El PP está consiguiendo imponer un ambiente electoral en España. Las encuestas dan mayoría absoluta al bloque de las derechas y se instala la sensación de que va a haber elecciones la semana que viene. Sin embargo, el Partido Popular vive un momento lánguido, marchito, casi decadente. Por mucho que Feijóo y Paco Camps monten actos mitineros de fin de semana para arengar a sus votantes y convencerles de que se acerca el tiempo de la mayoría absoluta, en Génova saben que su techo está en 145 escaños (asiento arriba, asiento abajo). De ahí no van a pasar.
Ni creando la ficción de que el Gobierno se encuentra en plena descomposición política, como en los peores años del felipismo, consiguen reventar los sondeos. Una pandemia, dos guerras, un volcán, la crisis energética, los aranceles de Trump, un diluvio universal, un gran apagón en todo el país y un caos ferroviario, y el sanchismo resiste. Tienen a media familia de Sánchez imputada, al fiscal general empapelado, a las coristas de Ábalos y Koldo paseándose por los platós de televisión y al juez Peinado trabajando full time para consumar el golpe blando de la caverna judicial (buscando corrupción socialista hasta en la última maleta de Air Europa). Y nada, que no hay manera. El sanchismo aguanta, no se hunde, flota como ese patito de goma que, cuanto más le arrea el niño, con más fuerza sube a la superficie. Así que en el partido empiezan a impacientarse. Y Ayuso se prueba el traje de presidenta del Gobierno. “Hay que ilusionar”, dice la lideresa afeándole al jefe su escaso carisma como líder.
“¿Qué está pasando?, ¿Por qué todo nos falla? ¿Qué estamos haciendo mal?”, se pregunta el equipo de asesores de Borja Sémper. Hay varios factores que explicarían la resistencia del Gobierno. Primero y principal, no han entendido que la era del bipartidismo ya pasó. La izquierda real, aunque fragmentada, le ha dado un bocado definitivo al PSOE mientras que Vox es como ese comecocos o Pac-Man que poco a poco le va devorando puntos al PP. Pese a que la realidad es como es, en Génova siguen difundiendo el delirio eufórico de que van a ganar por mayoría absoluta. “Vamos a conseguir diez millones de votos”, dijo Feijóo sin despeinarse en un reciente acto de partido. No se lo cree el gallego ni harto de orujo. Para eso tendría que hacer desaparecer al dinosaurio de la habitación (el dinosaurio prehistórico, nunca mejor dicho, es Abascal) y eso no va a ocurrir, al menos de momento. Cuando Feijóo y los suyos despierten de su lisérgico viaje astral, el monstruo va a seguir estando allí. La extrema derecha ha llegado para quedarse, no como Podemos, que fue flor de un día, un visto y no visto, como aquel que dice. El partido de Pablo Iglesias no dejó de ser un espumoso espejismo salido del movimiento de los indignados 15M. Quisieron convencernos que aquello era la revolución, una nueva izquierda de pedigrí creada para acabar con el Régimen del 78 y reinstaurar la república. Nada más lejos. Al Coletas lo mismo le votaba el intelectual marxista de Chomsky bajo el brazo que el autónomo cabreado por la crisis y asfixiado por los impuestos. La prueba de que Podemos fue un bluf es la situación al borde de la extinción por la que atraviesa hoy en día. No había conciencia de clase, no había principios y valores realmente interiorizados, nadie creía en Marx. Todo fue un montaje de La Sexta con la inestimable colaboración del tertuliano Don Pantuflo Inda. Podemos quiso refundar una nueva izquierda de parvulario basada en el feminismo, el ciclismo y el veganismo y ya ven ustedes cómo acabó aquel mejunje. Con el personal empachado de adoctrinamiento, con Errejón y Monedero salpicados por escándalos de acoso sexual y con el partido casi disuelto, en buena medida por el desgaste de haber formado parte de un Gobierno aguachirle y escasamente socialista. Esa senda de la perdición es la misma que lleva Sumar, otro proyecto fallido que va perdiendo aliento y estimación de voto en cada consulta demoscópica. Cualquier día Yolanda abre la última encuesta del CIS de Tezanos y constata con estupor que no tiene partido.
Sin embargo, frente a la crisis de la izquierda, a Vox no lo van a echar del Parlamento ni con agua hirviendo. Ese medio centenar de escaños es un muro resistente como el cemento armado. El votante voxista está fuertemente ideologizado, es un fanático convencido de que la democracia ha fracasado y hoy vota a Abascal, pero mañana votará a cualquier otro salvapatrias o charlatán o incluso a un gorila con tupé rubio, tal como está ocurriendo en Estados Unidos. No necesita un programa político: su programa consiste en destruirlo todo, en la rabia contra el sistema, en el odio al inmigrante y la nostalgia por un fascismo que no es que vuelva, sino que siempre ha estado ahí, hibernado, enroscado, agazapado como la serpiente en su huevo.
Si Feijóo espera recuperar a los votantes díscolos de Vox puede esperar sentado. De ahí que el PP no esté preparando ninguna ponencia política para romper con el partido ultra en su próximo Congreso Nacional, tal como le exige Von der Leyen y la derecha liberal y moderna a la europea. No habrá cordón sanitario, ni declaración de guerra alguna. En Génova saben que populares y voxistas son primos hermanos, incluso sencillamente hermanos, y no hay motivo para abrir las hostilidades. Comparecerán a las elecciones sin hacerse mucho daño, firmarán acuerdos y alianzas y luego coaligarán y tan contentos. Todo será como siempre. Esos 188 escaños (quizá 190, la hipotética suma PP/Vox), darán los millones de votos que promete Feijóo. No será el PP de las mayorías absolutas, pero todo será bastante parecido. Y la familia reunida de nuevo. Qué bonito.