El juez Juan Carlos Peinado, quizá sin saberlo, está reescribiendo El proceso de Kafka con el caso Begoña Gómez. Un laberíntico y enmarañado asunto que se eterniza y eterniza, que ha entrado en un bucle infinito y que se estanca sin que llegue a ninguna parte. A Peinado ya solo le falta llamar a declarar a Josef K., el angustiado personaje de la novela kafkiana que anticipó los males del hombre moderno, el Estado totalitario del siglo XX, el vacío humano existencial, la inanidad de todo, en fin.
Día y noche bajo la luz del flexo y con sus minuciosos anteojos, con una vocación y una tenacidad que asustan, Peinado, el prejubilado prospectivo, va redactando papelamen, montones de autos, providencias y diligencias de todo tipo que se apilan ya en un rincón de su despacho. Cuentan que la montaña de celulosa llega hasta el techo, una monumental falla valenciana de categoría especial, aunque pruebas concretas, lo que se dicen pruebas contra la primera dama, ni una sola. Sin embargo, ahí sigue su señoría, inasequible al desaliento, inquebrantable ante la horda roja, dándole Perico al torno con el sumario. La causa general contra el sanchismo en forma de caza de brujas contra la esposa del premier tendría que haberse cerrado ya hace mucho tiempo (en realidad, viendo que la querella provenía de un sindicato franquista no tendría que haberse abierto nunca). Lejos de darle carpetazo, Peinado mantiene el expediente vivito y coleando, como el primer día. Lo riega, lo mima, lo trata con delicadeza para que no se seque. No podemos negar que hace falta tener mucho talento botánico para conservar esa planta fresca y verde durante meses pese a que todo es puro humo.
La clave para que el sumario no se muera es llamar a declarar a mucha gente, que se vea movimiento en el plató (digo en el juzgado), gente, gente, secundarios de lujo y buenos extras para la última de Superproducciones Peinado, y también ir firmando papel, bastante papel, eso siempre, para que los superiores de la Audiencia Provincial queden tranquilos, vean que sigue habiendo caso y no finiquiten el tema. Así, proporcionándole a los muchachos de la caverna mediática (y también a Alvise y al abogado youtuber Guisasola) el alpiste necesario para el titular del día siguiente, es como el asunto pervive y se va desgastando electoralmente el sanchismo.
En realidad, Peinado es un gran colombicultor, un eficaz prejubilado que sabe cómo alimentar a las palomas del parque, en este caso a los halcones de la prensa ultraderechista. Y si para ello tiene que llamar a declarar al bedel de la puerta de la Complutense, se le llama sin problema para que diga si una vez vio a Begoña Gómez tomándose un orujo por cuenta de la casa en la cantina de la universidad. Y si hay que denunciar que Sánchez tiene un amigo empresario, se hace, que eso siempre tiene morbo. Y si el magistrado se ve ante la tesitura de invadir la Moncloa para atornillar al presidente, echarle el humo del cigarro a la cara y sacarle una grabación de dos minutos para la historia (nadie hasta ahora lo había hecho en democracia), no se corta ni un pelo. Adelante mis valientes. Gracias a esa audacia del juez Peinado y a ese audio hoy tenemos la exclusiva del siglo, la prueba irrefutable, concluyente, decisiva para saber lo que se estaba cociendo aquí: la confesión de Pedro Sánchez, en primera persona, de que Begoña Gómez es realmente su esposa. Qué escandalazo, qué bochorno, hasta dónde vamos a llegar. Desde lo de la Gürtel y la caja B del PP no se veía nada igual. Cómo ha cantado de plano el Nicolás Maduro del chavismo español.
Nada puede parar ya la febril y conspiranoica imaginación de Peinado, un hombre que se ha propuesto pasar a la historia como el juez que puso de rodillas al sanchismo. Siempre hay una prueba que practicar, un indicio que seguir, un fleco al que agarrarse o hilillo del que tirar. Este caso es la historia interminable, el eterno sumario, un asunto que puede alargarse durante años, hasta las próximas elecciones si es preciso, para que el dúo Feijóo/Abascal pueda aprovechar la veta, el filón. Trabajo nunca falta en el 41 de Madrid, cosas siempre hay que hacer, como llamar a declarar al jardinero fiel de Moncloa (por si hubo tráfico ilegal con los bonsáis de Felipe); interrogar al chino que fabricó el software para el dichoso máster (probablemente viva al otro lado del planeta y la policía tarde meses en localizarlo, magnífico, más tiempo ganado al crono); seguir los movimientos del cartero que le llevaba la correspondencia al empresario Barrabés; o poner patas arriba la boutique donde se compraba los modelitos la mujer del presidente (a la derecha le jode que las rojazas feminazis vistan de Pedro del Hierro).
Este caso es un auténtico manantial, un universo, un macrocosmos que ni una novela de Tolkien, y no sabemos cuándo llegaremos al final. Está todo por hacer, hay miles de gestiones aún por practicar. Y la cosa lleva su tiempo, oiga. ¿Llegarán a saber los españoles algún día si Begoña Gómez es culpable o inocente? Quién sabe. Probablemente no, aunque lo interesante no es indagar hasta el fondo del asunto, ni descubrir la verdad, ya que es mucho más rentable y jugoso políticamente que el caso siga vivo en los tribunales para entretenimiento del público ultra y desencanto del votante socialista a punto de perder la fe. De lo que se trata aquí es de tener a la señora presidenta permanentemente subida al carromato de la Inquisición, túnica blanca, rapada al cero y como una vulgar delincuente. Un escarnio sin fin. Qué lúbrico placer. Ni en los mejores sueños de Santi Abascal.