y como el primer día, desde el franquismo. El origen de las graves negligencias siempre hay que buscarlo en el enemigo que quiere romper España. Ellos son como dioses que no se equivocan nunca. Solo que España no la rompen los republicanos o socialistas; España se agrieta por una casta maldita que nunca rinde cuentas ante el pueblo porque es inmune al tener de su parte a los jueces, la policía y la prensa.
Miles de valencianos con el agua al cuello, decenas de pueblos hundidos bajo el Diluvio Universal, y él entre buenas viandas y caldos de la tierra en El Ventorro. Pero de eso no habla el honorable mentiroso. Una hora larga de discurso, una hora de vergüenza repasando las medidas que se tomaron desde la Generalitat, dando cuenta de los daños monstruosos en toda la provincia y anunciando planes de reconstrucción que pagará el Estado, no su gobierno, y se salta lo más importante del relato cronológico: por qué estuvo cinco horas perdido, cinco horas dándose a la dolce vita, como un Marcello Rubini de la vida, cinco horas desertado del frente de batalla contra la dana. Ahora dice que aquello fue una “catástrofe colosal” imprevisible. Sin embargo, la gran calamidad es él, un mal imitador de Julio Iglesias que está para karaokes y verbenas, pero no para dirigir un servicio de Protección Civil.
“No voy a negar fallos, no es posible hacerlo ni sería útil, implicaría que no hemos aprendido nada ni estamos dispuestos a aprender, por temor al desgaste político o para aprovecharse de él”, ha confesado con la boca pequeña. Pero la gran pregunta que se hacen los valencianos sigue estando en el aire y sin respuesta: ¿por qué Carlos, por qué, por qué no hiciste algo tan sencillo como darle al botón de la alerta roja para sacar a la gente de las oficinas, de los centros comerciales, de las carreteras y los campos? Solo tenía que hacer eso y no lo hizo. ¿Dónde estaba ese dedo providencial que hubiese salvado a miles de personas? En un cuchillo cortando un filete de primera. En la servilleta de una venta de lujo. En un vaso de carísimo vino o licor.
La imagen de Carlos Mazón (casi mejor Carlos Fallón) carraspeando, atascándose y bebiendo agua para superar el trago en la tribuna de oradores de las Corts, ha sido lo más triste que se ha visto en política en medio siglo de supuesta democracia. Un tipo que dice que todo ha fallado menos él. Un señorito pluscuamperfecto que le echa el muerto al barranco del Poyo, cuando el pollo lo ha montado él. Y mientras tanto, Feijóo incendiando Europa para cargarse a Ribera. Lloran los valencianos y no es por la maldición de agua, barro, peste y ruina que les ha caído encima. La plaga no es el cambio climático, la plaga es el PP.