Las familias trabajadoras pagan la factura de la codicia corporativa

En la España de Pedro Sánchez tener trabajo ya no garantiza escapar de la pobreza: la codicia corporativa multiplica la figura del trabajador pobre y erosiona el contrato social que sostenía a la clase media

21 de Agosto de 2025
Actualizado a las 14:01h
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La escena se repite con demasiada frecuencia: beneficios empresariales récord, dividendos millonarios para accionistas, salarios variables casi obscenos para los altos directivos y, al mismo tiempo, trabajadores con sueldos congelados, precariedad laboral y precios desorbitados en bienes y servicios básicos. España se ha convertido en un espejo donde la codicia corporativa, es decir, el afán por maximizar las ganancias a costa de la estabilidad social, muestra con crudeza sus consecuencias.

El debate se intensificó tras conocerse que los grandes bancos cerraron 2024 con ganancias históricas, en algunos casos por encima del 30% respecto al año anterior, mientras los hogares afrontaban facturas de luz y gas que alcanzaron máximos históricos durante el invierno o en las actuales olas de calor. Para millones de familias, el dilema fue elegir entre pagar la calefacción, el aire acondicionado o llenar la cesta de la compra.

La inflación alimentaria es otro ejemplo de cómo la lógica del beneficio ha afectado directamente a los ciudadanos. A pesar de la rebaja del IVA en productos básicos decretada por el Gobierno, cadenas de distribución y grupos de alimentación mantuvieron o incluso incrementaron márgenes comerciales. El resultado, precios que no bajaron en la misma proporción que los costes de producción, golpeando especialmente a jubilados, parados y familias monoparentales.

En el ámbito laboral, la brecha entre la rentabilidad empresarial y el bienestar de los trabajadores también se ensancha. En sectores como la hostelería, la logística o las plataformas digitales, proliferan contratos temporales, jornadas interminables y salarios que apenas rozan el SMI. Los datos oficiales son implacables, dado que, según la última Encuesta de Condiciones de Vida, uno de cada siete trabajadores en España es pobre a pesar de tener empleo, un fenómeno conocido como working poor que refleja cómo los beneficios no se traducen en dignidad laboral.

La codicia corporativa también tiene un impacto territorial. Mientras las grandes compañías concentran sedes y empleos cualificados en Madrid y Barcelona, regiones enteras del interior ven cómo se vacían sus pueblos ante la falta de oportunidades. En muchos casos, los beneficios generados en estos territorios, a través de explotaciones agrarias, recursos naturales o infraestructuras energéticas, no se reinvierten en la zona, alimentando la desigualdad.

La situación es tan grave que, incluso, algunos organismos internacionales han advertido de que España corre el riesgo de consolidar un modelo económico donde el peso del crecimiento recae desproporcionadamente en las rentas del capital.

En este contexto, los sindicatos reclaman una fiscalidad más justa que grave los beneficios extraordinarios, mientras movimientos sociales piden un mayor control público sobre sectores estratégicos como la vivienda. La aprobación de un impuesto temporal a la banca fue un primer paso, pero las críticas apuntan a que su impacto real sobre los precios ha sido limitado.

La pregunta que queda en el aire es hasta qué punto la sociedad española tolerará este desequilibrio. Si las empresas continúan maximizando sus ganancias a costa de los ciudadanos, el riesgo no es solo económico, sino democrático: la erosión de la confianza en las instituciones y en el contrato social que sostiene la convivencia.

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