La convocatoria de huelga por parte de las asociaciones conservadoras de jueces y fiscales, programada para los días 1, 2 y 3 de julio, y la concentración prevista ante el Tribunal Supremo el próximo 28 de junio, se presentan como un gesto heroico en defensa de la independencia judicial y el Estado de Derecho. Pero conviene mirar más allá del relato que estas asociaciones —todas de orientación conservadora y ninguna progresista— tratan de imponer en la opinión pública. Porque lo que realmente está en juego no es la imparcialidad de la Justicia, sino la resistencia de ciertos sectores a perder sus privilegios en una estructura profundamente elitista.
¿Una huelga por la meritocracia o por los privilegios?
Lo que ha detonado la protesta no es una amenaza real al principio de separación de poderes, una reforma que pretende introducir una prueba escrita en el proceso de acceso a la carrera judicial —actualmente centrado en la memorización—, así como regularizar a los jueces sustitutos, en su mayoría mujeres, que sostienen los juzgados en condiciones precarias. También se quiere garantizar por ley el sistema de becas, en un contexto en el que casi el 99% de los nuevos jueces contaron con ayuda económica familiar durante su oposición. ¿De verdad es esto una amenaza a la democracia, o más bien una oportunidad para abrir la carrera judicial a personas con talento que no nacieron en cuna dorada?
Los datos del Consejo General del Poder Judicial son elocuentes: el 98,71% de quienes superaron la oposición en la última promoción contaron con el apoyo económico de sus familias. Y más del 64% jamás trabajó antes de obtener su plaza. Este sistema no selecciona a los mejores, sino a quienes pueden permitirse años de preparación sin ingresos. No se trata de mérito ni de capacidad, pero si de recursos. En este contexto, que se pretenda introducir una prueba escrita o reforzar el sistema de becas para aspirantes con menos medios debería considerarse un avance democrático.
Sin embargo, para las asociaciones conservadoras esto supone “comprometer la independencia judicial”. No por el contenido real de las reformas, sino porque altera el ecosistema donde siempre han prosperado: un sistema hecho a su medida, cerrado a las clases populares, sostenido por academias privadas, tutores caros y herencias familiares. Las reformas del Ministerio de Justicia suponen un pequeño paso para democratizar el acceso y visibilizar otras realidades dentro de la judicatura. Y eso, parece, es lo que realmente les incomoda.
La trinchera conservadora
La protesta no es espontánea ni plural. Todas las asociaciones convocantes —la Asociación Profesional de la Magistratura, la Asociación Judicial Francisco de Vitoria, el Foro Judicial Independiente, la Asociación de Fiscales y la Asociación Profesional e Independiente de Fiscales— representan las corrientes más conservadoras de la carrera judicial y fiscal. Sus comunicados invocan la Constitución y el Estado de Derecho, pero están vacíos de propuestas alternativas y llenos de hipérboles alarmistas.
Curiosamente, las dos asociaciones progresistas —Juezas y Jueces para la Democracia y la Unión Progresista de Fiscales— no solo no participan en la huelga, sino que defienden las reformas como necesarias y orientadas a garantizar mayor diversidad, equidad y eficacia en la administración de Justicia. Si la reforma fuera una amenaza real a la independencia del poder judicial, ¿no sería razonable esperar que también quienes defienden una visión progresista alzaran la voz?
El relato de la casta togada
El uso del lenguaje no es inocente. Cuando las asociaciones judiciales hablan de “parón por la Justicia” o “defensa del Estado de Derecho” están construyendo una narrativa en la que la ciudadanía debería verles como héroes institucionales frente a un Gobierno que —según su relato— quiere controlar a los jueces. Pero la realidad es menos épica y mucho más mundana: lo que defienden es su sistema de acceso elitista, el control interno de las promociones y la exclusión de quienes no pueden dedicar años enteros a memorizar sin trabajar.
Hablan de meritocracia, pero temen que otros puedan competir en igualdad. Hablan de autonomía, pero no admiten una reforma del Estatuto de la Fiscalía que reduzca las arbitrariedades internas. Hablan de excelencia, pero niegan que los jueces sustitutos —en su mayoría mujeres, jóvenes, sin redes familiares en la judicatura— puedan tener una oportunidad de regularizar su trabajo. Lo que está en juego, en definitiva, es un modelo cerrado frente a uno más abierto, más justo, más representativo.
La ciudadanía como escenografía
Que la concentración ante el Supremo se presente como “abierta a la ciudadanía” no es una muestra de apertura, sino un intento de legitimar sus demandas envolviéndolas en una capa de aparente preocupación democrática. Pero ¿cuántos ciudadanos y ciudadanas entienden lo que de verdad se está debatiendo? ¿Cuántos creen que introducir una prueba escrita es un atentado a la Justicia? ¿O que dar estabilidad a juezas sustitutas es “politizar la carrera”?
Lo que hay detrás es un pulso de poder, una resistencia a los cambios que buscan acabar con el clasismo estructural del sistema judicial. Y aunque se envuelva en palabras nobles, es profundamente reaccionario.
En defensa de una Justicia plural y accesible
Resulta paradójico que quienes más invocan la Constitución se nieguen a abrir la carrera judicial a quienes no tienen medios para costear años de estudio sin ingresos. Que se opongan a que se reconozca el trabajo de miles de jueces sustitutos que sostienen la Justicia en condiciones precarias. Que levanten la voz solo cuando se tocan sus privilegios y guarden silencio ante la falta de recursos en los juzgados de violencia de género o ante la cronificación de los retrasos judiciales.
La huelga de jueces y fiscales no defiende la Justicia. Defiende una forma de estar en ella. Una forma excluyente, conservadora y desconectada de la realidad de un país que exige, con urgencia, que la Justicia deje de ser una isla de poder y se parezca más a la sociedad a la que dice servir. Lo que está en juego no es la independencia, sino la igualdad. Y eso, en una democracia, debería ser irrenunciable.