Un estudio de FEDEA ha llegado a una inquietante conclusión: retrasar un año la edad de jubilación aumenta “significativamente” el riesgo de morir entre los 60 y los 69 años. Acabáramos. Así que era eso. Por fin alguien que nos confirma lo que ya sabíamos, la verdad, una verdad que no es otra que el trabajo mata.
El estudio de FEDEA, que analiza el impacto de una reforma laboral realizada en España en 1967, y que endureció la jubilación anticipada, añade que el riesgo se concentra especialmente en las ocupaciones físicamente más exigentes o sujetas a un mayor nivel de estrés emocional y mental. Es decir, no solo nos matan los trabajos que exigen de nosotros un fuerte esfuerzo físico, como el de agricultor, minero, pescador o albañil, también aquellos que requieren un desgaste intelectual, como puede ser el de abogado, médico o periodista.
Desde siempre, en la calle ha circulado una leyenda urbana que, por lo que vamos viendo, tenía mucho de realidad. Todos hemos oído alguna vez la historia de aquel primo, cuñado o tío que, nada más jubilarse, después de toda una vida dando el callo, la espichó cuando dejó de trabajar. Ahora sabemos por la estadística económico-social que aquellos rumores, aquellas sospechas o siniestras intuiciones, no eran cuentos de vagos para darse antes de tiempo a la buena vida del jubilata. Había un poso de verdad.
Fue Marx quien dijo que el trabajo dignifica al hombre (una de las pocas memeces que soltó el abuelo patriarca de la izquierda filosófica y política). Nada de eso. El trabajo, tal como está concebido en las sociedades ultracapitalistas, desgasta, aliena, mata. Hoy el mundo ha cambiado mucho desde la Revolución Industrial. Hemos mejorado en la lucha contra la explotación laboral, hemos conquistado derechos laborales, pero seguimos muriéndonos de viejos en el andamio, en el tajo o aún peor, frente a la pantalla de la computadora. Y no solo revientan los que se parten el espinazo plantando coles, colocando ladrillos o llevando platos de acá para allá en un restaurante precarizado. Hay un genocidio silencioso del que nadie habla, la muerte lenta y gris del oficinista, el cáncer del estrés y la ansiedad (grandes males de los tiempos posmodernos que nos han tocado vivir).
Cotizamos para la muerte. Nos estamos suicidando lentamente en las fábricas, en los campos y en los despachos de las S.A (sociedades sin alma) y solo para llegar a ser el empleado del mes. Algo malo debe tener el trabajo, o los ricos ya lo habrían acaparado, decía Mario Moreno Cantinflas. Oscar Wilde, uno de los más listos de la clase, creía que el trabajo es el refugio de los que no tienen nada que hacer. Y el gran Facundo Cabral puso el dedo en la llaga al asegurar aquello de “mira si será malo el trabajo, que deben pagarte para que lo hagas”.
Quiere decirse que el trabajo es casi siempre una condena y solo aquellos que hacen lo que les gusta (un reducido grupo de privilegiados, artistas y atletas) alcanzan la felicidad. Uno cree que este informe de FEDEA debería ser un antes y un después en la lucha secular del trabajador por su libertad. Estábamos anestesiados por el opio del trabajo, por el espejismo de la nómina, por el falso edén de las horas extra y las gratificaciones de navidad, grandes mentiras de las sociedades posindustriales capitalistas. Este tocho de FEDEA nos va a ayudar a abrir los ojos. Nos va ayudar a salir del engaño en el que hemos vivido (más bien en el que nos habían metido las élites como si fuésemos personajes esclavizados de un universo Matrix).
Harían bien los sindicatos en ponerse las pilas y empezar a incluir en sus programas por mejorar los derechos laborales no ya la jornada semanal de cuatro días, sino la jubilación anticipada a los sesenta, una jubilación justa, íntegra y total. Y no nos vale con el cuento de que las pensiones no se sostienen, como dice el ministro Escrivá, que aunque ya no lleva la caja de la Seguridad Social (lo cambiaron al departamento de Transformación de no sé qué) su modelo liberal se ha impuesto, sigue vigente y cada vez que sale en la tele nos cuesta un año más de curro, o un año menos de vida, que para el caso es lo mismo. Si no hay dinero en la hucha de las pensiones que lo busque el Gobierno, que contrate ya a ese medio millón de inmigrantes deseosos de ocupar nuestro puesto en la cadena de montaje, que racionalice mejor los recursos y corte por lo sano el robo, el fraude fiscal, el despilfarro y la corrupción. Que nos la clave la derechona liberal tiene un pase, pero que sea un supuesto socialista el que nos la juega, por ahí no.
Treinta y pico años de vida laboral, toda una existencia como un Sísifo del proletariado, es más que suficiente para que un trabajador se gane el derecho a disfrutar de un final tranquilo con una merecida pensión. No queremos decir con esto que todos tengamos que retirarnos a la misma edad y de la misma forma. Aquel que quiera seguir con el vicio de trabajar, o con la necesidad de hacerlo, que pueda seguir en la brecha. Quien desee seguir dando hasta la última gota de su sangre por el tirano sistema, lumbalgiado y achacoso, con barba de Matusalén y caminando con la tercera pierna del bastón, allá él. No le vamos a impedir que continúe en la oficina, gran incubadora de cánceres, en lugar de estar en una dorada playa caribeña, en pelota picada y con un mojito al lado, como un náufrago Robinson del capitalismo. Pero lo ideal en una sociedad moderna, donde abunda el paro y escasea el trabajo, sobre todo entre los más jóvenes, sería que la legislación laboral nos permitiera elegir entre seguir activo en el mercado o replegar velas en un último ejercicio de epicureísmo sano y libertador.
No estamos prestando la debida atención al desgaste que sufren los cuerpos cuando acumulan una vida laboral de veinte, treinta o cuarenta años. Las sociedades modernas, democráticas y avanzadas deberían tomarse en serio esto de trabajar hasta la tumba, porque nos encontramos, sin duda, ante un grave atentado contra el derecho más elemental que existe: el derecho a la vida, y no solo a una vida monótona y rutinaria en el turno de galeras de ocho a dos, sino a lo que nos quede de vida plena, digna y feliz.