La creciente externalización de servicios y la entrada de capital privado en la sanidad pública española amenaza con desmantelar uno de los pilares del Estado del Bienestar.
El sistema sanitario público español ha sido históricamente uno de los mejor valorados a nivel internacional: universal, gratuito en el punto de atención y financiado por impuestos. Sin embargo, desde hace más de una década, está siendo objeto de un proceso de privatización progresiva que pone en riesgo su sostenibilidad, equidad y calidad.
La privatización, un proceso silencioso pero constante
Desde la crisis financiera de 2008, diversas comunidades autónomas han promovido la externalización de servicios y la gestión privada de centros públicos, amparándose en discursos de eficiencia y reducción de costes. Este proceso, sin grandes titulares ni debates públicos profundos, ha ido calando en la estructura del sistema sanitario.
Modelos como el de Alzira (Valencia), el concierto con hospitales privados en Madrid o las concesiones en Cataluña son ejemplos de cómo se ha introducido el sector privado en la prestación de servicios esenciales.
Eficiencia o negocio
Los defensores de la privatización argumentan que la gestión privada es más ágil, flexible y eficiente. Sin embargo, múltiples estudios académicos han demostrado que la lógica empresarial aplicada a la salud tiende a priorizar el beneficio económico sobre la atención integral.
Informes independientes revelan que los centros gestionados privadamente derivan pacientes más complejos a la red pública, elevan los costes a medio plazo y carecen de transparencia en sus resultados clínicos y económicos.
La calidad asistencial se resiente cuando los servicios esenciales se fragmentan entre múltiples proveedores. La coordinación disminuye, los tiempos de espera aumentan y la experiencia del paciente se deteriora.
Por otro lado, los profesionales sanitarios en centros privatizados suelen sufrir condiciones laborales más precarias, con menos estabilidad, sobrecarga de trabajo y pérdida de autonomía clínica. Esto no solo afecta su bienestar, sino también la atención que reciben los pacientes.
El riesgo de una sanidad a dos velocidades
La consecuencia más grave de este proceso es la creación de un sistema dual: una sanidad pública con menos recursos, saturada y degradada, frente a una sanidad privada —o pseudopública— más rápida y con mejor tecnología, pero solo accesible para quienes puedan pagarla.
Este modelo rompe el principio de equidad y pone fin a la idea de que todos los ciudadanos, sin importar su renta o lugar de residencia, tienen derecho a la misma atención sanitaria.
Más allá de la ideología, la evidencia y los resultados
Lejos de ser una cuestión meramente ideológica, la defensa de la sanidad pública se sustenta en datos objetivos. Países con sistemas sanitarios mayoritariamente públicos, como los nórdicos, muestran mejores indicadores de salud, mayor eficiencia global y menor desigualdad que aquellos donde predomina la sanidad privada, como Estados Unidos.
La pandemia de COVID-19 puso en evidencia que los sistemas públicos robustos son mucho más eficaces a la hora de dar respuestas rápidas y coordinadas a emergencias sanitarias de gran escala.
Numerosas voces del ámbito sanitario, académico y ciudadano reclaman una reversión de las privatizaciones, una financiación suficiente del sistema público, y una mayor transparencia y control en la gestión.
La salud no puede ser un nicho de mercado. Convertirla en un negocio implica aceptar que la rentabilidad esté por encima del bienestar colectivo. Y eso, para un país que ha construido su cohesión social sobre la base de derechos universales, supone un retroceso alarmante.